The Only One – Camille&Moose (Step Up Fanfic)
Capítulo 2 – ¿Me enseñas a bailar? (Baltimore)
Dos días después…
Hace un día bastante soleado. Por ello, no es de extrañar que mis compañeros de clase salgan disparados hacia el patio en cuanto toca el timbre de final de clase. Pero yo me desmarco enseguida de la marabunta y, procurando que nadie me vea ni me siga, me escabullo hacia uno de los rincones más apartados del recinto, detrás del pabellón de ciencias. Casi nadie va nunca por allí y yo quiero aprovechar esta pequeña prórroga que está dando el verano antes de que lleguen las lluvias de otoño para hacer algo que nunca confesaría a nadie, casi ni siquiera a mis padres.
Cuando estoy en la esquina que da a la valla exterior, tapiada en su parte baja por un muro pintado de blanco, me concentro, miro al frente y ejecuto el primer paso. Brazo extendido en paralelo al suelo y perpendicular a mi cuerpo, contracción… cambio de posición con el brazo hacia el frente. Contracción. Flexiono el codo y giro la cabeza hacia el lado contrario. Repito con el brazo contrario y comienzo a flexionar las rodillas y a caminar hacia delante lentamente, como si fuese un robot. Después, acelero los pasos y termino lanzándome a la parte más difícil. Apoyo las manos en el suelo y elevo el cuerpo hasta quedar totalmente boca abajo, con los pies en el aire, y caigo con un arco hacia atrás. Solo entonces, me doy cuenta de que ya no estoy solo y casi pierdo el equilibrio.
Es la niña nueva. La misma a la que salvé ayer mismo de Mulligan y su banda. Algo avergonzado y molesto por que me haya descubierto, me incorporo con toda la dignidad que soy capaz y meto las manos en los bolsillos.
–Hola –la saludo, como si tal cosa–. ¿Qué haces aquí?
Ella, claramente sorprendida, muestra lo que parece una sonrisa de disculpa a la vez que se acerca un poco más. Vuelve a llevar el pelo recogido en dos coletas y viste un chándal de color oscuro que parece haber visto tiempos mejores. O eso o yo estoy acostumbrado a una vida mejor. Conozco bien los rumores que corren sobre ella. Puede que no tenga muchos amigos en el colegio, pero eso no significa que viva aislado. Desde que soy pequeño, he aprendido a escuchar, a ver y a retener. Y pocas cosas se me escapan en mi propia clase.
–Hola –me saluda ella sin cambiar el gesto y dando un par de pasos más hacia mí–. Perdona haberme quedado tan atontada, pero… –se encoge de hombros–. ¿Me enseñarías a hacer eso?
De tan incrédulo como me quedo se me desencaja la mandíbula y soy incapaz de responder enseguida. Pero es cierto que hay dos bandos dentro de mí: el que lucha por mantener mi secreto a salvo a toda costa… Y el que desearía compartirlo aunque fuese solo con una persona.
–Mi hermano también baila –me confiesa entonces con timidez, lo que hace que pegue un bote en el sitio, volviendo a la realidad de golpe–. Pero él dice que soy muy pequeña aún para aprender…
Sus ojos castaños reaparecen entonces por debajo de sus pestañas en algo que parece un gesto de súplica y noto cómo mi amurallado corazón –al menos en lo que respecta al baile– se ablanda un poquito.
–No sé por qué quieres que te enseñe yo –murmuro sin embargo, aún indeciso, sin poder evitar sonreír aunque sea con cierta amargura–, hay gente más popular en el colegio…
Ella entonces sonríe con sinceridad.
–Pero nadie me ha defendido de Mulligan como tú lo hiciste –me rebate, haciendo que me ponga colorado. Habiendo pasado menos de un día, no es raro que lo recuerde, pero no me gusta destacar. No sé aún por qué lo hice, la verdad. Es cierto que el hecho de que mi madre presida la asociación de padres del colegio me hace invulnerable a ciertas cosas pero, si no, reconozco que me encontraría seguramente en la misma posición que Camille. Sí, me acuerdo de su nombre. Ya os dije que retengo muchas cosas–. Gracias –me dice en ese instante.
Yo me quedo cortado sin saber qué hacer.
–De nada, supongo –y ahora sí sonrío sinceramente.
Ella me responde y se acerca un par de pasos más. Solo nos separa un metro escaso.
–Bailas bien –me felicita–. Ojalá yo fuese capaz de hacer todo eso.
Me encojo de hombros con falsa modestia. Me siento muy orgulloso de mi forma de bailar, pero no lo admitiría en voz alta ni bajo tortura.
–No es difícil –le resto importancia–. Y, bueno, siempre será mejor plan bailar acompañado que solo.
Ella se ríe ligeramente.
–Sí, eso seguro –y añade, como cambiando de tema–. Me gusta mucho tu gorra, por cierto.
Yo me toco levemente con los dedos la solapa de mi posesión más preciada.
–Me la compré en un viaje a Canadá con mis padres –admito con orgullo.
El rostro de Camille se entristece un segundo y, sin darme cuenta, me encuentro preocupado por haberla herido. «Despierta, Robert. ¿Qué te está pasando?».
–Yo nunca he salido del país –confiesa entonces, desviando la vista.
Trago saliva. Sí, debí haberlo supuesto. Pero opto por tratar de animarla contándole algo del viaje. Hay quien dice que las historias hacen viajar, ¿no?
–Pues es precioso –le digo alegremente, haciendo que me mire de nuevo con curiosidad–. Tiene bosques inmensos llenos de animales… Pero sobre todo de alces –hago un gesto por encima de mi cabeza para abarcar dos astas imaginarias–. ¡Tenían unos cuernos así de grandes!
Camille sonríe con los ojos brillantes.
–Y por eso te compraste la gorra con un alce… –adivina.
–Sí –reconozco tocándola de nuevo y notando cómo mis mejillas arden de nuevo. Estoy revelando secretos a una compañera de clase. Increíble en mí–. Cuando sea un bailarín famoso dedicaré un baile a los alces –decido entonces con cierta diversión.
Parece una idea estúpida según la digo, pero la repentina ilusión de Camille me hace pensar que igual no sea tan mala idea.
–Robert Alexander, el bailarín de los alces –hace una pose y yo me río sin quererlo, aunque después me asalta una tristeza antigua. La decepción de odiar mi nombre, o su tercera generación, como se quiera ver. Camille parece notarlo, porque se acerca a mí–. Oye, ¿he dicho algo malo?
Me encojo de hombros tratando de quitarle importancia.
–No es nada –aseguro-. Es solo que… Robert Alexander no sé hasta qué punto es un buen nombre para un bailarín.
Ella abre mucho los ojos.
–¿Y por qué no?
Yo hago un gesto amargo.
–Soy el tercero de ese nombre. Como dice Mulligan, parece más un nombre de príncipe europeo…
Camille no responde, sino que frunce el ceño como si meditara un instante. Al cabo de un rato, su expresión cambia y parece como si hubiese tenido la mejor idea del mundo. Bueno, quizá la ha tenido.
–¿Y por qué no te apodas Moose?
Yo la miro como si se hubiese vuelto loca. Pero ante su convencimiento y dejando surgir una vocecita a la que llevo acallando desde siempre, empiezo a pensar que no es tan mala idea.
Moose.
¿Por qué no?