Chapter 25 — Una voz angelical (III) (Cars 2)

La casa familiar de los McQueen, o la que lo había sido en su día, estaba algo distinta de cómo Rayo la recordara. Donde antes lucieran vigas elegantes pintadas de beige, con los marcos de las puertas y ventanas blancos, ahora lucía madera desnuda más algunos desconchones aquí y allá. El tejadillo del porche, a pesar de mantenerse aún en pie, parecía invadido por la carcoma y el paso del tiempo. Rayo tragó aceite. Aquel lugar también le traía recuerdos; aunque, por desgracia, eran bastante menos agradables que los de la casa de la señora Dart cuando esta hacía de canguro para él y, sobre todo, para Maddie.
—¡Lionel! —clamó entonces la susodicha, sin preocuparse de quién la escuchara alrededor—. ¡Viejo gruñón! Sal un momento, que tengo algo que hablar contigo.
Pasaron un par de segundos o tres, angustiosos, en los que nada se movió en la pequeña casa. Sin embargo, al cabo de ese tiempo, un repiquetear de tornillos, una maldición y un sonido que parecía un amortiguador averiado indicaron que el señor McQueen estaba en casa. No obstante, en cuanto este abrió la puerta y salió a la suave penumbra del porche, su rostro de incomodidad dio paso a una expresión de incredulidad; la cual, en una décima de segundo se tornó en enfado de nuevo.
—¿Qué quieres, Gladys? —sin disimulo, el pick-up lisiado señaló con lo que le quedaba de rueda izquierda a los dos jóvenes que aguardaban en el jardín—. ¿Esto es cosa tuya? ¿Quieres atormentarme más o qué?
—Oh, ¡por el Auto, Lionel! No me mires a mí ni quieras culparme. Tu hijo ha venido a verte por su propia cuenta y riesgo, yo no he tenido nada que ver.
McQueen padre gruñó y retorció el capó en un gesto de desagrado, como si acabara de tragar algo especialmente amargo.
—Yo no veo a ningún hijo mío por aquí. Por mí podéis iros todos al cuerno y dejarme en paz…
Rayo, sintiendo un súbito hervor en la sangre ante aquellos desprecios, estuvo a punto de lanzarse hacia delante y replicar; sin querer, volvió a ser por un instante el jovenzuelo orgulloso que era cuando se fue de aquel lugar. Pero Dart, más sabia por experiencia, lo frenó de inmediato con un solo gesto de la rueda, aunque sin dejar de encarar al McQueen senior.
—Lionel, ¿podemos hablar un momento a solas? ¿Por favor? —pidió, conciliadora, pero con una seriedad casi aterradora para la joven pareja que parapetaba tras su maletero.
El pick-up, por su parte, los miró alternativamente durante lo que pareció una eternidad; antes de, frente a los ojos grises ahora pétreos de su vecina, agachar el morro como un colegial, darse la vuelta y entrar a la casa sin otra palabra. Dart, antes de seguirlo, se volvió hacia Rayo y Sally; cambiando el gesto tan de repente a uno mucho más afable que ambos pensaron que, lo anterior, había sido puro producto de su imaginación.
—Vosotros quedaos aquí un momento, ¿de acuerdo? —les indicó, a lo que casi no fueron capaces ni de atinar a responder con un breve asentimiento—. Yo me ocupo de tu padre, rojito. No te preocupes.
—Gracias, señora Dart —susurró él un segundo después, tras reponerse de la sorpresa, pero sin poder evitar que un desagradable nudo se adueñara de sus circuitos.
Porque, si no esperaba un recibimiento triunfal, tampoco anticipaba que sucediese todo aquello. Gladys Dart, por su parte, pareció conforme con su respuesta antes de girarse de nuevo y adentrarse en la casa, siguiendo la estela del viejo McQueen. Rayo y Sally, por su parte, solo fueron capaces de quedarse en el jardín delantero, esperando con nerviosismo evidente.
—Oye, ¿estás… bien? —quiso saber la Porsche, aunque intuía la respuesta.
Rayo se mordió el labio, casi sin dejar de encarar la fachada de la estropeada casa familiar y, más concretamente, la puerta entreabierta de entrada a la misma.
—No lo sé, Sal —reconoció en un leve murmullo, apenas un suspiro—. No esperaba… esto, para serte sincero.
Su prometida esbozó una sonrisa cariñosa.
—Eh. Verás cómo todo se soluciona —intentó animarlo—. Algo me dice que la señora Dart tiene buena mano con tu padre…
—¡Sally! ¡Que es la vecina! —quiso escandalizarse Rayo, aunque el tono burlón le salió sin avisar.
Ella sacudió el morro con idéntico humor.
—Vamos. Y, ¿cuál es el problema? —sin embargo, la súbita seriedad de Rayo casi la hizo querer morderse la lengua por idiota—. Lo siento, Pegatinas. No tenía que haber dicho eso… —rectificó, haciendo que él la mirara con una curiosidad diferente que no hizo a la joven sentirse más cómoda, más bien al contrario—. Es… por… tu madre, ¿verdad? —aventuró la muchacha, en voz casi inaudible.
Para su alivio parcial, Rayo solo se limitó a asentir y suspirar.
—Creo que esa va a ser la parte más difícil —reconoció.
Sally apoyó una rueda conciliadora en la suya.
—Yo estaré a tu lado, ¿de acuerdo? Todo saldrá bien —le aseguró.
Rayo, conmovido, rozó apenas el borde de su capó con el de ella; justo en el instante en que la señora Dart salía de nuevo de la casa y se dirigía hacia ellos.
—¿Y bien? —quiso saber Rayo, con el alma en vilo.
Gladys Dart, para su tranquilidad, asintió con calma y lo miró a los ojos antes de pronunciar:
—He conseguido convencerlo de que hable contigo, pequeño. Pero… —miró de reojo a Sally sin acritud— me temo que esta es una conversación que debéis tener tu padre y tú, a solas.
Rayo inspiró hondo, sintiendo estrujarse sus circuitos cuando escuchó aquello. Sin embargo, una Sally más serena y confiada lo besó en ese instante en el guardabarros y lo empujó con el morro, levemente, para que echara a rodar.
—Venga, es la hora —le susurró. Y, ante su carita de circunstancias y de “quiero que vengas conmigo”, la fiscal añadió—. No te preocupes. Estaré aquí mismo si me necesitas.
Rayo tragó aceite, siendo consciente de golpe que temblaba como un coche de principios del siglo XX nada más arrancar. La señora Dart, sin embargo, apoyó la moción de Sally asegurando que ambas se quedarían allí hasta que ellos terminasen de hablar; haciéndole rendirse a la evidencia sin casi esfuerzo y, con las ruedas como si fueran de plomo, dirigirse hacia el interior de su antiguo hogar.
—¿Papá? —llamó, cauto, nada más trasponer el umbral del portón.
La única respuesta, por otra parte, fue una nueva serie de tintineos y golpes metálicos, procedente del extremo opuesto de la casa.
«El garaje», recordó Rayo.
Desde que tenía memoria, a su padre le había gustado trastear, montar y desmontar aparatos inertes. Sin embargo, cuando Rayo recordó su rueda lisiada, un escalofrío recorrió todo su chasis. ¿Significaba eso que…?
—Papá… —volvió a llamar, siguiendo en todo momento el sonido de trabajo hasta ver el amplio cajón trasero de su progenitor—. Papá, ¿podemos hablar, por favor?
Sin volverse, Lionel McQueen bufó.
—Tú habla todo lo que quieras, chaval. Pero —hizo una pausa para girarse apenas unos centímetros, cruzando su iris azul con el del coche de carreras— no creo que tengamos nada que decirnos, ¿no crees?
Su hijo inspiró hondo, obligándose a contar hasta diez, veinte o lo que fuese necesario. Al final, más o menos alcanzando el dieciocho, cuando su padre ya había retomado su labor, fuera cual fuese, Rayo no pudo contenerse más.
—Oye, papá. Sé que las cosas entre nosotros no terminaron bien —arrancó, prudente. Lionel bufó de nuevo ante aquello, lo que provocó que Rayo tuviese que hacer un nuevo esfuerzo para no darse media vuelta y largarse por donde había venido—. Pero… —inspiró hondo—, ante todo, quiero… pedirte perdón.
Al joven, sin duda alguna, aquello le había costado un dolor inmenso en el orgullo que aún le quedaba. Sin embargo, intuía por experiencia que era la única forma de conseguir algo… Aunque no lo admitiera en voz alta, en el fondo de su ser algo estaba deseando, con todas sus fuerzas, que la relación con su padre volviera a algo similar a la normalidad. Pero lo que Rayo no esperaba era que, tras aquella declaración, su padre detuviera su trabajo y, como a cámara lenta, girara ciento ochenta grados para encararlo de frente.
—Perdón… —susurró Lionel, como si incluso aquella palabra fuese extraña para él—. Eso ya quedó atrás, chaval —reconoció entonces, para sorpresa de su hijo—. Lo pasado, pasado está y poco podemos hacer por ello…
Rayo exhaló, sintiendo una extraña tristeza apoderarse de sus circuitos. Solo en ese momento, frente a frente, estaba siendo consciente de lo mucho que había envejecido su padre.
—¿Qué te ha ocurrido en la rueda? —quiso saber, como primera tentativa de acercamiento.
Sin embargo, aquello solo pareció devolver la hosquedad a la actitud del progenitor. El cual, como si despertara de un sueño, botó en el sitio y, con un giro brusco, retornó de nuevo a su posición anterior, dándole el maletero a su hijo.
—No es asunto tuyo, chaval —refunfuñó, aunque en su voz parecía filtrarse un nuevo tono que Rayo no acertó a descifrar.
—Oye, papá. Sé que el pasado es pasado, pero… Quiero decirte que… reconozco que no lo hice bien, ¿de acuerdo? —su padre no dijo ni media palabra, aunque tampoco siguió trabajando; lo que le dio a Rayo el suficiente valor para humedecerse los labios y continuar—. Y, lo que te dije antes… Lo siento. Sé que no tenía derecho a…
—No, no lo tenías —replicó entonces Lionel con sequedad y sin girarse—. Las cosas han cambiado, Rayo —agregó entonces. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre desde que había llegado, lo que provocó un extraño escalofrío al corredor—. Y… tu ego ya no tiene sitio en este lugar.
Rayo contuvo el dolor que le provocaba aquella bofetada directa de realidad, obligándose a mantener la serenidad por todos los medios.
—Tú eras el que quería que hiciera algo grande, ¿recuerdas?
Ante aquello, Lionel se giró por fin. No sin antes soltar una risa claramente despectiva que hirió al corredor en lo más hondo de su ser.
—¿Ser famoso y que la cámara te adore? —se mofó, sin aparente piedad—. Eso no es ser más grande. Eso es ser un bufón.
—¡Yo…! —Rayo estuvo a punto de alzar la voz, sintiéndose insultado y con razón; pero, sin apenas pretenderlo, dejó caer de nuevo el capó y, en cambio, dirigió una mirada serena a su padre. La mirada de un adulto. Algo que, para bien o para mal, Lionel nunca había visto en él—. No soy el niñato que se fue de aquí buscando un sueño vacío, papá. He aprendido la lección, sé lo que es realmente importante. Y… he venido porque quiero arreglar las cosas con vosotros —tragó aceite de nuevo—. Con mi familia.
Lionel no contestó enseguida. Por unos segundos, entre ambos se instauró un silencio tenso solo roto por el zumbido de algunos Beetle en la ventana. Al menos, hasta que el McQueen más mayor susurró, con dolor evidente en la voz:
—¿Sabes lo que yo recuerdo, Rayo? —le preguntó, a lo que el joven negó con la cabeza—. Te lo diré. Lo único que yo recuerdo es la imagen de cierta máquina roja y arrogante que juró no volver a pisar jamás este pueblo. Que se fue dejando claro que un sitio dejado de la mano del Auto como este, donde nunca pasaba nada, no era un lugar para alguien que podía ser una estrella de las carreras —lo encaró con severidad—. ¿Qué ha quedado de esa convicción?
—Ya no soy ese coche. He cambiado. Te lo juro —aseguró Rayo, interrumpiéndolo, aunque hasta a él mismo le sonó a clásica excusa; fuese sincera o no—. Quiero arreglar las cosas. Quiero recuperaros. Créeme, papá… No sabes lo mucho que he llegado a arrepentirme en estos años de cómo me fui.
Lionel parecía dubitativo, como si no supiera bien o no si creer a aquel hijo reaparecido diez años después. Habían pasado muchas cosas entre ellos, eso estaba claro y ambos lo sabían. Sin embargo, quizá por eso, era el momento de tratar –como había dicho Dart– de hablar de ello como adultos y enterrar el hacha de guerra. Y Rayo, tras mucho reflexionar, estaba dispuesto a intentarlo con todas sus fuerzas.
—Entonces, ¿solo has venido para eso? ¿Para “arreglar las cosas”? —quiso saber tras un largo y nuevo minuto de silencio, aunque la acritud había desaparecido de su voz en gran medida. Ahora, parecía más cansado que otra cosa cuando, ante la mirada extrañada de su hijo, agregó—. Han pasado muchos años… ¿Por qué ahora, Rayo?
A lo que el otro coche, entre más tranquilo y algo orgulloso por haber logrado lo que parecían tablas en aquella discusión –aún esperaba que él le pidiera perdón por muchas cosas, pero por algo se empezaba–, sonrió con un poco más de ganas y respondió:
—En realidad, venía a darte una noticia que esperaba que te alegrase… —Lionel enarcó un parabrisas, sin estar seguro de lo que venía después; para que sus ojos se abrieran como llantas de camión al escuchar la siguiente frase de su hijo—. Papá: me voy a casar.