Capítulo 23 – Deja que tu corazón te guíe
Thantalos se encontraba asomado a la ventana del salón de reuniones cuando los vio partir. Ambos reían, despreocupados, mientras sus caballos se perdían más allá de los muros de Tir Asleen.
–Sabes que no puedes detenerlo, Mikal.
El monarca inclinó la barbilla con pesadumbre antes de volverse lentamente. Fin Raziel lo escrutaba, tan quieta como una estatua, desde la puerta de doble hoja abierta de par en par. Se sentía muy confuso y tenía que admitir que en su interior batallaban sentimientos encontrados. Y quizá aquella mujer era la única persona con la que realmente podía sincerarse.
–Eso es lo que más temo, Raziel –murmuró, sin mirarla directamente.
Ella, por su parte, se aproximó con paso lento.
–Lo tienen, Mikal –repuso en voz queda–. Sabes que es cierto.
Thantalos suspiró, sin poder evitar que un estremecimiento recorriese su cuerpo.
–Demasiado bien lo sé, querida mía.
Notó que ante sus palabras la hechicera se tensaba; pero, después de todo lo que había sucedido, ¿qué más daba conjurar un simple fantasma del pasado? Ella aún lo llamaba por su nombre de pila, como si los años no hubiesen pasado. Como si aún fuesen los jóvenes despreocupados que eran casi veinte años atrás. Pero en aquel momento, en ese salón decorado con pendones y tapices, el pasado no significaba nada… ¿O sí?
Mientras cavilaba y tras reponerse de la sorpresa, la anciana avanzó otros pocos pasos hacia él, hasta quedar al otro lado del alféizar de la ventana frente a la que se erguía el monarca.
–¿Qué te preocupa, Mikal? –preguntó entonces Fin Raziel, solícita; y ante el retraso de su respuesta, agregó–. Sabes que aún puedes confiar en mí.
El rey agachó los hombros, pesaroso.
–No quiero volver a perder a Sorsha, Fin– murmuró, desviando la mirada de nuevo hacia el ventanal.
Pero la hechicera meneó la cabeza negativamente, sin darle la razón.
–Sabes bien que no puedes luchar contra el destino… Y tu hija ya no es una niña.
Pero calló al ver la mueca de dolor que retorcía los rasgos de aquel anciano prematuro, sin poder hacer otra cosa que apartar la vista al darse cuenta de que ella también lo sentía; sobre el pecho, donde se alojaba su corazón. Un órgano que se apagaba más rápido de lo que ella desearía.
–No es una niña, pero tampoco es ya una princesa heredera –arguyó el monarca con voz ronca–. Si se entrega a ese capitán no significará nada. Aún puede elegir otro marido después de eso.
Fin Raziel, por su parte, volvió a negar con la cabeza y más vehementemente si cabía.
–Me dices que lo has visto… pero no cuándo, ni cómo–lo acicateó, sintiendo sin quererlo que era lo correcto–. Francamente, por tus palabras diría que no es cierto.
Por supuesto y como suponía, Thantalos se volvió hacia ella de inmediato como si no diese crédito a lo que oía.
–¿Me crees capaz de mentirte? ¿A ti?
La mujer apretó los labios y sacudió la cabeza lentamente.
–No –admitió, procurando mantener la serenidad ante sus ojos oscuros como dos pozos de eternidad–, pero sí te creo capaz de engañarte a ti mismo con tal de creer que así no sufrirás.
Superada la sorpresa de oír aquellas palabras, el rey apoyó entonces las manos en el alféizar de la ventana, súbitamente agotado. Por supuesto que Raziel tenía razón, malditos fueran todos los dioses del mundo. Pero la congoja de su corazón era tan grande…
–Conocí a Madmartigan cuando solo era un crío, ¿sabes? –musitó en un tono de voz apenas audible para ambos. Fin Raziel arqueó las cejas y ladeó la cabeza con interés evidente, pero no dijo nada, esperando que él continuase. Cosa que hizo al cabo de unos segundos, con la vista perdida en algún punto del cristal iluminado por el sol de mediodía–. Los reyes de Galladoorn enviaron a sus padres como embajadores a la ciudad para darnos la enhorabuena a Bavmorda y a mí por el nacimiento de Sorsha –tragó saliva–. Tras ellos, venía trotando un pequeño rapaz de apenas tres años, con el cabello largo y oscuro ondeando al viento. En su rostro brillaban dos ojos azules que en ese momento me parecieron la viva imagen de la inteligencia. Pero cuando se aproximó a la cuna para mirar a Sorsha, vi algo más. Un brillo en el instante en que mi hija alargaba la mano hacia él y el muchacho quedaba como hipnotizado por ella.
>> Hasta ahí, todo hubiese resultado idílico. Sin embargo, el resto del tiempo que los embajadores estuvieron en la ciudad, el pequeño solo supo meterse en líos, sin hacer caso a sus padres y avergonzándolos constantemente. Tanto, que al final tuvieron que irse más precipitadamente de lo que esperaban de la ciudad –el rey hizo una breve pausa para tomar aire, como si aquella narración le costase un esfuerzo soberano–. Cuando Bavmorda se llevó a Sorsha y lanzó el hechizo sobre Tir Asleen, lo último que pensé fue… que ojalá nunca tuviese que ver a mi hija casada con el truhan que aquel crío apuntaba que iba a ser. Aunque fuese noble –se volvió hacia Raziel, que lo había escuchado sin despegar los labios–. No dejaré que mi única hija malgaste su vida por alguien que no respeta en absoluto la posición social que los dioses tuvieron a bien concederle en su día.
Tras escuchar aquello, la hechicera agachó la cabeza, meditando. Si bien era cierto que ella ya había sido transformada cuando todo eso había sucedido, tampoco olvidaba ciertos detalles que Thantalos, por lo que fuese, no quería sacar a la luz. Cosas anteriores a esos hechos que ella, por desgracia, sí había podido contemplar.
–Has dicho que Sorsha ya no es una princesa heredera, y por tanto la ley intangible de Andowyne sobre su virtud ya no se le aplica –tanteó. El rey, sorprendido por aquella frase, asintió con un simple gesto, invitándola a continuar. Lo cual hizo la hechicera en cuanto reunió todo el valor que necesitaba para ello. Sabía que sus siguientes palabras removerían una herida muy dolorosa, pero tenía que hacerlo. Sabía que jugar con las leyes era malo, pero hacerlo con la magia del mundo era todavía peor. Y ellos eran el ejemplo más claro que conocía–. Sin embargo, esa ley se te aplicó a ti en su día por ser príncipe heredero, ¿lo recuerdas?
Los ojos del rey, como suponía, se entrecerraron con un dolor claro latiendo tras sus párpados.
–¿A dónde quieres llegar? –inquirió, sin poder camuflar el temblor que se había apoderado de sus cuerdas vocales.
Raziel, por su parte, inspiró hondo antes de continuar.
–Tú ya estabas unido por el destino a una persona, de ahí que supieses con claridad lo que había sucedido entre Madmartigan y Sorsha cuando apenas eran unos niños –evitó usar el posesivo hacia ella misma en la misma frase, sabiendo que no lo necesitaría–. Pero una mujer ambiciosa convirtió esa gracia en una maldición para ambos atrayéndote con artes oscuras y relegándome a mí a una isla en medio de ninguna parte –al ver cómo los ojos de su antiguo amado se abrían de par en par, brillando con una mezcla de terror, horror y dolor sordo que Raziel conocía demasiado bien, esta prosiguió–. Y aun así, ¿defiendes que tu hija sufra el mismo destino y no pueda unirse al hombre que realmente ama y que los astros han decretado que sea su alma gemela, solo porque él se ha metido en algún que otro entuerto en los últimos años?
–No es «algún que otro entuerto» –recalcó Thantalos–. Es un ex-convicto –le recordó, tozudo, mientras apretaba los puños sobre la piedra del alféizar.
Ante lo cual, Raziel, con sorprendente calma, se irguió en toda su estatura frente a él y declaró:
–Todos tenemos pecados que expiar, mi querido rey –contraatacó ella a su vez, sin malicia–. Y ya has comprobado que contrariar a los designios del destino trae horribles consecuencias. Para ello no tienes más que mirarte a ti mismo.
La hechicera quizá nunca hubiese pretendido realmente decir aquellas palabras ni herirlo de esa manera. Pero, aunque tuviese sus diferencias con Madmartigan, había llegado a apreciarlo en el tiempo que lo había conocido, había visto la pureza de su alma y sabía que el corazón de Sorsha tan solo había tenido que dar un paso hacia esa luz para salir de la oscuridad y la ceguera de la que vivía rodeada bajo el yugo de su despótica madre. Y, por mucho que amase aún a Mikal Thantalos, no estaba dispuesta a dejar que su cabezonería a la antigua usanza se interpusiese entre ellos dos.
El rey, por su parte, permanecía callado y cabizbajo, inseguro sobre qué decir y dolido en lo más hondo de su ser. Raziel supuso que debía dejarlo a solas para que reflexionase y se encaminó hacia la puerta, pero su voz la retuvo un instante antes de que saliese.
–Lo siento, Fin –Thantalos alzó sus ojos tristes hacia ella–. Ojalá las cosas hubiesen sido diferentes.
Ante lo cual, la hechicera no pudo evitar sonreír con cierta melancolía antes de contestarle:
–Ahora de nada vale lamentarse, mi rey. Pero escucha a tu corazón –le aconsejó–. Él te mostrará el camino hacia la felicidad. La tuya… y la de tu hija.