Akhen y Ruth · rpg · spin-off

#SpinOffSunday: Akhen y Ruth – Una historia agridulce (Capítulo 16)

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Capítulo 16 – Vuelta a empezar

Simon Baker

Australia. Tres años después…

La brisa marina despeinaba su cabello rubio, habitualmente desordenado desde que había cambiado su residencia a la Tierra. Se rodeó las piernas enfundadas en vaqueros oscuros con los brazos y observó el mar y el sol, que empezaba a despuntar por el horizonte. La camiseta de mangas largas de tonos azulados le servía para combatir el frío residual de la noche, que hasta hacía un rato se colaba en su rostro y en los dedos de sus manos y sus pies, pues sus zapatillas deportivas permanecían a su lado, con los calcetines dentro.

Cerró los ojos y dejó que el aire penetrase a raudales hasta sus pulmones. Aquella noche había sido intensa, la fiesta del chiringuito había sido apoteósica; pero, como siempre, se había retirado antes que los demás para poder disfrutar en soledad de aquellos momentos especiales, justo antes del amanecer. Aunque era experto levantando barreras mentales, a veces los pensamientos de las personas a su alrededor se hacían insoportables. Sobre todo, los de las chicas.

Negó con la cabeza. Aquella muchacha ecuatoriana no había parado de pensar cosas que le haría si él se lo permitiera, mientras lo observaba de hito en hito. Y no le apetecía; para variar, podría haber tenido a la mujer que hubiera querido entre sus brazos, pero en aquel momento en concreto no deseaba algo así. Buscó en sus bolsillos y dio con el encendedor y el paquete de tabaco. Una costumbre odiosa. Se colocó el cigarrillo entre los dientes y lo prendió con precisión, dando una honda calada, luego se dedicó a juguetear con el mechero mientras el astro rey finalmente hacía su aparición.

Hacía tres años que vivía en Australia y aún se sentía sobrecogido por el espectáculo de colores. Al principio era su único consuelo, pues traía el corazón hecho trizas; aquella chica que le había robado hasta el alma había desconfiando de él, creyendo que era capaz de cualquier fechoría. Lo fue reconstruyendo a su manera: fiestas, mujeres, alcohol… Y, finalmente, solo le quedó un triste órgano que lo impulsaba hacia delante pero poco más. Ya ni siquiera pensaba en ella, aunque cuando la recordaba no era precisamente con cariño.

Soltó una carcajada amarga y dejó caer las barreras por un segundo, sabiéndose solo. Quizás por eso supo que alguien se acercaba, aunque no se dio demasiado tiempo para leer los pensamientos de aquella persona, porque los muros que levantaba volvieron a él como por arte de magia. Nunca mejor dicho. Si hubiera tomado otra decisión habría sabido que quien se acercaba era justo aquella persona en la que había estado pensando un segundo antes, la única mujer a la que había amado: Ruth Derfain.

O quizás sería más justo decir que esa era la joven de la que se había enamorado Akhen Marquath. Él ahora se llamaba Álex Maxwell, eso sí que era sentido del humor. Había renunciado a sí mismo; de hecho, ahora regentaba un bar de copas que poco o nada tenía que ver con él, pero había mantenido sus iniciales: AM. Un punto irónico para todo aquel desastre.

Que hubiera conseguido aquello debido a sus habilidades no significaba que quisiera tener nada que ver con Tribec o todo lo demás, pensó el brujo, aunque pronto fue interrumpido. La voz de la joven le hizo girar bruscamente la cabeza. Hubiera conocido esa voz en cualquier parte del mundo.

—Ruth —modularon sus labios, sin que pudiera evitarlo.

* * *

«Menudo muermo…», pensó Ruth Derfain, por enésima vez desde que habían llegado.

Pero claro, Carey se había empeñado en ir a aquel absurdo chiringuito a tomar algo. Ruth, personalmente, hubiese preferido irse al hotel a dormir para poder salir de turismo al día siguiente con tranquilidad mientras Marianne y su otra amiga dormían la mona. No era un pensamiento lógico, considerando que eran amigas y, además, brujas. Pero Marianne se había empeñado en irse unos días de Sídney para celebrar que Ruth acababa de graduarse en Enfermería y antes de que comenzase su trabajo en el Sídney Hospital. No era algo que hubiese buscado, simplemente… llegó. Y por fin sentía que realmente tenía su libertad al alcance de la mano.

Distraídamente, la joven tomó su bebida sin alcohol –no había vuelto a beber prácticamente desde hacía tres años– y se apoyó en la barra; mientras comprobaba por el rabillo del ojo cómo Carey, con su cabello a lo Bob de color oscuro y sus ojos azul marino, se comía con la mirada a dos chicos de aspecto latino que bailaban unos metros más allá.

Marianne, que tenía tres años más que ellas, miraba a su alrededor con calma. Ruth sonrió para sus adentros a la vez que daba un sorbo. Era Hija de Marte, pero nadie lo habría jurado. Y, además, nadie quería que le recordasen su historia.

—Oye, Ruth… —susurró en su oído en ese instante—, voy un momento al baño.

—De acuerdo —respondió la rubia, sintiendo un cosquilleo mientras se alejaba.

Porque solo ella sabía que se llamaba Ruth. Para el resto del mundo, era Rose Denver.

De repente, fue como si el mundo dejase de girar. Porque un centímetro a la izquierda de la nuca congoleña de Marianne, había aparecido otra visión. Aterradora y magnífica a la vez.

Había cambiado en aquellos tres años, desde luego, al igual que ella. Rápidamente y aprovechando que Carey ya había partido en pos de su próxima conquista, la joven bruja se escabulló por detrás de la barra y salió a la playa, sin perder de vista en ningún momento el lugar donde estaba él.

Sus barreras mentales, entrenadas desde que se separaron a fuerza de voluntad y lágrimas, se alzaron de inmediato mientras Ruth se alejaba hacia el bosque más cercano. Desde allí, sabía que tenía la vista perfecta sin ser detectada.

«De todas formas, lo mismo ha bebido ya varias copas y no me vería ni pasando a cámara lenta frente a él», pensó con cierta ironía.

Pero ese no era el plan. No llevaba dos años buscándolo para acabar así.

Había pensado en él todos los días desde que supo la verdad y, a partir de ese momento, se dedicó a buscarlo. Pero era como si se lo hubiese tragado el maldito planeta; el cual, para colmo, era inmenso.

Pero… ¿encontrarlo en Australia? No podía ser. No en el lugar que ella había escogido –o no, según se viese–, como refugio para lamerse las heridas y rehacer su vida.

El plan surgió como un cohete en su cabeza. Esperaría a que se quedase solo y, después, lo abordaría como pudiese. Necesitaba hablar con él, aunque solo fuese para decirle cuánto lo sentía. Después, si no quería verla más, se quedaría destrozada; pero, a veces, pensaba que era lo que merecía por lo mal que lo había tratado.

Mientras esperaba, mandó un mensaje desde su pequeño móvil a Marianne, avisando de que se había encontrado a alguien y volvería tarde al hotel. No le dio más explicaciones y sabía que, a la mañana siguiente, le podría caer la bronca del siglo. Desde que llegó Ruth a su regazo, como quien dice, Marianne había sido sobreprotectora con ella … y con razón. Pero aquella oportunidad no iba a dejarla pasar.

Cuando vio que se alejaba, Ruth no pudo creer en su suerte.

«Otro espíritu solitario, como yo», pensó sin poder reprimir la ternura.

Por suerte, no podía escucharla. Mientras caminaba por la linde de los árboles hacia su posición, la joven pensó que oiría antes su corazón que sus pasos de lo desbocado que latía.

«Respira, Ruth».

Le temblaban las piernas, la garganta se le cerraba cada dos por tres y las manos le sudaban. Tiritó por la brisa marina y por el miedo a su mirada, a su reacción… A todo. Por una milésima de segundo, pensó en darse la vuelta e irse, perdiéndolo definitivamente. Pero algo se impuso en su cabeza. «No, debes hacerlo».

Por ello, lentamente, se aproximó hasta estar a dos metros de su espalda y entonces murmuró, casi sin pensarlo:

—¿Hay sitio para alguien más? —cuando sus ojos la enfocaron y sus labios pronunciaron su nombre, Ruth creyó que se desmayaría. Sin embargo, fue capaz de mantener la entereza y mostrar una ligera sonrisa que esperaba fuese el comienzo de la disculpa que llevaba preparando dos años—. Hola, Akhen.

* * *

Sabía que sus ojos no lo engañaban, porque aquella joven de cabello dorado y dulces ojos azules era la misma que tres años atrás había creído que lo único que buscaba, él en ella, era un puñado de oro. Llevaba el cabello más largo, recogido en una favorecedora coleta y lo observaba. Por toda respuesta, el Hijo de Mercurio le dio una profunda calada a su cigarrillo y la observó a través del humo. Por él como si se marchaba por donde había venido, sería mucho más fácil para ambos.

Volvió a dejarse atontar con el espectáculo marítimo por un segundo, pensando en hacer como si ella no hubiera aparecido a su lado, como si aún estuviera completamente solo, e hizo un gesto esquivo, que podría significar cualquier cosa. La Tierra era un lugar mucho menos estricto que de donde ellos venían. Ella podía hacer lo que le viniese en gana, lo mismo que él.

La chica vestía unos pantalones cortos que mostraban sus bonitas y torneadas piernas, unas zapatillas deportivas claras y una camiseta de tirantes que quedaba perfecta con su tono de piel. Akhen se odió por fijarse en todos aquellos detalles y estar a punto de recordar lo que había acariciado bajo la ropa y optó por mostrarse tan taciturno como hacía unos momentos, con la mirada de nuevo prendida en el mar.

—Aquí todos me llaman Alex —le explicó, con un tono de voz tan frío como el hielo.

No parecía él, o al menos el que fue hace tres años, pero las cosas no eran como fueron. Además, no quería que ella rompiera sus protecciones de nuevo, no quería que volviera a hacerle daño. Muchas veces, en el pasado, se había martirizado pensando cómo ella no le había dado la oportunidad de explicarse; aunque, bien pensado, si hubiera confiado en él ni siquiera necesitaría su promesa de que poco o nada tenía que ver con el asunto de la recompensa. Por un tiempo se preguntó si aquello que ambos parecían sentir había sido algo exclusivamente suyo y que ella nunca había estado tan implicada.

«Paparruchas».

No es que fuera un fumador empedernido, pero necesitaba estar ocupado en algo, así que se guardó de nuevo el encendedor con el que había estado jugueteando, sacó un nuevo cigarrillo del paquete y lo encendió con el que estaba a punto de terminarse. Parecía tranquilo, incluso relajado, y se las había apañado para que ella fuera incapaz de descubrir una grieta, por pequeña que fuera en su compostura. Ni siquiera la afilada intuición de la joven Derfain podría penetrar en él, en parte porque realmente no sentía nada, solo una ira contenida que apenas quemaba ya.

—¿Qué quieres de mí, Ruth? —se volvió a mirarla y aplastó la colilla consumida a un lado—. No tengo demasiado tiempo y eres la última persona a la que me apetece ver, la verdad.

La idea empezó a formarse en su mente antes de que pudiera detenerla. Sonrió para sus adentros y reflexionó al respecto. Sí, era la mejor manera de ahuyentarla; y estaba seguro que no sería tan persistente después de escuchar aquello. Aunque primero oiría lo que tenía que decir: sentía una malsana curiosidad por saber que había hecho la mujer que tres años atrás lo había alejado de su lado como si fuera un perro. Quizás solo se encontrase en la Tierra en algún tipo de misión, porque no se le ocurría qué podría haber ido a hacer la princesa de Ávalon a un lugar como aquel si realmente no hubiera una buena razón. No perdía nada escuchándola, tal vez un poco de tiempo, pero no tenía nada que hacer hasta dentro de unas horas.

* * *

«Conque Alex…», pensó Ruth en cuanto respondió de nuevo, tratando de evitar a costa que viese el dolor reflejado en su rostro.

Aquella frase, la entonación, había sido como un puñal de hielo en su corazón. Una sensación que ni siquiera el sol naciente podía mitigar. La joven se mordió el labio y se obligó a seguir mirándolo mientras contenía un suspiro.

«¿Qué esperabas? ¿Que con verte aparecer cayese de nuevo a tus pies? Serás estúpida», se recriminó mentalmente.

Era evidente que seguía enfadado por aquello y, en parte, tenía razón. La cuestión era si le dejaría explicarse. Ella no lo había hecho.

—A este paso no llegas a mañana —bromeó cuando encendió el segundo cigarrillo.

En aquel mundo, no era una novedad que el tabaco provocaba graves enfermedades. Y siendo una enfermera de pleno derecho, era algo con lo que ella estaba familiarizada. Sin embargo, supo que no apreció la broma cuando le espetó su siguiente frase y la joven apretó los puños, conteniendo una súbita rabia provocada por el dolor del rechazo implícito en aquellas palabras.

—No sabía que también vivías en Australia, la verdad —quiso imitar su tono duro, pero solo le salió una ligera burla—. Mis amigas querían venir al chiringuito y yo…

La sonrisa irónica se borró de su rostro como por ensalmo.

«Yo, ¿qué?»

¿Debería decirle que quería disculparse con él? No parecía especialmente receptivo; pero bueno, tampoco perdía nada. Era lo que quería hacer.

«Lo haces y te vas, Ruth, así de sencillo. Ya no hay nada entre él y tú».

—En realidad, hace tiempo que te debo una disculpa. Pero si no quieres escucharme lo entenderé perfectamente.


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