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#FanficThursday: Promesas, lealtad y tentación – Capítulo 6 (One Piece)

La mejor medicina (Wano-Egghead I)

ZoNami | Shipping Wiki | Fandom

Levantarse temprano nunca había supuesto un problema para Zoro Roronoa. Sin embargo, aquel día le costó más de lo habitual moverse y seguía encontrando excusas para no hacerlo, como que las magulladuras que todavía tenía en el cuerpo le provocaban molestias. Gruñendo e incómodo a causa de las vendas, como de costumbre, el guerrero salió despacio de su litera, cogió sus botas con una mano y sus espadas con la otra, envolviendo estas últimas en su túnica verde favorita como si fueran un hatillo. Después, se deslizó fuera del dormitorio sin hacer ruido.

En el exterior lo saludó la esperada calma de un amanecer en alta mar. La brisa soplaba suavemente mientras el sol comenzaba a hacer brillar las olas bajo sus rayos, tiñendo el agua de mil tonalidades distintas. Pero Zoro solo prestó atención al espectáculo durante su trayecto, primero hasta la cocina para robar una botella de agua de la nevera y después hasta el puesto de vigía del mástil de popa, donde se encontraba su santuario particular.

Nada más entrar por la trampilla y deslizarse al interior del gimnasio, encontró la calma de la que siempre disfrutaba como un pequeño placer personal. No obstante, al ir a coger la primera pesa, notó que la venda del brazo se empezaba a caer. Quisiera o no, la necesitaba, puesto que las heridas debajo todavía no habían cicatrizado del todo. Con un suspiro, se sentó en el suelo e intentó colocársela, pero tuvo poco éxito.

—¿Necesitas ayuda?

Zoro se giró como un resorte. En honor a la verdad, no esperaba que nadie lo interrumpiera a esas horas ni en ese lugar, pero se relajó al mismo tiempo que se le aceleraba el pulso al ver cómo Nami se asomaba por la trampilla de acceso al gimnasio.

—Eh —saludó, escueto, sin mostrar nada del torbellino que sacudía su interior en ese momento—. ¿Qué haces aquí arriba?

Nami sonrió con algo que parecía cierta suficiencia.

—Buenos días también para ti —lo retó, haciendo que él resoplara por lo bajo sin responder. Nami tampoco debía esperarlo, porque prosiguió mientras se sentaba en el borde del estrecho acceso, con las piernas aún colgando sobre la escalerilla—. Te he visto subir y he venido detrás. Y, bueno, ya sé que este sitio solo lo usas… ¿cómo era? “Tú de toda la tripulación” —pareció ironizar, haciendo recordar sin esfuerzo a Zoro el momento en que él también le había dicho eso antes de llegar a Dressrosa; en una situación que se juraban repetidamente que no volvería a ocurrir y que nunca cumplían—. Pero este cuerpo no se mantiene solo, así que…

Zoro frunció los labios, sin poder evitar que un pensamiento muy poco decente cruzase por su mente ante aquel comentario. El joven apretó las muelas para que su rostro no denotara ni una pizca de lo que pensaba.

—Bueno, yo no suelo tener problema en que alguien suba aquí si quiere. Las zonas del barco son de todos —apuntó, fingiendo indiferencia y devolviéndole la pulla con intención—. Así que tú a tu ritmo, mientras no me incordies.

Nami pareció molestarse ligeramente por su respuesta, porque entrecerró los ojos y arrugó el gesto, pero no replicó. Sin embargo, en cuanto cerró tras de sí y cuando el guerrero ya le había vuelto a dar la espalda, se aproximó en silencio e hizo algo que él no esperaba: ignorando su ligero sobresalto, tomó su brazo con dulzura mientras sostenía la venda contra la piel. Él no pudo evitar sentir una ola de calidez recorriendo todo su cuerpo en cuanto notó el roce de sus dedos, pero procuró controlarse y mantener la expresión serena mientras ella lo ayudaba a colocar la fina banda de algodón en su sitio.

—Anda, trae —dijo ella entonces, antes de anudar expertamente la venda mientras él la sujetaba con la mano contraria—. No tienes que hacerte el duro delante de mí —le recordó, señalando su obra con las manos y una expresión satisfecha—. ¿Ves? Mucho más fácil.

Zoro tragó saliva, obligándose a mantener una expresión neutra.

—Gracias —consiguió decir con educación.

Nami ladeó la cabeza y se encogió de hombros, sonriente.

—No es nada —repuso, como si de verdad le quitase importancia.

Él sacudió la cabeza.

—Aun así, también sé lo que pasa últimamente si tú y yo estamos muy cerca —advirtió.

Nami se rio suavemente, apartándose apenas para quedarse sentada a su lado.

—Me halaga ver que todavía despierto tu interés, pero tendrá que ser en otra ocasión. No voy a aprovecharme de un hombre herido.

Zoro contuvo el impulso infantil de hacer un puchero ante su aparente negativa.

—Siempre saliéndote con la tuya —replicó, sin poder reprimir del todo cierta amargura que se filtraba en su voz.

Nami le guiñó un ojo, sin darse por aludida, y se levantó.

—Lo bueno se hace esperar, dicen —se excusó, sin dejar de sonreír y alejándose hacia el otro extremo del gimnasio.

Zoro la observó irse con sentimientos encontrados, pero finalmente decidió tratar de ignorar por todos los medios ese estremecimiento que ascendía por su espalda solo con ver sus caderas moverse al andar. Con un gruñido, se tumbó de espaldas, tomó las mancuernas con ambas manos y empezó a mover los brazos para entrenar pecho, un ejercicio que parecía demandar menos esfuerzo que los demás en sus circunstancias.

Mientras tanto, no perdía de vista a una Nami dedicada a hacer estiramientos que a él jamás se le habrían pasado por la cabeza. En su mente de espadachín que había estudiado con una mujer, su concepción era que ambos sexos hacían los mismos ejercicios. Pero lo que entreveía hacer a Nami iba más allá de cualquier cosa que se hubiese imaginado, fortaleciendo músculos que él no sabía ni que existían.

Por otra parte, ver cómo se tensaban sus fibras bajo la piel y escucharla jadear de esfuerzo no ayudaba en exceso a mantener el control sobre sus propios impulsos internos. Zoro casi gimió de desesperación cuando notó que alguien más en su cuerpo empezaba a «despertarse ante el espectáculo».

Para bien o para mal, la excitación solo duró hasta que la vio hacer algo que sí reconoció y su sabiduría sobre el ejercicio físico tomó el control por completo. Nami estaba intentando hacer flexiones, pero algo disparó todas las alarmas de Zoro al ver su forma de bajar al suelo. Si hubiese estado en plena forma, habría saltado de inmediato para frenarla al ver aquella técnica. De cualquier forma, como primera reacción instintiva, dejó las pesas y se incorporó con cierto esfuerzo, extendiendo una mano en su dirección.

—Nami, espera…

La joven lo miró y se irguió hasta estar de rodillas, intrigada.

—¿Qué pasa, Zoro?

Él se levantó despacio, apretando los dientes al notar todavía las secuelas de sus peleas en Onigashima azotando su cuerpo, y se acercó caminando hasta donde estaba ella.

—No deberías hacer flexiones así —le recomendó, recuperando el aliento y aprovechando para beber un trago de agua durante el proceso— o acabarás haciéndote daño en la espalda.

Para su ligera irritación, la orgullosa navegante alzó la barbilla y se cruzó de brazos con gesto contrariado.

—Mira por dónde, tenemos un listillo en la tripulación —replicó, sarcástica.

Zoro apretó los dientes, molesto.

—¿Quieres hacerte daño? Por mí, adelante —rechinó en el mismo tono—, pero no que yo te vea.

Nami pareció desafiarlo con la mirada durante unos segundos, sin moverse, pero al final claudicó con un bufido sin relajar el ceño.

—Está bien. ¿Qué sugieres?

Zoro inspiró por la nariz, conteniendo sin esfuerzo las ganas de mandarla a paseo al escuchar su tono aún soberbio. Después, se arrodilló a su lado sin prisa.

—Colócate en posición —le ordenó, sin más.

Como debió suponer, Nami alzó una ceja.

—¿Cómo dices? —preguntó, muy despacio—. ¿Quién te crees que eres para darme órdenes aquí arriba?

Zoro inhaló lentamente, masajeando el puente de la nariz con dos dedos.

—Colócate para hacer una flexión y deja que vea bien qué es lo que hay que corregir —se enmendó, con calma. 

Mal que le pesara, salvo en temas de navegación, Nami tenía razón, pero le pudo su lado más acostumbrado a la disciplina.

—¿Te importa?

Nami todavía pareció pensárselo unos segundos con los labios apretados, mirándolo con suspicacia. Al final cedió y se situó sobre la esterilla como le había pedido él. Por respeto, Zoro al principio se limitó a darle indicaciones verbales, pero cuando sus manos rozaron la cintura de Nami para corregir su postura, notó cómo ella se estremecía ligeramente.

—¿Estás bien? —preguntó, nervioso a su vez, al percibir el leve rubor en las mejillas de su compañera.

Ella asintió, apartando el rostro como si intentara ocultar su turbación.

—Es solo que… —musitó, avergonzada—. Me gusta mucho cuando me tocas así.

Fuera de su campo de visión, Zoro suspiró antes de retirarse con suavidad, con el pulso a mil por hora. Alertada, Nami reaccionó enseguida y sujetó su muñeca sin violencia.

—¡Oye, espera…! —protestó, girándose hacia él.

Zoro contuvo otro suspiro con esfuerzo, consciente como había apuntado hacía un rato del peligro que suponía que ellos dos se acercaran demasiado, aunque no se liberó enseguida de su delicado agarre.

—Nami… —protestó—. No deberíamos estar haciendo esto y lo sabes.

Ella sacudió la cabeza con aire pensativo.

—Bueno, solo me estás ayudando a entrenar. No creo que tenga nada de malo —expuso entonces con calma.

Zoro enarcó una ceja y soltó una risita cáustica.

—No me intentes engañar, sabes de sobra de qué hablo —dijo.

Nami lo soltó en ese instante y se cruzó de brazos, el rostro serio, pero con un brillo divertido en la mirada.

—Que yo sepa nunca ha habido ninguna norma que prohibiera las relaciones entre los miembros de la tripulación, ni antes ni después de esos dos años de separación —arguyó, como si se tratara de un hecho irrefutable.

Zoro la observó con cierto cansancio y una pizca de alegría, de todas formas, al escuchar su convencimiento en algo que los dos siempre habían considerado un silencioso tabú entre camaradas.

—¿Y si Luffy se entera? —preguntó Zoro.

Nami se encogió de hombros.

—No creo que le importase demasiado. Además, no es el más espabilado para estos temas —ironizó con una sonrisa.

El guerrero resopló con suavidad y meneó la cabeza, al tiempo que una mueca de rendición mordaz asomaba a sus labios.

—¿Por qué cada vez que prometemos no hacerlo más fallamos tan estrepitosamente?

Nami lo miró, en apariencia con el mismo sentimiento y un punto de afecto que estuvieron a punto de derribar del todo los muros que rodeaban el corazón del guerrero.

—Bueno. Todavía no hemos hecho nada y no tiene por qué pasar nada… —apuntó, sin perder la sonrisa.

Por supuesto, Zoro alzó una ceja escéptica al oírlo.

—¿Lo dices por hoy o por el último mes y medio? —se burló sin maldad—. Además, ¿no decías que no ibas a aprovecharte de un hombre herido?

Nami torció el morro.

—Eres un aguafiestas —declaró.

Zoro se rio por lo bajo, encantado en secreto por aquel juego verbal y sin saber si quería que pasase a mayores o no.

—Sabía que dirías eso —repuso, no obstante—, pero significa que tengo razón.

Nami alzó la nariz con esa altivez que Zoro ya conocía lo suficiente para saber que ocultaba su inseguridad cuando se encontraba en situaciones que la ponían nerviosa.

—Hum, como quieras, pero que sepas que no estoy buscando nada más que entrenamiento esta mañana —decretó la joven, poniendo los brazos en jarras—. Mi figura no se mantiene sola.

Zoro la observó con interés y un punto de ironía.

—Muy bien, entonces hagamos un trato —sugirió, conciliador—. Si estás tan segura de que si te toco no va a pasar nada más entre nosotros esta mañana, vuelve a colocarte como estabas y déjame corregirte lo que sea necesario. Sin quejarte —añadió, cuando vio que ella abría la boca para protestar—. Así veremos quién tiene razón en este asunto.

Tras varios segundos tensos como una cuerda en los que Nami pareció pensárselo con detenimiento, finalmente ella sonrió, ufana.

—Muy bien.

Dicho esto, obedeció sin más pegas y Zoro se arrodilló a su lado, tratando de controlar sus manos para que no le temblaran. Como le había dicho, tener su piel cerca era una señal luminosa de peligro desde hacía tiempo, pero ella parecía serena y el guerrero se esforzó en mantener su autocontrol mientras ejercía de maestro de gimnasio. Así, colocó sus manos con cuidado sobre la espalda de Nami mientras ella se dedicaba a hacer flexiones. Los dedos de Zoro se deslizaban suavemente, apenas rozando la piel de la navegante, consciente de cada músculo tenso bajo sus yemas mientras le daba consejos sin alzar la voz.

Aparte del esfuerzo físico, Nami trataba de mantener su compostura, pero su cuerpo la traicionó apenas unos instantes después: una leve contracción en sus hombros y un temblor apenas perceptible en su respiración le dieron a Zoro la pista de que él tenía razón. Por su parte, el guerrero intentó contener cualquier indicio de lo que sentía, incluso si su pulso acelerado y la tensión en sus manos delataban su propio estado de excitación, aunque quisiera evitarlo. De entrada, no se atrevió a ir más allá de ese contacto superficial, sabiendo lo peligroso que podía resultar para ambos. Sin embargo, al cabo de un minuto escaso, fue el propio Zoro el que retiró sus manos con un bufido y algo más de brusquedad de la que hubiese pretendido.

—No puedo —admitió con pesar, apartándose de Nami.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

Su tono pretendía ser sereno, pero Zoro detectó sin problemas la leve falta de aliento y el brillo delator en sus ojos que indicaban que no estaba tan tranquila como pretendía demostrar. Más inseguro que nunca, el espadachín resopló y apartó el rostro con los ojos cerrados.

—No puedo hacer esto contigo —declaró, nervioso—. Si seguimos así… Tú y yo…

Zoro se interrumpió al detectar movimiento con su Haki de observación innato y abrió el ojo bueno para enfocar a una Nami que se había sentado muy cerca de él esta vez.

—Vaya, no soy solo yo, por lo que parece —susurró ella, con solo media sonrisa, a caballo entre el triunfo y el deseo.

Zoro abrió la boca, pero no consiguió que le salieran las palabras antes de que ella se lanzase a besarlo con una energía que hubiera dinamitado un barco de la Marina.

—Hagámoslo otra vez.

Zoro se quedó rígido al principio, con sus dos mitades luchando con ferocidad. La más racional le pedía a gritos que pusiera fin a la situación de raíz y no cayera en la tentación, mientras que aquella que solo soñaba con oír gemir a Nami más allá de toda decencia suplicaba seguir hasta el final. Tras unos segundos de lucha, la segunda parte ganó sin oposición y Zoro se dejó llevar por el siguiente beso de la pelirroja, sintiendo cómo la pasión y el deseo nublaban su juicio mientras uno de sus brazos atraía a Nami hacia él sin miramientos. Aunque no lo admitiera abiertamente, la parte menos estricta de su ser adoraba jugar con el peligro de aquella manera. En parte, el riesgo de que los descubrieran constituía un acicate para su libido como jamás hubiese imaginado.

Cuando la joven se retiró  sin violencia y comenzó a quitarse las cortas mallas delante de él, sin romper el contacto visual en ningún momento, Zoro pensó que algo en él iba a explotar de deseo con cada gesto de ella, pero no se movió. Como hipnotizado, el guerrero dejó entonces que una Nami semidesnuda le bajara los pantalones y los calzoncillos muy sensualmente, justo antes de subirse a horcajadas sobre él y echarle los brazos al cuello. 

Excitado como pocas veces en su vida, las manos de Zoro recorrieron las curvas de Nami con ternura, reconociendo cada recodo y cada pequeño temblor de ella bajo su tacto. El deseo era evidente entre ellos solo con mirarse y notar sus pieles muy cerca una de la otra. Tratando de no pensar en la ligera timidez que le generaba estar del todo desnudo frente a ella, a plena luz del día –algo que nunca había pasado antes entre ellos–, Zoro trató por enésima vez de contener sus impulsos por todos los medios, pero falló estrepitosamente.

Cuando sus cuerpos se unieron por fin, el joven trató de no gemir muy alto y se concentró en cada movimiento y cada contacto con Nami. El guerrero trataba de reprimir sin éxito la marea de emociones que amenazaba con desbordarlo y procuraba, de cualquier manera, gemir en un volumen moderado. Mientras ella se movía arriba y abajo, él sujetó su cintura con delicadeza y acompañó su balanceo, perdiéndose en sus ojos castaños. Nadie podía negar que Nami era una mujer preciosa, por fuera y también por dentro, cuando dejaba entrever algo más de su verdadera personalidad. Pero Zoro en aquel momento solo era capaz de pensar en la salvaje belleza que parecía tener entre sus brazos: las mejillas sonrojadas, los labios entreabiertos y la coleta a medio deshacer mientras jadeaba, gemía y susurraba su nombre con dulzura.

Cuando finalmente terminaron, antes de lo que a Zoro le hubiese gustado, se quedaron sentados el uno encima del otro: jadeando acompasados con las frentes juntas. Cuando recuperó la lucidez suficiente como para hablar, Zoro miró a Nami con cariño y un punto de ironía.

—Eres una manipuladora de manual, ¿lo sabías? —bromeó, intentando romper la tensión con una sonrisa.

—Y sé que a ti te encanta —respondió ella con un destello travieso en la mirada.

Zoro rio por lo bajo y empujó su barbilla con la nariz, mimoso. En ese instante, el espadachín estuvo más tentado que nunca de decir algo que hubiese sido la mayor torpeza del mundo entre ellos. Tenía algo en el pecho que le pedía gritarlo a los cuatro vientos, aunque solo fuera después de aquel momento de encuentro íntimo en calma en medio del mar, pero su cabeza desterró de inmediato cualquier posibilidad. Además, en ese instante se oyó la voz de Luffy a lo lejos llamándolos a ambos. 

Como si fuera un movimiento sincronizado, se irguieron con rapidez, pero no se separaron sin mirarse por un breve instante, antes de reírse por lo bajo.

—Anda, vete a la cubierta antes de que Luffy se ponga pesado buscándote —bromeó él, a lo que ella correspondió con una mueca burlona.

—Mira que eres borde —susurró, sin rastro de enfado.

La sonrisa de él se hizo más lobuna.

—Y también sé que te encanta —respondió.

Nami arrugó la nariz, fingiendo una molestia que estaba claro que no sentía, antes de levantarse y colocarse la ropa con fluidez. Zoro, por su parte, se vistió a la vez que ella. Sin embargo, aún se quedó sentado unos instantes después de que Nami desapareciese por la trampilla, mirando al cielo azul al otro lado de las ventanas de aquel puesto de vigía. Para su sorpresa, se sentía más en paz que en mucho tiempo con respecto a su extraña relación con Nami.

Entre ellos no había espacio para los celos ni para los compromisos, solo una conexión intensa y cargada de complicidad entre dos almas errantes en el mar. Su intimidad juntos era lo que era, sin más vuelta de hoja y sin romanticismos estúpidos. Se querían casi como si fuesen hermanos, sí. Pero él no buscaba enamorarse y Nami era capaz de cualquier cosa por sus intereses, así que era mejor así. 

Con ese reconfortante pensamiento, el guerrero se dedicó a continuar su sesión de ejercicio sin poder evitar que una sonrisa de felicidad iluminara su rostro hasta que terminó y se encaminó hacia la cubierta. Empezaba una nueva etapa de su viaje… y Zoro Roronoa no podía pedir mejor compañía que la que tenía para seguir adelante.

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