Chapter 39 — El esperado momento (I) (Cars 3)

El centro de reproducción de Cadillac Cove, California, situado a menos de una hora de Los Ángeles, como Sally había dicho era todo y más de lo que Rayo y ella podían haber soñado jamás. Unos meses atrás, cuando el corredor lo había visitado por primera vez, con los nervios a flor de carrocería, este jamás imaginó que apenas dos horas de agradable conversación sobre su futura hija pudiera despertar semejante nerviosismo en sus circuitos.
Porque, por fin, había llegado el día.
—¿Cuánto falta? —preguntó, por enésima vez, a una Sally que parecía bastante más serena que él y ahora permanecía mirando hacia el mar, asomada al enorme ventanal.
La mujer Porsche, por su parte, tras escucharlo solo soltó una risita cariñosa, antes de girarse haca él.
—Ten paciencia, Pegatinas —le recomendó, sin acritud—. Después de tantas semanas, ¿ahora vas a ponerte nervioso?
Él hizo una mueca burlona en respuesta.
—Cielo. Lo preguntas como si no llevara tres meses igual que una moto atada a una farola…
Sally se rio con más ganas.
—Lo sé, lo sé —aseguró, conciliadora. Antes de suspirar y, para sorpresa de su marido, confesar—. Lo cierto es que yo también estoy un poco inquieta…
—¡Vamos! ¿Inquieta? ¿Tú? —se chanceó entonces Rayo, sin maldad, haciendo que ella enarcara un parabrisas en su dirección, siguiendo su humor—. Pues, ¿qué quieres que te diga? Lo disimulas a la perfección…
Sally soltó una nueva risita, ya a todas luces nerviosa, antes de acercarse a él y apoyar el morro sobre su guardabarros izquierdo, azul claro contra azul oscuro.
—Estoy deseando que llegue, Rayo…
—Sí… Yo también —reconoció él, amoroso—. Ojalá…
En ese instante, un sonido de una puerta abriéndose interrumpió de golpe lo que fuera que iba a decir; alzando ambos de inmediato la mirada en aquella dirección, con el motor en una rueda.
—¿Señores McQueen-Carrera? —pronunció entonces un coche pequeñito y pintado de blanco y rojo.
Al ver a la enfermera y oír aquello, la pareja avanzó como un solo hacia ella, reconociendo la llamada con sencillez.
—¿Está ya todo listo? —preguntó Rayo, sin poder contenerse.
La enfermera, conocedora sin esfuerzo de cuáles eran sus sentimientos, al haberlos visto durante años en miles de coches, sonrió con cordialidad y asintió.
—La niña está en su incubadora y tardará aún unas horas en despertar, si todo va como está previsto. Pero pueden entrar ya a verla, sin ningún problema, si quieren.
Inspirando hondo, Sally y Rayo intercambiaron una mirada cómplice que lo decía todo; antes de aceptar la amable invitación de la enfermera y, a una velocidad mucho más lenta de lo acostumbrado para cualquiera de los dos, adentrarse con reverencia en el dormitorio indicado.
La estancia, en general, era bastante anodina. El suelo era de linóleo claro, mientras que las paredes alternaban muros pintados, de una tonalidad verde azulada pálida, con paneles y muebles de madera barnizada de arce. En el centro de la estancia, una gran máquina blanca sobresalía directamente de la pared, ocupando casi la mitad de la misma a lo alto y a lo ancho. De su centro, a ras de suelo, sobresalía una sencilla cápsula de más o menos un metro cúbico de volumen. Y, a pesar de estar aún cerrada con una campana de PVC transparente, ninguno de los dos miembros del matrimonio pudo reprimir un jadeo emocionado al contemplar la figura acurrucada en su interior.
A pesar de ser aún una niña –y de que les habían explicado que las formas definitivas se irían definiendo a medida que creciera; contando con que, en aquel centro, además, utilizaban los mejores materiales existentes en el mundo para asegurar que el desarrollo hasta la madurez se diera de forma óptima, con flexibilidad–, Rayo fue el primero en emocionarse al observar que el morro de la pequeña ya parecía apuntar a ser como el de él. Tal y como habían pedido. Por otro lado, la parte trasera era más redondeada, similar a la de Sally. Estilizada, baja y alargada. Así era su pequeña. Perfecta a los ojos de sus padres como si no hubiera nada más maravilloso en el mundo.
En honor a la verdad, al inicio era cierto que los ingenieros habían propuesto, sobre todo a Sally, producir un modelo de Porsche Carrera como los que se cotizaban en los últimos tiempos. Sin embargo, tanto ella como Rayo se habían negado en redondo. Ambos querían dejar atrás el pasado y, para Sally en particular, el apellido familiar hacía tiempo que significaba bien poco. Querían algo que fuera suyo, único e irrepetible. Querían una hija a su imagen y semejanza. Y, visto lo visto, lo acababan de conseguir.
—Toc, toc… —sonó entonces una voz femenina y queda en la puerta.
Como si fueran uno solo, aquella llamada provocó que ambos se giraran para ver quién era la recién llegada; pero, acto seguido, el rostro de Rayo se iluminó con una sonrisa aún más amplia, esta vez de bienvenida.
—¡Cruz! —susurró, acercándose a la corredora. Con camaradería, entrenador y pupila chocaron una rueda amistosa, antes de que Sally se aproximara y recibiera a la joven Chevrolet con un asentimiento y una sonrisa—. ¡Qué bien que hayas podido llegar tan pronto! ¿Te ha puesto Tex muchos problemas para venir?
—No, ¡qué va! —aseguró ella en el mismo tono, quitándole importancia con una rueda—. Estoy aún de “vacaciones” y los tres lo sabemos. Además —sonrió, maliciosa—, no lo confesará en alto, pero creo que hasta él mismo estaría deseando venir a daros la enhorabuena en persona. Aunque, ya sabes —puso los ojos en blanco—. Millonarios…
Rayo siguió la broma con una risita, sabiendo a qué se refería.
—Ya habrá tiempo de hacer las presentaciones de rigor, estoy seguro —le confirmó.
Cruz asintió, antes de que sus ojos se preñaran de un peculiar brillo de anticipación.
—Bueno, y… ¿dónde está la peque?
—Aún no se ha despertado, pero nos han dicho que lo hará en unas horas —la informó Rayo, conteniendo a duras penas una tierna sonrisa ante la espontaneidad de su alumna; todo mientras ambos se unían a una Sally que enseguida había vuelto a “montar guardia” junto a la cápsula. Su expresión era serena, pero Rayo intuía que estaba tan nerviosa como él—. Aquí la tienes.
Tanto los ojos como la boca de Cruz se abrieron de par en par, ya sin camuflar su emoción.
—Pero, ¡qué cosita más mona! —acto seguido, se giró hacia los padres primerizos, cuyas miradas casi reflejaban la misma excitación que la de ella—. Y, ¿habéis decidido ya cómo se va a llamar?
Sin embargo, justo cuando Sally abría la boca para responder, una voz que nadie esperaba escuchar –sobre todo el matrimonio– resonó tras sus maleteros con la dureza de un latigazo.
—Espero que, al menos, mantengan la tradición familiar…
Y, cuando los tres se giraron, tanto Cruz como Rayo jurarían que jamás habían escuchado semejante acidez en la voz de Sally como la que surgió con sus siguientes cuatro palabras:
—¿Qué haces tú aquí?
Un silencio espeso se instauró entre los cuatro presentes durante casi cinco segundos. Sarah Carrera, la madre de Sally, no se movió en ningún momento del umbral de la puerta de la sala, observándolos con un desprecio que no se molestaba en ocultar.
—Veo que hasta los modales has perdido en estos años, querida —comentó entonces con su particular acento alemán, adentrándose menos de un metro, pero sin dejar a un lado la altivez.
—¿Qué haces aquí, Sarah? —repitió Rayo, como si no la hubiera escuchado.
La mujer Porsche más mayor apenas le dirigió una mirada cargada de disgusto antes de girarse de nuevo hacia su hija.
—Vengo a ver a mi nieta, Sally.
La Porsche más joven apretó los labios, sin estar segura de quién le habría dado el chivatazo. Claro que tampoco era la primera vez que pasaba algo así… Sin embargo, no fue ella la que respondió a aquello, sino un Rayo que no parecía dispuesto a dar cuartel a su suegra.
—Uy, pues quizá no es lo que esperas…
El coche más mayor hizo el mismo gesto que si hubiese bebido aceite rancio, pero ignoró con evidente esfuerzo la pulla del corredor sin dejar de mirar a su hija.
—¿Tenemos que discutir en público? —le preguntó, monocorde.
—Eh… Creo que yo mejor os dejo solos —manifestó entonces Cruz, cohibida—. Rayo, yo…
—No, Cruz —negó él con una extraña firmeza, algo que la joven corredora apenas había visto en él fuera de la pista de entrenamiento—. Tú no tienes por qué irte. Eres más de la familia que esta mujer que lleva intentando apartarme de Sally desde que me conoció.
Pinchada en lo más hondo, ahí sí que Sarah Carrera se giró y encaró al corredor, ya sin disimular en absoluto cuánto lo aborrecía.
—¡Tú cállate, famosete de pacotilla!
—¿Acaso no es cierto? —contraatacó Rayo, deseando que su suegra se fuese por la puerta y no volviese jamás a cruzarse en su camino.
—¡Basta! ¡Los dos! —intervino entonces una voz femenina que no esperaban y que Rayo, al inicio, no reconoció. Sally.
(Continuará…)