Chapter 23 — Una voz angelical (I) (Cars 2)

Nota de la autora: ¡Bienvenidos a una nueva historia corta dentro de estos one-shots! Sólo avisar que, en este caso, se tratará de una historia de 7 capítulos (sí, habéis leído bien 😉 ) sobre una parte importante del pasado de Rayo. Recordáis «Una cita con el pasado», ¿verdad? Pues ahora le toca al otro lado de la familia… ¡Espero que os guste! ❤
—Bueno, pues… ¡Ya estamos aquí!
Sally alzó el morro en ese instante, en cuanto escuchó la voz de él. La joven observó a su alrededor con curiosidad. Los dos habían tardado casi dos días de viaje romántico en llegar a aquel rincón de Missouri, algo apartado de la civilización… Habían optado por tomárselo con calma, desde luego. Tratando de disfrutar cada minuto y cada segundo de aquel verano que prometía acabar por todo lo alto. Pero Sally, a pesar de todo, al pensar en la razón de aquel viaje aún no sabía cómo sentirse al respecto. Por el rabillo del parabrisas, analizó la expresión de Rayo mientras ambos se aproximaban a lo que parecían las primeras casitas de aquella villa a la orilla de los lagos de Missouri.
—Parece un sitio bastante acogedor —comentó la Porsche, tanteando el terreno—. Y, ¡fíjate qué maravilla de lago! —añadió, adelantándose unos metros para aproximarse a la orilla del agua—. Lo cierto es que casi te envidio por haber crecido en un lugar así…
—Sí… —suspiró Rayo por toda respuesta, en un tono extraño que no pasó desapercibido para su prometida—. Aunque… —añadió, contemplando también el agua— es curioso la cantidad de recuerdos que me vienen a la mente; para serte sincero, no pensaba que tenía tanta memoria de este lugar…
—¿Por qué lo dices, Pegatinas? —preguntó Sally, cauta e interesada al tiempo.
Pero el corredor, como suponía, se limitó a sacudir el morro y mostrar media sonrisa que pretendía ser confiada.
—Bah, nada. Cosas mías, supongo —renegó Rayo, sin violencia, antes de volver a ponerse en cabeza—. Vamos… Hay varios sitios que quiero enseñarte.
Sonrió con aparente buen ánimo, pero Sally lo conocía lo suficiente a aquellas alturas para saber que algo no estaba yendo como debería debajo de su chasis.
—Pegatinas —lo llamó, sabiendo que él no lo soltaría de buenas a primeras—. Oye. ¿Sigues estando seguro de esto?
Tras lo que pareció un segundo de duda y confirmando las sospechas de la joven, Rayo bufó, claudicando.
—¿La verdad, Sally? Creo que… No estaré seguro de esto hasta que no… Ya sabes, lleguemos a nuestro destino de verdad.
Sally asintió con levedad.
—La casa de tu padre… Tu casa —adivinó con suavidad. Su prometido asintió y ella se aproximó para rozarle el guardabarros izquierdo con infinita levedad—. Oye. Pase lo que pase, me tendrás a tu lado, ¿de acuerdo? En fin, sé que tampoco soy el mejor ejemplo de relación paterno-filial —ironizó, para tratar de quitarle hierro al asunto y, como suponía, haciéndole reír por lo bajo—; pero…
—Eres la única persona que pediría a mi lado en un momento como este, Sally —aseguró él—. No te quepa duda.
La joven sonrió, dándole aún más confianza. Acto seguido, el corredor arrancó de nuevo y ambos se adentraron, al cabo de unos metros, entre los primeros y agrestes jardines. El pueblo natal de Rayo, Crystal Brakes, un pueblo antaño famoso por su producción de frenos de calidad y, unas décadas atrás, salpicado por el escándalo de un par de herederos demasiado codiciosos, se encontraba situado en una zona de suaves colinas y amplias vistas junto a uno de los múltiples lagos del río Missouri, en el condado de Ray. El paisaje era tranquilo, sereno y plagado de verdor; muy diferente a Radiador Springs a simple vista, pero con una sensación de quietud impregnando cada esquina que Sally había aprendido a adorar en su nuevo hogar desde hacía más de seis años.
Cuando Rayo había propuesto ir en persona a darle la noticia a su padre, a pesar de que hacía diez años que ni se dirigían la palabra, Sally fue la primera sorprendida; pero, por otra parte, quería creer, al igual que su prometido, que quizá era la hora de intentar enterrar el hacha de guerra. Rayo era el primero que reconocía, en la intimidad y las pocas veces que había abierto la ventana al pasado con Sally, que los años le habían dado otra perspectiva sobre lo sucedido. Si en los primeros años tras irse, el corredor había mantenido la firme idea de que había hecho lo correcto, el nuevo Rayo que había moldeado Radiador Springs admitía, sin grandes alardes, que parte de la culpa podía haber sido suya.
Sin embargo, cuál no fue su sorpresa en aquella cálida tarde de verano cuando, habiendo avanzado apenas doscientos metros por entre las pocas viviendas que salpicaban el paisaje, viendo solo a algunos de sus inquilinos y de pasada, alguien gritara, rompiendo la quietud del momento:
—¡Es Rayo McQueen!
«Estupendo», rezongó Sally para sus adentros, sarcástica, nada más oírlo. «Atención mediática, lo que nos faltaba…»
Sin embargo, su hilo de pensamiento se cortó al escuchar el siguiente grito.
—¿Quién? ¿El chico de León?
—¿Lo dices en serio? ¡Válgame el cielo, no es posible!
—Pero, ¿cuánto hace? ¿Diez años que se fue?
—¡Madre mía! ¡Vamos, vamos!
Así, en un abrir y cerrar de ojos la pareja se vio rodeada de una docena de coches; los cuales habían aparecido casi sin avisar, de entre los escasos edificios y los árboles circundantes, para curiosear sobre los recién llegados. Sin embargo, entre ellos se apreciaban miradas de todo tipo. Los más cercanos, entre emoción y curiosidad genuina por aquel vecino, al parecer, largamente extrañado. Los de más atrás, con cautela y, casi, cierto recelo. Y Sally intuía, si sabía un poco de lo sucedido, a qué podía deberse. Así, pasaron varios segundos de silencio algo incómodos en los que la pareja permaneció inmóvil, mirando a su alrededor con cierta inseguridad y emoción a partes iguales, al menos en lo concerniente a Rayo. Al menos hasta que una Dodge bastante mayor se adelantó y se puso en primera fila, encarando al corredor escarlata a apenas un metro de distancia.
—Madre mía, Rayo. Por todos los… ¿De verdad eres tú? —preguntó, con la voz entrecortada de emoción y sorpresa, todo en uno.
A lo que el aludido, para sorpresa de su prometida, asintió, avanzó apenas unos centímetros en dirección a la mujer y sonrió, respondiendo:
—Sí, soy yo, señora Dart. Me alegro de verla después de tantos años —afirmó, sincero.
Por una décima de segundo, la tensión en el aire pareció poder cortarse con un cuchillo. Sin embargo, de inmediato y para mayor estupor de la Porsche recién llegada, todos los presentes parecieron cambiar su actitud de golpe hacia el corredor. Pasando de un comedido interés a una gran euforia, al tiempo que empezaban a acribillarlo a preguntas casi como una enorme nube de paparazzi, a lo que ambos estaban ya de más de acostumbrados. Sin embargo, en esta ocasión se diría que la situación casi tenía cierto lado tierno. Puesto que, no en vano, la mayoría de aquellos coches eran los que habían visto crecer a Rayo McQueen.
—¡Caray, chico! ¡Cómo has crecido!
—¿Qué haces aquí, pequeño? ¿Se ha acabado ya la temporada?
—¡Diez años y mira lo que ha sido de aquel chavalín flacucho!
—¡Rayo! ¿Cómo se vive en la fama? ¿Te dan mucho la lata?
—¡Bueno, bueno! —antes de que el chico pudiese responder a ni una sola de las preguntas, embriagado de emoción como estaba de aquel recibimiento por parte de sus antiguos vecinos, una voz más potente que cualquiera de las presentes retumbó por encima de los chasis que se agolpaban alrededor de Rayo, haciendo que estos se separaran como por instinto y el silencio volviese a caer casi de golpe sobre todos ellos—. ¿A qué viene tanto alboroto? ¿Se puede saber qué pasa? ¡Ni que fuese día de…!
El pick-up que vociferaba se abrió paso entonces sin esfuerzo hasta estar casi frente a la pareja, callando en un instante al comprobar a quién tenía delante. Tenía un color rojizo apagado, intensos ojos azules y le faltaba la rueda izquierda delantera, estando la mangueta doblada en un ángulo extraño. Sally no pudo evitar tener una fuerte y paralizante intuición sobre quién podía ser aquel coche, más contemplando la incredulidad con la que este observaba a su prometido. La perplejidad se reflejaba en el capó abierto de par en par y, aparte, la joven apreció un oscuro brillo en sus ojos azules que, sin quererlo, reconoció. Había visto ese mismo reflejo un año antes, en una discusión fuerte con Rayo en Los Ángeles; jamás se creería capaz de olvidarlo.
Por ello, a Sally, solo de observarlo, se le pusieron las bujías de punta. Pero lo que apenas pudo evitar fue pegar un pequeño saltito de sorpresa, girándose acto seguido hacia su prometido, cuando escuchó a este musitar, sin apenas emoción en la voz:
—Hola, papá. Cuánto tiempo.
A lo que el pick-up, para sorpresa de todos, solo rechinó algo que sonó a gruñido, se dio la vuelta con violencia y salió disparado por la carretera, en dirección al interior del pueblo. Rayo, tras reponerse de aquella desagradable sorpresa, apenas lo pensó antes de salir detrás de su padre, para perplejidad de todos los vecinos y de la misma Sally.
—Eh. ¡Espera! —clamó Rayo a la espalda del otro coche, con cierta ansiedad y los nervios a flor de chasis. No en vano, había ido a su ciudad natal única y exclusivamente para tratar de pasar aquel trago lo antes posible—. Papá, espérame y frena, ¡por favor!
Del frenazo que dio la pick-up y a pesar de no ir a demasiada velocidad, ninguno de los dos, Rayo tuvo que pisar sus propios frenos a fondo para evitar chocar contra él.
—¿Para qué? —escupió su padre, girándose de inmediato para encararlo—. ¿Para qué un desagradecido como tú me vuelvas a echar en cara todo lo malo que le hice?
Rayo se encogió como por instinto, antes de que su propio orgullo herido hiciese acto de aparición.
—¿Disculpa? ¡Tú tampoco te deshacías en halagos cuando yo vivía aquí! ¿O también lo has olvidado?
Su padre, como primera respuesta, soltó una risa despectiva que dolió a Rayo más de lo que nunca admitiría.
—Claro, es que el gran Rayo McQueen no necesita que nadie le diga lo que hace mal —se mofó el otro, sin aparente piedad—. ¿Verdad?
Rayo tragó aceite, sintiendo sus circuitos arder sin quererlo y, al tiempo, queriendo esconderse en el garaje más cercano para no tener que sufrir la ira de su progenitor.
—¿Quieres saberlo? —rechinó, dolido—. Hubiera preferido que me dijeras, aunque fuera una vez, lo que hacía bien. Pero, ¡no, claro! —se envalentonó, encarando a su padre, ya sin tapujos—. Era preferible echarme la culpa de todo lo malo que sucedía en nuestra familia. ¡Hasta de que mamá se fuera!
Ya estaba. Lo había dicho. Ante aquello, como imaginaba, a Lionel McQueen se le cambió el rostro en un instante. Los segundos pasaron, uno, dos y hasta tres, tensos como la piel de un tambor; hasta que el McQueen más mayor pareció reaccionar, apretó los dientes y masculló, monocorde:
—Este no es tu sitio, chaval. No sé qué has venido a hacer; pero, si es para quedar por encima de todos nosotros con tu fama, tu dinero y ese ego tan enorme que tienes y has tenido siempre, será mejor que te des la vuelta y te largues por dónde has venido.
Rayo reculó sin poder evitarlo, dolido por aquella bofetada de realidad, aunque fuese agua pasada en su mayoría. Sin embargo, antes de que pudiera recuperarse y decir nada más, su padre se giró, levantando una nube de polvo con las ruedas traseras y, en un instante, desapareció de la vista por la carretera semi-asfaltada. Por un momento, Rayo estuvo tentado de seguirlo. Pero algo en su interior le decía que no merecía la pena seguir discutiendo y, por otra parte, el negro efecto de aquel enfrentamiento parecía haber calado hasta en sus cables más profundos. En honor a la verdad, ¿qué argumentos tenía para rebatir a su padre? Estaba claro que había cosas que no cambiarían jamás, por muchos años que pasasen. Y también había recuerdos que eran demasiado dolorosos para ambos y jamás deberían volver a ver la luz.
Al volverse, el corredor observó entonces que todo el pueblo lo contemplaba desde lejos, lo que solo lo puso de peor humor. Sin embargo, acto seguido ocurrió algo que no esperaba. La señora Dart, como si hubiese recibido una muda señal, espantó con bastante genio a los curiosos nada más captar su mirada enfadada. Antes de unirse a Sally, que se había quedado a medio camino entre el grupo y la discusión de Rayo con su padre y, en silencio, aproximarse al corredor. Como si hubiese sido una indicación, Sally la siguió hasta alcanzar también a su prometido. Lo cierto era que la joven, aparte de a su lado, no sabía dónde meterse en aquel momento.
—Vaya, vaya… Quién iba a decir que el pequeño rojo volvería a aparecer por aquí. ¿Cómo estás?