Capítulo 20 — Demasiado tiempo (Cars 2)

«Uff… no puedo creerlo»
Mientras se alejaba de su mejor amigo, Rayo empezó a sentir cómo las juntas le rozaban de forma desagradable. Asimismo, era como si una telaraña se hubiese apoderado de todo su tren delantero; haciendo que cualquier movimiento que no fuese el de las ruedas resultase lento y pastoso. Algo disgustado, se miró las pegatinas de la suerte. Estaban cubiertas de polvo. Y ni loco se presentaría así delante de Sally. No sería la primera vez que lo duchaba por la fuerza…
—¡Rojo! ¡Eh, grandullón! —llamó frente al juzgado, esperando que el tímido coche de bomberos estuviera por ahí. Para su sorpresa, apareció a su espalda, rodeando la estatua de Stanley con su eterna e inocente sonrisa—. Hey. Hola, colega. ¿Qué tal? —Rojo se encogió de ruedas, parco en palabras como siempre—. Oye, necesito que me hagas un pequeño favor —abrió las ruedas delanteras, exponiéndose—. He quedado a cenar con Sally y, bueno, tras volver del campo no es plan que me vea así. ¿No crees?
Rojo asintió, a la vez que levantaba la manguera sin dejar de sonreír.
«A buen entendedor…».
Complacido, Rayo cerró los ojos; a tiempo de evitar que el helado chorro de agua entrase en ellos. El corredor procuró no tiritar ni quejarse en ningún momento; al fin y a la postre, se lo había buscado. Cuando el coche de bomberos terminó su tarea, Rayo se sacudió y contempló su morro reluciente con aprobación.
—Esto está mejor, sí señor —murmuró, antes de dirigir un gesto agradecido al grandullón—. ¡Gracias, amigo! ¡Te debo una! —se despidió, mientras enfilaba ya la carretera que llevaba a La Rueda.
Aún había algo de luz, podría llegar sin problemas.
«Algún día debería instalarme unos faros», pensó, de todas formas. «Quién sabe, pueden ser hasta útiles en algunos casos. No toda la vida son carreras».
Lo cierto era que, desde hacía unos cinco años, Rayo había dejado de concebir su vida exclusivamente dentro de un circuito. Sí, había ganado cuatro Copas Pistón –la última, la de la temporada anterior, se le resistió debido a una pequeña avería en el catalizador que no terminaron de solucionar entre Doc y él hasta bien entrado el final de temporada; momento en que Rayo ya se había quedado bastante atrás en la clasificación como para aspirar a la Copa. Y, bueno, también influyó su preocupación por el grave problema en la caja de cambios que Doc había empezado a acusar al poco de empezar el otoño; aquel que acabó postrándolo para siempre y privando a Rayo McQueen del mejor director de equipo que había tenido jamás, aparte de un amigo del alma–; pero, aparte, le había cogido el gusto a vivir… ¿más despacio? Sí, quizá esa era la palabra. La vida al margen del deporte y la fama había resultado ser una caja de sorpresas. ¡Quién iba a decirlo de un pequeño pueblo en medio de la Ruta 66! ¿Verdad?
***
«Luces… Mesas… Velas… ¡Los jarrones!».
Sally se obligó a respirar hondo. Empezaba el verano y la época de más afluencia de turistas para el pueblo; especialmente, para su restaurante. Al pensarlo, sintió el mismo cosquilleo de siempre, aunque ya hubiesen pasado casi cinco años. Tantas visitas a aquel lugar cuando estaba deshabitado, tan solo para estar sola con sus pensamientos. Pero, él… Sonrió para sus adentros mientras circulaba entre algunos comensales, recibiendo saludos tanto de nuevos como de ya viejos conocidos. Guido obraba su magia tras la barra y los parroquianos habituales se mezclaban con los recién llegados.
Sí: «él» había dado un giro de ciento ochenta grados a su vida y la había empujado a cumplir sus sueños, igual que ella apoyaba siempre que persiguiera los suyos. Aunque eso supusiera estar separados la mayor parte del año. Suspiró y tembló de expectación mientras procuraba pensar en otra cosa. Cuando había llegado apenas habían intercambiado cuatro caricias fugaces antes de que Mater apareciese. Estaba deseando quedarse a solas con él, escuchar sus palabras de amor y añoranza terminada por fin y devolverle mil «te quiero» a la luz de las velas. Entonces, lo vio aparecer.
***
Ahí estaba. Tan radiante como la recordaba, recortada contra el cielo en aquel gran saliente rocoso. Había muchos coches cenando y charlando, pero Rayo solo tenía ojos para la elegante Porsche Carrera que, a su parecer, destacaba como un faro entre todas las demás carrocerías. Como a cámara lenta, aquellos ojos verdes que lo volvían loco miraron en su dirección; cargándose de inmediato de una ilusión que Rayo no se cansaba de ver aparecer. Despacio, entró en el círculo iluminado que proyectaba la luz del interior del local a través de los grandes ejes de la rueda que le daba nombre. Sally se acercó a la misma velocidad, mientras algunos alzaban la rueda para saludar al campeón de lejos.
—Bienvenido, señor McQueen. ¿Tiene reserva? —preguntó Sally, mordaz.
Rayo le devolvió una sonrisa idéntica mientras ponía los ojos falsamente en blanco.
—¡Oh, vaya! Qué error por mi parte. Supuse que a una «estrella de las carreras» —matizó con sorna—, como yo, no le haría falta reserva.
—Oh, lo lamento, señor McQueen —contraatacó Sally, conteniendo la risa a duras penas—. Este es el lugar más concurrido de la Ruta 66 de Chicago a California, sin duda alguna. Aunque… —aleteó los parabrisas con coquetería—. Veré qué puedo hacer.
Él guiñó un ojo, siguiendo el juego.
—Tú haz lo que quieras, mi amor —ronroneó—. Pero sería generoso si tuviese la mejor mesa con las, digamos… —fingió meditar—. Mejores vistas posibles.
—¿Solo o acompañado?
La media sonrisa de Rayo se acentuó. Llegaban a la parte candente del juego.
—La verdad, estoy esperando a una preciosa Porsche Carrera de color azul que me dijo que me esperaría por aquí… —Sally no pudo contenerse más y se rio por lo bajo —. No puedo decepcionarla.
Su novia se aproximó entonces hasta una distancia insufriblemente cercana en público y susurró:
—Estoy segura de que no lo harás.
Rayo sonrió y quiso besarla por impulso; pero ella se zafó con suavidad, antes de encaminarse hacia una mesa preparada al borde del acantilado.
—Justo en nuestro lugar preferido —musitó Sally, moviendo una rueda para invitarlo a asomarse.
Cuando lo hizo, ella se colocó al lado y acarició su guardabarros discretamente con el morro, gesto que él le devolvió con dulzura infinita.
—Bienvenido a casa, Pegatinas.
Él sonrió y la besó en el borde del capó.
—Gracias, Sally… No podría haber esperado un recibimiento mejor.