Capítulo 19 — Eras su nuevo sueño (Cars—Cars 2)

El cielo es gris. Gris como mi ánimo ahora mismo. Nublado como mi futuro. Sin rumbo, así me veo. Veo a mi tocayo pasar por el cielo y escucho un trueno a lo lejos, pero lo ignoro. Solo puedo mirar hacia el monte Willy. Bajo esta luz, hasta él parece triste.
No suelo reflexionar así y cualquiera que me conozca, si me escuchase decir esto en voz alta, me diría que soy un cursi; quizá, solo quizá, tendría un poco de razón. Pero mi mente no puede callar a mi corazón. Un corazón roto desde el momento en que lo vi desaparecer bajo la roca para siempre.
Doc decía que el día que muriese quería hacerlo en tierra, en su elemento. No porque le hubiese dado la fama cuando era joven; eso le daba igual. Sino porque, en el desierto, en la arena, en las frías noches estrelladas sentado al borde del acantilado, era donde se sentía realmente libre. No os imagináis los meses y los años que le costó confesármelo. Y apenas fue una pizca de lo que aprendí de él.
Aprieto los dientes y contengo las lágrimas por millonésima vez. Aún no me hago a la idea de que se ha ido, que ya no está, que no volverá a rodar a mi lado en los momentos difíciles y que no volveré a absorber cada mínima cosa que quiera enseñarme. Suspiro con dolor y vuelvo la vista atrás, tanto literal como metafóricamente. Mientras veo encenderse las luces de Radiador Springs, mi hogar, bajo el sol que ya cae, retorno a una época en la que no era más que otro novato egoísta y prepotente que solo pensaba en sí mismo.
Doc, Sally, Sheriff, Luigi, Guido, Sarge, Fillmore, Flo, Ramón… todos ellos me enseñaron que había más por lo que vivir, fuera de mi cáscara y mi burbuja dorada como futuro campeón de la Copa Pistón. Pero él fue el primero que me hizo plantearme esa pregunta; el que, para bien o para mal, me la lanzó a la cara sin remordimiento alguno a las puertas de su garaje:
«¿Cuándo fue la última vez que te preocupaste por alguien que no fueras tú?»
Doc me había abierto los ojos, pero aún más importante: ahí empezó a mostrarme una parte de su ser que pocos conocían. Su faceta más real. No solo era juez, experto en carreras y doctor. También era un coche entregado a los suyos; a un pueblo que lo acogió lamiéndose las heridas y que jamás preguntó por su pasado. Gracias a él, aprendí una valiosa lección: entrégate, sin reservas, a aquellos que están dispuestos a quererte y a aceptarte cómo eres.
—Pegatinas…
Como había vuelto a mirar hacia el monte Willy, me sorprendo ligeramente cuando la escucho. Pero, como siempre, dejo que se sitúe a mi lado y ambos nos quedamos en silencio; mirando hacia la noche que ya empieza a caer.
—No… No voy a preguntarte cómo estás, porque ya lo sé —empieza Sally, hablando en un tono que apenas puedo oírla pero que me hace apretar los dientes de nuevo. Si abro el capó, voy a llorar; lo sé. Y no quiero. Ni siquiera delante de ella. Pero, tengo tanto acumulado… —. ¿Sabes? —continúa ella, sin mirarme, como si no supiese con exactitud milimétrica lo que pasa por mi salpicadero—. Doc siempre fue como un nuevo padre para mí, aunque no lo parezca.
Su declaración me sorprende. Especialmente, porque siempre estaban «como los charcos y los frenazos». No sé si me entendéis.
—¿De verdad? Digo… Siempre —trago aceite para controlar mis emociones, aunque mi voz sigue saliendo rota cuando añado— os estabais ladrando y tirando los trastos a la cabeza.
Bajo la luz de la luna que ya nos alumbra, puedo ver que Sally sonríe con una tristeza que casi me hace olvidar mi propia amargura.
—Sí —responde mientras me pego a ella como si fuese algo aprendido; tratando, sin saber cómo, de consolarla. Ella me roza el morro con cariño antes de seguir—. Cuando llegué aquí, vine como él: perdida, herida en el orgullo y, de paso, averiada —ironiza, con cierta acidez y la voz rota de dolor evidente—. Pero Doc, aparte de repararme, también me acogió, por decirlo de alguna manera —ahora parece que piensa para sí misma; la vista fija en algún punto del monte Willy bajo el que ya descansa Doc, en un nicho especialmente cavado para la ocasión—. Me provocaba y me dejaba provocarlo, igual que… Bueno, el día que tú llegaste —hago una mueca, recordando con cierta diversión teñida de nostalgia ese primer y fatídico encuentro entre los tres. Qué lejos queda ya ese día, parece que han pasado siglos…—. Pero, cuando lo necesité, cuando lloré, cuando me desesperé… Él siempre estuvo para mí con sus consejos. Y… —ahora la que parece a punto de llorar es ella, aunque se muerde el tembloroso labio inferior para contenerse, como yo— sé que es algo que echaré de menos… A pesar de todo.
Mientras siento que mis conductos de limpieza empiezan a rebosar también sin remedio, sorbo con decisión y aparto la vista. No me salen las palabras, no sé qué decir. Pero la presencia de Sally a mi lado es… reconfortante.
—No sé qué hacer sin él, Sal —confieso por fin, aunque no puedo evitar que un sollozo traicionero se filtre entre mis palabras —. Creí… Esperaba… —resoplo. ¿Cómo expresarlo? —. Bah, es una tontería…
—Nada de lo que digas ahora lo es —me rebate ella con una suavidad que creo que va a hacer que llore definitivamente—. Si tienes que soltarlo, yo estoy aquí contigo. Adelante.
Lo cual provoca que, sin remedio, salgan las primeras lágrimas y ya no pueda contenerlas más. Sally tiene razón: cuando por fin me tranquilizo, ella está justo en el mismo lugar, pegada a mí, con los ojos cerrados también húmedos y el morro muy cerca de mi parachoques delantero; cubierto de mis lágrimas, lo que me avergüenza un poco. Pero su franqueza y su cercanía son las que, al cabo de un rato, me dan valor para confesar.
—Creí que, si yo podía recuperarme, él… también lo haría.
Lo sé. Es una estupidez como un piano y lo percibo en cuanto lo digo en voz alta. Pero la vergüenza se diluye cuando Sally se gira para mirarme. Sus parabrisas están húmedos, pero parece más serena que yo.
—Él se ha ido demasiado pronto, nadie puede negarlo. Pero… todos tenemos derecho a sentir algo por los demás, Rayo McQueen —me dice con dulzura, el capó muy cerca del mío y conteniendo la emoción—. Sea amor, respeto, cariño o incluso aversión —sonríe con tristeza y traga aceite—. Pero no todos somos tan valientes como para expresarlo en voz alta. Ni siquiera con las máquinas más cercanas a nosotros…
Yo sonrío también, agradecido y, todavía, saboreando el transparente líquido sobre mis labios. Hacía años que no lloraba y había olvidado casi lo que se sentía. Sobre todo, el alivio final. Pero la muerte de Doc será un antes y un después en mi vida. ¿Cómo correr después de él, del coche que consiguió que centrara mis sueños y encauzara mi camino?
—Gracias, Sally —murmuro, aún con el corazón desbocado por el reciente berrinche—. Por todo.
Ella me sonríe de nuevo, aunque la tristeza también se filtra a través de sus juntas como si fuese un libro abierto.
—Siempre es un placer, aunque ojalá las circunstancias fuesen otras —con evidente nostalgia, echa un vistazo de nuevo hacia el monte Willy, como si se despidiera, para acto seguido enfilar la vereda que regresa al pueblo. Pero yo soy incapaz de moverme aún. No tengo su fuerza de voluntad—. Oye —me llama desde atrás cuando ve que no me muevo, haciendo que me vuelva a regañadientes—, debemos volver ya. Aunque no queramos, mañana tienes que regresar al circuito.
Gruño. Le doy la razón, pero lo último que quiero es volver a correr y enfrentarme a la prensa por la muerte de Doc. Quiero que se quede entre este desierto y los que le queríamos. No quiero polémicas. No quiero declaraciones. Quiero quedarme aquí. Fin. Pero debería saber que mi novia es mucho más práctica que yo y saca fuerzas de flaqueza, yo no sé de dónde, para seguir adelante y empujarnos a los demás a continuar.
—Rayo, venga —me insiste, sin enfado; sabiendo en el fondo y a la perfección lo que me pasa—. Es domingo. Dentro de tres días es la final.
Se ha vuelto a acercar a mí, pero me sigo resistiendo a irme.
—Ahora mismo no me importa, Sally —lo intento por última vez, aun sabiendo que tiene razón —. Nada de eso importa.
—Eso no es cierto —me rebate entonces con una firmeza que, de repente, asusta—. Sea como sea, tú sigues siendo un campeón, por dentro y por fuera. No importa si no ganas este año, eso es cierto —inspira hondo y añade con evidente tristeza—. Pero Doc hubiese querido que terminases la temporada con el capó bien alto. Y… yo también.
—No puedo —me revuelvo, sintiendo otra vez cómo el dolor corroe mis entrañas hasta el fondo de mi ser—. No puedo correr sin él.
—Sí que puedes —me encara ella. Por un momento, ya no hay lágrimas; solo decisión en sus ojos verdes cargados por el duelo, igual que los míos—. Yo estaré contigo. Todos estaremos ahí. Y sé que, esté donde esté, Doc —ahora sí se le quiebra la voz un poco, pero intenta mantenerse en su modo «fiscal implacable» por todos los medios; es tan tierno que casi consigue arrancarme una sonrisa de esta marea de amargura que es mi chasis ahora mismo— estaría y estará orgulloso de ti. Siempre.
Resoplo mientras parpadeo para evitar que una nueva lágrima traicionera caiga sobre la arena. Mi chica sabe perfectamente dónde darme para despertarme y espabilar a mi competidor interior. Y, mal que me pese, tiene razón. Porque no importa que Doc no esté subido a la tarima con unos auriculares. Esté donde esté, su esencia y sus enseñanzas estarán conmigo. Y correrán a mi lado.
—Anda, que —ironizo mientras volvemos, aún con el corazón encogido, sin llorar más, pero agradecido de tener a alguien como ella junto a mí— lo que no consigan tus poderes de persuasión…
A lo que ella me responde con media sonrisa misteriosa.
—Para eso estamos… —Me empuja suavemente con el morro y me da un beso—. Y el miércoles… A por ellos, Pegatinas. Pase lo que pase. Por Doc.
Asiento.
—Por Doc. Y por Radiador Springs.