Chapter 18 — Tienes que decírselo (Cars—Cars 2)

—¡Hey! ¡Ahí llegan! —gritó Mater encantado al ver llegar a Mack.
Este respondió con un bocinazo alegre; mientras todo el pueblo se congregaba para recibir, una semana más, a su ciudadano más ilustre; después, claro está, del fallecido Stanley. Quién hubiera dicho que daría tal vuelco a la economía del pueblo y a sus corazones…
Los pocos visitantes que aprovechaban a visitar Radiador Springs antes de que llegaran las nevadas navideñas, se aproximaron también para observar el espectáculo. Rayo inspiró hondo y cruzó una mirada cómplice con su director de equipo, antes de que Mack echara el freno definitivamente. Luigi y Guido daban pequeños saltitos tras el maletero del anciano Hornet, esperando a que bajara la rampa por fin. Cuando lo hizo, fueron los primeros en rodar hacia el asfalto, presentando en voz alta y solemne a los otros dos viajeros del tráiler.
Doc fue el primero en descender de espaldas, guiñando un ojo a su joven aprendiz, antes de que este se animara a salir, fingiendo subirse en las nubes de los aplausos y los halagos que le tiraban los convecinos allí presentes. Pero todo era una pose y lo sabían. De hecho, en cuanto posó sus ruedas en el suelo junto a la gasolinera de Flo, una figura menuda y azulada se acercó de inmediato para depositar un suave beso sobre su costado.
—Bienvenido —susurró Sally mientras él frotaba su morro contra el guardabarros de ella con los ojos cerrados, sin creerse que por fin volviesen a estar juntos después de una larga semana.
—Gracias, mi amor —repuso él en el mismo tono.
Pero apenas pudieron intercambiar dos caricias, antes de que todos los que los rodeaban empujaran sus carrocerías hacia la gasolinera de Flo; donde esta ya se había encargado de preparar un banquete digno de reyes. Al contemplarlo, Rayo puso los ojos en blanco sin enfado.
—Flo, en serio. Sabes que esto no era necesario.
—Nada es excesivo para nuestro vecino más conocido a nivel mundial —lo contradijo ella con alegría.
—Sí —corroboró Mater—. Además, esta ha sido una carrera especial.
Rayo sonrió, orgulloso. Su mejor amigo tenía razón. Y es que, por fin en aquella temporada, tras dos duros meses, había llegado a la cima de la clasificación. Su humor se ennegreció levemente cuando recordó las carreras anteriores. Si no hubiera sido por «eso»… Sally, que leía en su rostro como en un libro abierto, apoyó una rueda cariñosa sobre una de sus llantas delanteras, mientras Flo comenzaba a repartir las bebidas.
—Eh, ¿estás bien? —preguntó, solícita.
Rayo mostró media sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.
—Sí, no te preocupes.
Sally torció unos milímetros el capó, sospechando.
—Ha vuelto a darte guerra, ¿verdad?
McQueen suspiró. Era incapaz de ocultarle nada.
—Sí —suspiró—. Aunque parece que por fin está remitiendo —hizo una seña hacia Doc—. Por suerte tengo un dos en uno en el equipo: doctor y director.
Sally soltó una risita, pero sin alegría. En honor a la verdad, le preocupaba que el problema de catalizador, que Rayo había empezado a acusar casi desde la primera carrera, no se terminase de arreglar. No era algo grave; pero, evidentemente, afectaba a su rendimiento.
La tarde pasó, sin embargo, entre bromas, copas y risas de todos los congregados; por lo que la pareja procuró relajarse y olvidar sus problemas por un rato. Pero cuando decidieron retirarse hacia La Rueda para continuar –Sally se obstinó en mantener el capó cerrado con llave y un brillo misterioso en sus ojos verdes, a pesar de que Rayo preguntó mil veces qué era lo que le había preparado–, para sorpresa de todos, Doc Hudson se excusó sin acritud para retirarse a su garaje.
—¿Estás bien, Doc? —preguntó Sally, rezagándose un poco para quedar frente a frente con él—. Tienes mala cara.
Pero el viejo coche se limitó a quitarle importancia con una rueda, antes de agregar:
—Nah, este viejo chasis necesita un poco de reposo, nada más. ¡Aprovechad vosotros, que sois jóvenes!
Sally entrecerró los ojos, intuyendo que Doc se guardaba algo bajo la carrocería; pero al ver que a Rayo también lo despachaba con cariño y un «tranquilo, chaval. Mañana nos vemos para entrenar, como siempre. ¿De acuerdo?», ambos optaron por claudicar y volverse hacia la carretera que ascendía la montaña.
***
Lo que no vieron fue la mueca de dolor, que cruzó el rostro de Doc, cuando quiso arrancar de nuevo hacia su garaje y le costó un esfuerzo soberano; algo que jamás le había ocurrido en sus setenta y tres años de vida.
«Estás viejo, Hornet», se dijo con pesar, a la vez que rodaba con lentitud y tratando de mantener aquellas molestas punzadas a raya. «Ya no estás en condiciones de correr».
Suspirando, el entrenador de McQueen empujó con el morro la puerta del garaje y se adentró, observando melancólico todos los objetos que había allí acumulados. Sus tres copas. Los reportajes de su juventud junto a las fotos con Rayo. El anciano notó un nudo en la garganta al pensar en el «novato», como él seguía llamándolo, aunque ya no lo fuera. ¿Qué ocurriría cuando se enterase? ¿Cómo reaccionaría?
Con esas preguntas sin respuesta dando vueltas tras su salpicadero, Doc encendió su estufa eléctrica y se recostó junto a la misma; rodeado de todas esas cosas que muchos habían dado en llamar… «su legado». Pero lo que Hornet más temía era el momento en que eso se cumpliera. La noche pasó despacio, con algún despertar desagradable tras una pesadilla especialmente intensa; pero, cuando por fin amaneció tras la madera del portón, Doc supo que el descanso ya no llegaría y se levantó con un gruñido.
—Doc…
El anciano coche dio un respingo y se volvió, alerta. Pero se relajó al comprobar que solo era Sally, adentrando el morro tímidamente por entre las dos hojas de la entrada.
—¿Qué haces aquí, Sally? —bufó con cansancio.
No tenía ganas de dar explicaciones, aunque su actitud de la noche anterior debió de haberle dado una pista sobre que aquello iba a suceder. Sally, para bien o para mal, era así.
—¿Estás bien? —quiso saber ella, cauta, mientras terminaba de introducir su pequeña carrocería en el oscuro local.
Doc movió la mandíbula, indeciso y algo molesto de que la joven quisiera entrometerse en su vida. Era un hábito, no podía evitarlo. Y, sin embargo, no pudo imprimir a sus palabras toda la acritud deseada cuando gruñó:
—¿Sólo has venido para eso?
Sally inspiró hondo y se armó de paciencia.
—Doc, ¿cuánto hace que nos conocemos? —preguntó con suavidad.
El otro coche la observó, midiendo su respuesta.
—¿Adónde quieres ir a parar?
La joven fiscal avanzó unos centímetros; prudente, pero sabiendo que podía hacerlo. Los casi seis años que llevaba en el pueblo y su capacidad de observación le habían enseñado mucho sobre cómo tratar a sus convecinos… Y Doc no era una excepción.
—Bueno, reconozco que nunca has sido el alma de la fiesta, pero ayer me sorprendió que no quisieras venir a cenar con nosotros. Quiero decir —hizo un gesto con las ruedas—: tampoco es la primera vez que rehúyes una fiesta, pero nunca en familia.
Doc lanzó un bufido corto, como si aquello fuese un chiste malo.
—¿Familia? —repitió, interesado.
Sally enarcó una ceja.
—Vamos, Doc. Que nos conocemos…
Tras unos segundos, la armadura invisible con la que Doc creía protegerse cayó al suelo, hecha añicos por la evidencia. No obstante, previa respuesta, el médico de Radiador Springs observó con detenimiento a la máquina que tenía delante. Había algo nuevo en su postura, en su forma de mirarlo, en su voz… Durante aquellos años, Hudson Hornet había visto crecer a Sally como coche y como mujer; atrás quedaban aquellos años de presunción, de fracaso y de lamerse las heridas constantemente. Con paciencia y algo de mano severa, Doc había reconducido a aquella abogada, que creía que su mundo se había terminado, hasta la muchacha decidida que ahora se presentaba ante él en busca de respuestas. No sobre ella. No sobre la vida. Sobre él. Tras contemplar todas las opciones posibles, Doc terminó inclinando el morro, derrotado.
—Estoy enfermo, Sally —reconoció con sencillez.
Como imaginaba, ella abrió mucho los ojos, desconcertada.
—¿Desde cuándo? —atinó a preguntar por fin, superada la sorpresa.
Doc echó cuentas mentalmente.
—No estoy seguro —confesó—. Empecé a tener molestias en la caja de cambios cuando os quedasteis en Los Ángeles, a principios de verano; pero pensé que era algo pasajero y, durante los tres meses siguientes, apenas tuve ataques. Pero, al volver a competir… —Calló, consciente de lo que estaba reconociendo y sintiendo el peso de aquellas palabras calar en su propio chasis. De repente, se dio cuenta de que, al decirlo en voz alta, había roto la barrera interna que lo prevenía del dolor de saber que aquello, en el fondo, no tenía solución—. Es igual. No quiero hablar de ello.
Pero, a pesar de que lo hubiese deseado con todas sus fuerzas, Sally no se retiró ante aquel exabrupto; pareció quedarse meditando, allí plantada, en el centro del garaje. Encajando mentalmente todas las piezas.
—¿Tiene solución?
El anciano, que se había vuelto hacia la pared, giró unos centímetros el morro en su dirección.
—¿Qué quieres decir?
Sally bufó, ya claramente irritada.
—¡Por favor, Doc! —saltó—. Sé que sabes bien lo que te ocurre y estoy segura de que ya has contemplado todos los futuros posibles… —su voz se entrecortó al repetir—. ¿Cómo… es de grave?
El interpelado se volvió del todo, encarándola sin violencia. Y ella debió leer en sus ojos como en un libro abierto, porque contuvo un gemido y sintió las lágrimas aflorar a sus parabrisas antes de apuntar:
—Tienes que decírselo, Doc.
Como si lo hubiese pinchado un cardo, Hornet se revolvió en el sitio y retrocedió.
—¡No! —rehusó con brusquedad.
Sally, pasado el primer shock, se enfadó a su vez por la terquedad del viejo.
—Tiene derecho a saberlo —rechinó— y lo sabes.
Pero Doc Hudson era un hueso duro de roer; hecho que demostró su capó agitándose de un lado a otro, en un gesto claro de rechazo.
—No, Sally —reiteró, terco—. Eso solo lo desconcentraría y no puedo permitirlo. No me perdonaría nunca que el chaval perdiese la oportunidad de ganar la Copa Pistón por estar pendiente de mí.
—Eso le da igual, ¿no lo entiendes? —lo rebatió Sally, sufriendo—. Tú eres su mentor, eres como un padre para él —«y para mí», pensó con amargura, pero no lo expuso en voz alta—. Y, si se vuelca en ti, será porque te quiere; no por otra razón.
—No necesito que nadie se preocupe por mí, muchas gracias —bufó Doc, molesto—. Ni tú, ni él, ni nadie. ¿Me oyes?
***
Sally se quedó clavada en el sitio, con el corazón destrozado por sus palabras. Pero, antes de retirarse, aún tuvo fuerza de voluntad para plantar las ruedas en el suelo de tierra, alzar el morro y decirle a Doc:
—Es tu decisión, Hudson Hornet —murmuró—. Pero también lo será afrontar las consecuencias si Rayo jamás te perdona que no se lo hayas contado a tiempo.
El ex corredor abrió el capó, sorprendido, mientras Sally se giraba con aire compungido en dirección a la puerta, dispuesta a rumiar su tristeza en algún rincón solitario. Pero la joven se detuvo en cuanto escuchó la voz rota de Doc tras ella:
—Sally… —cuando ella se giró, el entrenador agregó—. No se lo digas, ¿de acuerdo? Lo haré yo.
Ante lo que la joven sonrió a medias con cierto alivio y musitó:
—Es cosa tuya, Doc. Yo, te juro que no me entrometeré.
«Pero díselo. Y que sea pronto».