Akhen y Ruth · rpg · spin-off

#SpinOffSunday: Akhen y Ruth – Una historia agridulce (Capítulo 23)

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Capítulo 23 – No valgo tanto

Renée O’Connor

«Aguanta. Aguanta. Aguanta…»

Aquella palabra se repetía como un mantra en la cabeza de Ruth mientras lo escuchaba, y después cuando sus pensamientos llegaron hasta ella. Veía demasiado dolor, demasiada ira, todo teñido con un matiz rojo oscuro que, en su bruma de sufrimiento, identificó como culpa. La suya. Le estaba mostrando crudamente todo lo que su falso juicio en Puerto Calea le había hecho.

Y, aun así, le había dicho que mentiría si afirmase que no la quería. La cabeza le daba vueltas, no podía pensar con claridad. Solo podía sentir el dolor en su pecho, como si se abriese una enorme herida justo en su corazón y la sangre empezase a manar, inundando todo con una pegajosa pátina de diversos sentimientos que Ruth Derfain conocía demasiado bien.

Pero la cosa no acabó ahí.

En el momento en que le rozó la mejilla, tan suavemente, y después el mentón, Ruth pensó que iba a morirse allí mismo. Por lo que, cuando volvió a coger la copa y dijo aquello de «no valgo tanto», a pesar de que la mente de ella contestó de inmediato: «mentira», su cuerpo estaba pidiéndole distancia a gritos. Su respiración se aceleraba más y más por segundos y tenía el estómago revuelto.

Por lo que, apartándose algo más bruscamente de él de lo que pretendía, la joven murmuró una disculpa rápida y salió casi corriendo hacia el baño. Una vez allí, digamos que su cuerpo soltó todo el alcohol que había estado nublando su juicio de una forma muy poco elegante, además de la comida que acababa de ingerir. «Lo mismo da», pensó, «era un esfuerzo en vano».

Sin embargo, cuando por fin se sentó sobre la tapa blanca y encaró la puerta de color azul cerrada con pestillo, Ruth no pudo aguantarlo más. Sollozó el desgarro de su alma a la vez que las imágenes que Akhen le había mostrado seguían dando vueltas en su cerebro como si ejecutaran una danza macabra.

«Te quiero».

«¡Por los Dioses, Ruth!», se amonestó con desesperación, pero sin despegar los labios, «¿y por qué no te has subido a su regazo directamente y te lo has tirado en medio del restaurante?»

Sí, hubiese quedado hasta más elegante, dada la magnitud de su vergüenza.

«Eres un desastre, Ruth Derfain. Una idiota y un completo y absoluto desastre. Este es tu castigo por tu soberbia: no volver a ser feliz en lo que te queda de vida, asúmelo».

Todas aquellas reflexiones amargas cruzaban por su cabeza mientras la mantenía encerrada entre los brazos cruzados, que a su vez había apoyado en las rodillas. Sin embargo, al cabo de varios minutos que se le hicieron eternos, la tormenta pareció pasar. Y la parte más lúcida de su cabeza tomó una decisión. Por mucho que doliese, trataría de terminar la noche de manera elegante –lo intentaría, porque ya estaba hundida en el lodo sin remedio– y, cuando al día siguiente volviese a Sídney… empezaría una nueva vida para ella.

Con fría resolución, Ruth salió entonces del excusado y se miró al espejo. Estaba horrible, pero nada que un poco de agua sobre las mejillas y la magia que aún corría por sus venas no pudiese arreglar. Asegurándose de estar sola, alzó una mano frente a su rostro y murmuró un conjuro en gaélico que había aprendido hacía años. Una banalidad, en realidad, solo algo que las princesas podían utilizar para aparentar en un momento dado, pero dio resultado.

Los chorretones de rímel desaparecieron de sus mejillas, sus ojos dejaron de estar rojos y su rostro volvió a brillar como cuando había salido del hotel. Sin embargo, al salir de nuevo al restaurante, cuando volvió a mirar hacia su mesa, supo de inmediato que él iba a conocer lo sucedido.

«¿Y qué?» le recriminó una voz ácida en su interior. «¿Acaso te importa ya? No vas a hacer más el ridículo de lo que ya lo has hecho».

Tratando de que sus pasos fuesen firmes, Ruth se aproximó a la mesa y dirigió a su acompañante una sonrisa rápida de disculpa.

—Perdona —le pidió—. Me temo que necesitaba respirar un poco.

Como un reflejo, tomó su copa de vino mientras pensaba:

«Sé que me lo merecía, pero llega un momento que la sensación de culpa excede los límites de la mente humana».

No sabía mucho de psiquiatría, pero sí lo suficiente como para saber que, cosas así, podían volverte loco. Sin embargo, eso no lo manifestó con tanta claridad. En cambio, se volvió hacia él, manteniendo una ligera distancia que el reservado permitía a duras penas.

—Y creo que se me han terminado los argumentos para que me perdones —bebió de nuevo, tratando de no derrumbarse y al final meneó la cabeza mientras murmuraba para sus adentros–. Soy una idiota.

* * *

Dio un golpe en la mesa. Ni siquiera pensó en lo que hacía, simplemente su mano se convirtió en un puño y de pronto caía una y otra vez sobre el mantel, que acabó por volverse escarlata allí donde había incidido una y otra vez. Solo entonces se detuvo y se observó los nudillos, despellejados y abiertos, que un Hijo de Mercurio como él hiciera algo así daba fe de lo mucho que había perdido el control. Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se rodeó la mano. No debería haber aceptado esa cita, tendría que haber roto cualquier contacto de raíz, de haberlo hecho así ahora no se sentiría como el peor de los canallas. Nada había ganado mostrándole todo aquello, solo un sufrimiento innecesario que la perseguiría toda la vida.

«Idiota, idiota, idiota», se recriminó mientras jugueteaba con el encendedor en la mano.

Cuando ella llegó estaba como nueva, pero Akhen también era un brujo, no podía esperarse que no conociera semejante truco. Muchas chicas con las que había estado antes de llegar a la Tierra lo usaban para que los estropicios del maquillaje no se notasen, pero que fuera ella la que tuviera que hacerlo le partió el alma y volvió a recriminarse con más dureza. La había hecho llorar.

—Yo… —carraspeó para llamar su atención y de paso encontrar las palabras que estaba buscando, pues parecían diseminadas por el universo—. Ya estás perdonada —sentenció, porque en el fondo era cierto. La chica lo había pasado muy mal durante el tiempo separados y nadie se merecía pasar semejante infierno por alguien como él—. No importa lo que pasara hace tres años.

No sabía cómo explicarse, sentía la boca pegada con engrudo y las cuerdas vocales convertidas en un inservible montón de acero. Se acarició la mano dolorida y, a continuación, sacó su cartera y dejó sobre la mesa una cantidad de dinero nada despreciable, para volver a agarrar a la chica de la mano y salir, por segunda vez en lo que iba de noche, de un lugar público. No dio explicaciones, necesitaba espacio para pensar y nada mejor que hacerlo del modo que se le acababa de ocurrir.

Hasta que no llegaron a un aparcamiento cercano, Akhen no se detuvo. Rebuscó en sus bolsillos y dio con lo que estaba buscando: unas llaves. Llaves que encajaban perfectamente con una moto negra y bastante llamativa. Abrió el sillón, ofreció a la joven un casco y él se puso otro y cuando ella subió le dio gas. Sin pensar demasiado. Había muchas formas de hacer las cosas, y a Akhen siempre le gustó hacerlas con estilo.

«No es que no pueda perdonarte», comenzó, mientras tomaban curvas y más curvas destino a una playa cercana. «De hecho, no puedo seguir mintiéndome a mí mismo y hacer como si te odiase».

Las luces se hacían más escasas a medidas que se adentraban en la cala donde el joven quería recalar y sus palabras más íntimas.

«Me muero por estar contigo, en todas las acepciones que pueda tener ese término, pero no puedo».

Finalmente se detuvieron y él se levantó la visera de la motocicleta para mirarla, volviéndose a medias.

—Tú eres mi vida, Ruth, siempre lo has sido; pero puede que ya no sea esa la existencia que me corresponda. Puede que yo ya no sea esa persona que conociste.

* * *

No se atrevía a mirarlo; pero Ruth no pudo evitar comprobar con extrañeza cómo trataba de esconder el puño, envuelto en un pañuelo blanco, en el regazo. Pero toda su atención se centró en el rostro de él –el de la joven debía reflejar una absoluta perplejidad– cuando le dijo que estaba perdonada y que no importaba lo que hubiese sucedido hacía tres años. Pero ella no podía creer que fuese tan sencillo… No era lógico que una espantada como la suya, después del tira y afloja en el que llevaban desde aquella mañana, hubiese desencadenado aquella reacción en él; y mucho menos cuando él acababa de dejarle claro, sin pudor alguno, el infierno en que ella había convertido su existencia.

Sin embargo, cuando la tomó de la mano y la sacó del restaurante, Ruth se dejó llevar como una idiota. Una parte de ella se rebelaba sin saber por qué ante su contacto: quería llevar su cuerpo al hotel y llorar, de nuevo, hasta quedarse sin lágrimas. No quería seguir sintiendo, no quería tener que seguir pasando por aquel calvario.

A caballo entre la pena y la extrañeza, vio cómo Akhen la conducía hasta un aparcamiento, y su estupor aumentó hasta niveles impensables.

«Pero, ¿qué…?»

Por un ridículo instante, se le ocurrió que quisiera dar un uso indecente a alguno de los capós de los elegantes coches que había allí estacionados.

«Has visto demasiadas películas en estos tres años», se reprochó sin poder reprimir una risita.

¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba pasando…? Pero, cuando vio aquella moto negra y llamativa, en cuyo contacto la llave que Akhen había extraído del bolsillo encajaba perfectamente, Ruth notó una ligera ansiedad. Por lo que decían, parecía como si fuesen los caballos de aquel mundo y aquella generación en la que habían aterrizado los dos, pero mucho más veloces… y peligrosos. Sin embargo, cuando Akhen le tendió un casco y la invitó a subir, la palabra “peligro” en su cabeza se convirtió en otra mucho más… íntima y excitante.

Por ello, Ruth se colocó el casco con cuidado, se acomodó detrás de él y, justo antes de que arrancara, rodeó su cintura con los brazos. Cuando lo hizo, una curiosa sensación se alojó en la parte baja de su vientre, puesto que podía palpar sin problema sus abdominales tonificados con los dedos. Cerró los ojos y respiró hondo, aprovechando que el rugido de la moto y el casco ahogaban cualquier sonido.

Pocos minutos después, para sorpresa de Ruth, esta escuchó la voz de Akhen en su cabeza. Le decía que no podía seguir mintiéndose: que se moría por estar con ella, pero que no podía. Aprovechando la oscuridad que envolvía su cabeza, la joven hizo una mueca amarga, como si acabase de tragar un limón.

«¡Como si no lo supiese ya!», rezongó en su mente, aunque estaba segura de que él lo había oído.

Al cabo de un rato, cuando ya casi todas las luces habían desaparecido y únicamente la luna iluminaba su camino, Akhen frenó y aparcó la moto junto a una preciosa cala. El corazón le dio un vuelco a la antigua princesa de Ávalon. Estaban solos. Completamente. Fue entonces cuando él se levantó la visera y le dijo una frase que, lo sabía, jamás iba a olvidar. Algo confusa, Ruth se bajó de la moto y se quitó el casco, enfrentándolo. ¿En serio? Debía serlo. Él la miraba. Y supo lo que tenía que hacer.

En dos zancadas la joven se acercó a él y, despacio, alzó las manos para quitarle el casco de la cabeza. Acto seguido, se aproximó hasta una distancia que había creído insoportable para ambos hasta hacía apenas unos minutos.

—Aquí todo el mundo me llama Rose —pronunció, mirándolo directamente a los ojos, antes de hacer lo que se estaba muriendo por llevar a cabo desde hacía dos años.

Lo besó.

A pesar de lo que había sucedido en el baño del restaurante, sabía que el agua del grifo y el vino habían disipado un problema importante y, por ello, no temió enredar su lengua con la suya mientras su mano derecha se alzaba para atraer la nuca de él hacia sí.

Su barba acariciaba las comisuras de los labios de Ruth y, en su aliento, se entremezclaba aún el sabor del tabaco con el del alcohol, creando una mezcla irresistible. Pero no debía alargarlo demasiado: solo era una advertencia, no se estaba lanzando a sus brazos como una posesa. Y, aun así, cuando por fin se separó de él, no pudo resistirse y depositó un ligero mordisco sobre su labio inferior. Después, la joven se apartó y dio unos pasos en dirección al mar, mirando hacia el mismo.

—Akhen, tú eres lo único que me hace feliz en este mundo —murmuró, algo acalorada.

«Ni mi carrera, ni depender únicamente de mí misma, ni del hecho de no vivir encorsetada por una existencia y un título que me importan más bien poco», agregó mentalmente acto seguido para enfatizar su frase, aunque estaba siendo cien por cien sincera

—No me importa si no eres el mismo, yo tampoco soy la chica infantil y asustada que te despreció en aquel maldito puerto. Y sé que es mucho pedir, pero me gustaría tener la oportunidad de compensarte todo el daño que te he hecho, aunque tarde toda la eternidad —acto seguido giró ligeramente la cabeza hasta mirarlo de reojo—. De todos modos, pase lo que pase y decidas lo que decidas, te juro que jamás, en lo que me queda de vida, volveré a hacerte daño.


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