Akhen y Ruth · rpg · spin-off

#SpinOffSunday: Akhen y Ruth – Una historia agridulce (Capítulo 17)

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Capítulo 17 – Te escucho

Renée O’Connor

—No te he dicho que no vaya a escucharte —le explicó.

Seguía siendo tan complicada como tres años antes. En parte, era bueno que se hubieran separado: no estaba seguro de poder estar con una persona tan difícil. Ya no. Definitivamente, había cambiado, o al menos las capas de hielo en las que se había ocultado lo habían convertido en alguien frío y desapasionado. Si estaba bien o estaba mal, poco le importaba. Suspiró, desganado; no entendía qué llevaba a Ruth a darle tantas vueltas a las cosas. Si quería decir algo, que lo dijera. Era libre de hacer lo que quisiera, como ir al chiringuito en el que él había estado hasta hacía un rato. Ya nada tenía que ver con él: habían tenido un romance intenso, pero había acabado.

—Te he preguntado qué querías de mí, en ningún momento he dicho lo contrario.

Sí, tan complicada como siempre. Él solo quería las cosas fáciles, así había sido desde que se separaron; no entendía por qué ella debía aparecer para trastocarlo todo. Se volvió a maldecir. No había razón para que lo que dijera o dejase de decir la mujer que lo había dejado de aquella manera en el pasado lo afectara tanto. Se aferró a la rabia, como hacía las veces que pensaba en ella, y esta pronto se volvió fría e impersonal. Dudaba que aquello fuese bueno para su interior, pero era el modo que había encontrado para echarse a la espalda el dolor y seguir adelante.

Apuró el cigarrillo y lo aplastó; ya no iba a fumar más. Escucharía lo que ella tenía que decir y se marcharía. El encuentro entre ellos dos se quedaría en una simple mancha en su vida.

«Esta fase ya la he superado», se repetía mientras se entretenía observando la melena de Ruth, inexistente tres años atrás, o su nuevo modo de vestir, “a lo terrestre”.

Sin embargo, y a pesar de que el cambio le parecía interesante, nada dijo. Sino que se la quedó mirando, a la espera de esas disculpas que había prometido.

* * *

—No hace falta ser desagradable —le espetó Ruth de inmediato, dolida, aunque sabía que llevaba toda la razón.

Sin embargo, antes de que pudiese seguir hablando, un estridente sonido rompió la tranquilidad del lugar y la joven rubia puso los ojos en blanco al reconocerlo. No era posible. Con un bufido, sacó el móvil. En la pantalla parpadeaba el nombre de Marianne. Por un instante, estuvo tentada de contestar y alejarse de aquella playa que se asemejaba a un tártaro para su conciencia y, como sugería la parte más racional de su cabeza, meterse en la cama a dormir y olvidar de una vez por todas a Akhen. Pero la parte más terca de su cabeza la obligaba a no moverse ni un centímetro más allá de donde estaba.

«Tienes que hacerlo, maldita sea».

Cierto que ya no había nada entre ellos, pero sabía que, si no se disculpaba ahora que por fin le tenía delante, viviría con ese peso durante el resto de su existencia. Nadie decía que tuviesen que caer de nuevo uno en brazos del otro; simplemente, era una cuestión de paz interior.

Por ello, con un par de movimientos rápidos, colgó y silenció el móvil, metiéndolo acto seguido en el bolsillo trasero de sus pantalones cortos.

—Perdona —se disculpó, aun sabiendo que probablemente no tendría efecto alguno. Al menos, no esa palabra. Nerviosa como nunca en su vida, se obligó a mirarlo a los ojos a la vez que, sin querer, echaba los dedos al colgante que siempre llevaba colgado del cuello desde que supo la verdad: un topacio azul en forma de lágrima colgado de un sencillo cordón de cuero. Llegó el momento—. Oye, Akhen. Solo quería que supieras que, aunque haya pasado tanto tiempo, quería pedirte perdón por cómo te traté en Puerto Calea. Me comporté como la cría infantil que era entonces, me pudo el miedo y la pagué con el único que no tenía nada que ver —había soltado el discurso de corrido y era posible que estuviese roja como un tomate, aparte de que no derrumbarse suponía un esfuerzo adicional; por ello, apartó la vista en ese instante hacia el mar, incapaz de seguir sosteniendo su mirada de acero, y se rodeó el cuerpo con los brazos. Un gesto instintivo que durante toda su vida le había hecho sentirse segura ante la adversidad—. Y como hasta ahora no he sabido nada de ti… —sonrió a medias—, aunque no te sirva de nada… También quería darte las gracias por todo lo que hiciste por mí aquella vez.

En cuanto dejó de hablar, su cuerpo acusó toda aquella liberación de tensión, pero no quería sentarse allí a su lado sin permiso. Estaba muy molesto con ella, eso quedaba claro y no quería que saliese corriendo, debido a cualquier gesto imprudente por su parte. En ese momento, el móvil volvió a vibrar en el bolsillo. Un mensaje de texto. Probablemente, Marianne estaría que echaba humo; pero, si en otro momento eso la hubiese preocupado, ahora no lo hacía. Podía ser que entre Akhen y ella ya no hubiese nada, pero no se rendía a perderlo porque sí. Quería arreglar las cosas con él por diversos motivos y, no solo, por el hecho de que hubiese sido el único hombre al que había amado en su vida. En ese instante, una de las últimas frases que le había dicho en Puerto Calea resonó con fuerza en mi mente:

«¡Espero que tu padre te encuentre a un prometido pelele que te quiera la mitad que yo!»

Ruth cerró los ojos, mareada. Él le había dicho que la quería y ella no había tenido el valor de hacerlo. Bueno, aquella vez tenía que conseguir que lo supiese… aunque ya no quedase ni una sombra de ese sentimiento en su corazón.

Por ello, Ruth ignoró el mensaje y, en cambio, optó por preguntar al hombre que tenía delante:

—¿Te importa si me siento?

* * *

«Lo siento, perdón, me equivoqué».

Esas fueron las palabras que la chica utilizó para dirigirse a Akhen y al desastre de tres años atrás, cuando había sido tan estúpido como para decirle que la amaba. Se sentía ridículo solo de pensarlo, aunque por otra parte era lo que sentía en esos momentos y no le pareció descabellado. Si a eso se le sumaba que estaba lleno de ira, dolor y desesperación, era una reacción lógica. Ella, por su parte, ahora le explicaba que no había estado bien el modo en el que le había tratado. Efectivamente.

Solo entonces el Hijo de Mercurio se percató de la joya que adornaba el cuello de la rubia heredera, justo la que él le había regalado. Los recuerdos llegaron de modo apabullante: vio sus propias manos alrededor del cuello de la chica, lo contenta que parecía haberse puesto con el regalo y sus preciosos ojos claros. Por su mente apareció Ávalon, el lugar donde se habían conocido; y el paseo por Tribec, justo donde le había hecho el regalo. Se vio a sí mismo peleando en las Tierras Lejanas y, cuando se visualizó a sí mismo amando a la joven que ahora lo acompañaba, cortó cualquier ensoñación de un hachazo.

No podía flaquear, otra vez no. De ahí que cuando se vio asentir mecánicamente a la petición que le hacía ella, el furor se apoderó de sus entrañas.

«Eres un idiota, Akhen».

¡Como si no lo supiera ya! Recogió las dos colillas y las devolvió al paquete de tabaco, ya las tiraría luego. Ella se había mostrado nerviosa durante todo el proceso, acosada por su teléfono móvil; por eso el joven había podido ver cómo miraba o el mar o se toqueteaba el colgante. Cuando le dio las gracias giró la cabeza hacia ella, pero no supo si captó el movimiento o no porque dejó de mirarla al instante.

—Hace mucho tiempo de eso —sonrió un poco, aunque se contuvo—; pero, en aquella época —dudó, sin embargo; la calidez de la muchacha caldeaba la escarcha de su corazón a velocidades alarmantes—, hubiera ido por ti al fin del mundo —carraspeó y se preguntó por qué no había sido un poco más duro: «¿Gracias por el polvo? Tampoco fue para tanto». Aquello habría sido extremadamente cruel, pero mucho mejor que soltar aquella estupidez—. ¿Qué estás haciendo en la Tierra?

Ella se había acomodado a su lado y ya sentía que el corazón se le aceleraba.

«No, no, no.»

No podía tirar toda su compostura por la borda ante la visión de un colgante o un agradecimiento. Volvió a cerrar sus gestos y se centró en el sol; siempre lo reconfortaba.

* * *

Cuando vio su asentimiento, Ruth tuvo que hacer un esfuerzo soberano para no derrumbarse desmadejada a un metro escaso de él. Llevaba toda la maldita noche sin dormir por culpa de Carey y Marianne, yendo de chiringuito en chiringuito por la playa como si les fuese la vida en ello. Claro que la única que se bebía hasta el agua de los floreros era Carey. Marianne era abstemia declarada y Ruth… Bueno. Uno de los motivos por los que había dejado de beber lo encarnaba perfectamente aquel hombre rubio sentado a su lado. Con toda la delicadeza que fue capaz, la antigua princesa de Ávalon apoyó el trasero en la arena y extendió las piernas cruzadas hacia delante, dejando que le diese el sol a la vez que trataba de calmar su corazón y su ánimo.

Cuando él le preguntó qué hacía en la Tierra, dudó. ¿Cómo explicarle todo lo que había sucedido? Y, ¿podía ser del todo sincera con él? Se había comportado con frialdad hasta ahora y, pensándolo en frío, en estos tres años no había sido precisamente una bruja ejemplar. Sin querer, recordó sus planes, sus deseos y supo enseguida que, en ese sentido, no sucedería nada. Los dos habían querido cambiar de vida en la Tierra y lo habían conseguido… ¿no?

—Es una larga historia —resopló Ruth, a la vez que trataba de ordenar sus ideas sin mirarle, sino con la vista clavada en las olas que lamían la orilla arenosa—. Pero digamos que se resume en que no podía volver a casa, así que intenté hacerme una vida aquí —dudó en si confesarle aquel detalle o no, pero al final se lanzó sin tener muy claro por qué—. Conseguí mandar una carta a Morgana desde Puerto Calea y ella me habló de una amiga que tenía en Sídney, Marianne. Contactó con ella y, poco después, me mudé a su piso —no estaba segura de que de momento fuese prudente contar más; pero sí que había algo que necesitaba decirle, cada vez con más insistencia—. Por si quieres saberlo, no me enteré de que todo aquello fue una encerrona para ti y para mí hasta un año después de que… nos separásemos.

Acosada por un doloroso recuerdo que, para bien o para mal, nada tenía que ver con él, Ruth calló y clavó la mirada en sus pies. Ahora que se había permitido sincerarse con él, de pronto, no estaba segura de hasta donde debía contarle todo lo que había sucedido. Primero, por la implicación de su familia. Y segundo, porque supondría confesarle que, en cierto modo y aunque solo fuese por un día… Ella sí había vuelto a Ávalon.

—¿Y tú? —preguntó Ruth entonces, para desviar de nuevo la conversación hacia territorio neutral—. ¿Cómo has acabado aquí?

* * *

En resumidas cuentas, y si Akhen había entendido bien, la chica que tenía delante había conseguido un contacto gracias a su hermana Morgana, una tal Marianne, y ahora vivían juntas. Al parecer, había tardado un año en descubrir que él nada había tenido que ver con aquello de lo que le había acusado sin pruebas, doce meses en los que había supuesto que él era un canalla. Tildar aquello de “encerrona” le pareció ser demasiado condescendiente consigo misma. Lo único que ponía el cartel era que la recompensa la pedían los padres de ambos. Si se tenía en cuenta que Akhen había insistido hasta quedarse sin voz de lo poco que quería parecerse a su progenitor, ella no debería haberse tragado semejante estafa.

La ira bullía por todo su cuerpo y sentía el alma arder, si es que eso era posible; sin embargo, sus gestos faciales eran tan planos que cualquier podría entender que lo único que sentía era indiferencia por todo lo que le estaban contando. Había caído rendido a los pies de aquella chica nada más conocerla y no pensaba volver a cometer el mismo error, no era un maldito calzonazos. De ahí que se encogiera de hombros ante su siguiente pregunta, ¿que cómo había acabado en Australia? Siempre le había gustado y tras viajar un poco por ahí y por allá acabó quedándose en el que ahora era su hogar, iba y venía y hacía lo que le venía en gana. Ni padres entrometidos ni madres estiradas, solo él, la playa y el mar.


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