Capítulo 7: asoma la patita
5 días después…
Sorsha se miró al espejo sin poder evitar que una mueca desanimada retorciese sus rasgos. Llevaba tan solo una semana como señora de Nockmaar, pero jamás imaginó que hubiese tanto trabajo por hacer. Si bien era cierto que habían pasado por un asalto con batalla y derrota incluidas, lo que no podía explicarse la muchacha era todo lo que aquellas piedras, firmes e infranqueables hasta aquel momento, ocultaban tras ellas. Algo de lo que a Sorsha nunca le habían informado durante sus años como princesa y que ahora descubría con todos los sentimientos negativos que aquello implicaba.
La joven bufó con hastío mientras alzaba las manos para tratar de recoger sus rebeldes rizos pelirrojos con una tira de cuero. Después del duro trabajo de los dos últimos días, en los que apenas había tenido tiempo para siquiera respirar, necesitaba un baño urgentemente aunque no pensara lavarse el pelo, así como una cena tranquila e irse a descansar lo más pronto posible.
La tina de agua que había pedido ya estaba llena junto al rincón de la estancia más alejado de la cama, como correspondía. Sin poder detener las reflexiones muy a su pesar, Sorsha se deshizo de la fina bata que la cubría y se introdujo en el agua. No se había enfriado aún, pero tampoco estaba tan caliente como cuando la habían llenado. «La temperatura ideal para templar mi ánimo», pensó con media sonrisa. Sin embargo, no pudo evitar que el gesto conllevase cierta amargura velada. Puesto que en dicho ánimo había una gran parte que llevaba deseando acallar desde hacía, aproximadamente, siete días con sus noches.
La muchacha recostó la nuca sobre el borde de la bañera y cerró los ojos, procurando serenar su respiración. Durante toda su vida, su agrio carácter y su mayor apego a las armas que a la política le había granjeado una reputación poco halagüeña entre los miembros masculinos del ejército de su madre. Aquel del que conformaban su mayor parte, por otro lado. Además de que el hecho de convertirse en el consorte de la futura reina de Nockmaar no era una perspectiva que ninguno desease para sí, a pesar de la lealtad que profesaran a Bavmorda. Pero Sorsha eso no lo había entendido hasta mucho más tarde. Sin pensar demasiado en sus derechos al trono y lo que eso podía implicar, durante su adolescencia se había dedicado en cuerpo y alma al entrenamiento y a servir a su madre. De hecho, siempre había asumido con mayor o menor dolor en el alma, por la actitud de la altiva hechicera, que su heredero al final sería Kael. Pero ahora…
Ahora, ella era Bavmorda. Ella era la señora de Nockmaar. Y sabía perfectamente que no podía llevar aquella carga ella sola. No porque se considerase débil, ni mucho menos. Sino porque, simplemente, era demasiada responsabilidad para una única persona.
Desgraciadamente, el único hombre al que se hubiese entregado como mujer y como esposa estaba demasiado lejos de allí. Suspiró. Sorsha sabía bien cuáles eran las leyes intangibles que regían Andowyne desde tiempos inmemoriales, para bien o para mal, y entre ellas conocía de sobra la que afectaba a los príncipes y princesas herederos. Su virtud, la de unos y otras, era sagrada. Tanto que la elección final de los pretendientes dependía siempre del hijo o la hija en cuestión. Así, fuese bueno o malo, la responsabilidad de cara al éxito o fracaso del futuro gobierno recaería exclusivamente sobre el muchacho o la muchacha en cuestión. Puesto que, una vez entregada la virtud, ya fuese el oponente panadero, fulana o heredero del mayor ducado del mundo, el príncipe o la princesa debería casarse con esa persona.
De todas maneras, Sorsha ya había decidido, casi desde aquella lejana noche en la tienda del campamento avanzado, quién sería el hombre al que se entregaría. Inicialmente, solo había pensado en él como un futuro esclavo de sus deseos pero, una semana antes, después de derrotar a Bavmorda, hubiese querido que él se quedara a su lado en Nockmaar, como su consorte y rey de las tierras que daban nombre a la fortaleza. La princesa apretó los puños bajo el agua. «Maldito cabezota…»
En ese instante, un ruido distrajo sus pensamientos y la obligó a abrir los ojos y alzar la cabeza, alerta. Aguzó el oído para comprobar si el sonido se repetía y, en efecto, poco después escuchó como si algo corretease sobre la tarima del suelo. Igualmente, le pareció escuchar unos susurros apagados que procedían de la misma dirección. Sorsha frunció el ceño a la vez que, rauda, salía de la bañera y tomaba su batín, casi en un mismo movimiento. La muchacha permaneció alerta, erguida en el centro de la habitación, mientras trataba de localizar el lugar exacto de donde procedían las voces pero, en unos segundos, lo supo. Debajo de la cama.
Lentamente, la princesa se aproximó hasta el rincón donde estaba colgada su espada y, tras tomarla con cuidado pero con firmeza, se aproximó a la cama. Era pesada, pero no lo suficiente para ella. Con un movimiento rápido, Sorsha echó mano al mueble y lo izó en el aire con un grito, levantando colchón y todo. Pero allí no había nadie. O al menos, eso parecía.
–¡Aaaaah! –gritaron entonces dos voces chillonas.
Sorsha bajó entonces la mirada hacia el suelo, y su sorpresa se transformó en ira a la vez que soltaba la cama de golpe y perseguía a los dos brownies que habían salido disparados hacia la puerta. La joven lanzó la espada encima de la cama con un movimiento fluido antes de alcanzar, de dos zancadas, la posición de las diminutas criaturas. Entonces, los agarró por el pescuezo con dos dedos y los alzó frente a sí, con los ojos ardiendo como dos brasas candentes:
–¿Nunca os han dicho que no se debe espiar a una princesa en sus aposentos? –rechinó, visiblemente enfadada–. ¿Qué hacéis aquí?