Aviso: «Historias de Khalimai» está destinada a público a partir de 16 años.
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-¡Meri! ¡Meri! ¡Vamos, date prisa! ¡El festival es mañana y tenemos todavía millones de cosas que preparar!
La muchacha soltó el rodillo con cierto hastío sobre la encimera, se apartó un mechón de cabello rebelde del rostro con un corto soplido y contempló lo que tenía delante, con los brazos en jarras. Siete bandejas repletas de buñuelos de makidor con aderezo de hierbas silvestres, ni más ni menos. Meri resopló y contuvo el impulso de estirar la espalda justo a tiempo, puesto que en ese momento su amorosa aunque severa madre apareció por la escalera de la cocina. Acto seguido, los ojos de la misma se desviaron hacia las siete bandejas, sin que sus labios pudieran reprimir una sonrisa de orgullo mal disimulado.
-Vaya, querida. Hoy te has superado, tengo que admitirlo. Venga, ayúdame a hornearlos para el almuerzo. No podemos hacer esperar al abad…
Meri disimuló un leve bufido, sin responder y limitándose a alejarse unos metros para lavarse las manos en un barreño helado y aprovechar a recogerse de nuevo la espesa cabellera rubia en un práctico moño. Por supuesto, llevaba toda la mañana allí metida amasando buñuelos. ¿Qué esperaba su madre?
En el fondo, Meri no tenía de qué sorprenderse. Todos los años por el comienzo de la época del Metal, desde que recordaba, su madre y ella habían estado hasta arriba de trabajo en las cocinas del templo de Darak, situado en las faldas de las Montañas de los Herreros, a unos sesenta kilómetros de la frontera con Vidio. Para todo Alastir era el momento de lucirse, de acoger sus dos meses de regencia en el calendario y de dar la bienvenida a un nuevo año. Al otro lado de las ventanas, la escarcha aún cubría los bordes de los cristales y la nieve todavía cubría los caminos de tierra entre las casas del pueblo, situado unos metros más abajo en la ladera. El invierno daría poca tregua esta vez, pensó la hacendosa muchacha, sin detenerse. El Festival del Nuevo Año y la Regencia de Metal era un evento en el que todos disfrutaban y participaban… Todos, salvo la servidumbre del templo y las casas señoriales, claro.
«Con suerte, tendremos una opción mañana por la noche de ver los festejos de cierre», anheló Meri para sus adentros mientras ayudaba a su madre a introducir las primeras bandejas en el horno. Aquel era el primer día de celebración en el templo, con un almuerzo distinguido en el que el abad Meron invitaba a los nobles más reputados de la región a visitar el templo y, como no, hacer alguna que otra donación si había posibilidad. Meri resopló mientras seguía la orden de su madre y, después, mientras los primeros buñuelos se doraban al fuego, fue cogiendo las piezas de caza de la despensa fría para empezar a lavarlas y aderezarlas para el banquete.
Fue entonces cuando se escuchó un repiqueteo de pezuñas en el patio, más allá de la ventana, que congeló a las dos mujeres en el sitio antes de que intercambiaran una mirada de alarma. No podía ser que ya estuvieran allí. Los buñuelos tardarían casi una hora en hornearse y otra media en enfriarse lo suficiente como para ser mordidos. ¿Acaso era la hora y no se habían dado cuenta?
-Tú quédate aquí -le ordenó su madre a Meri en un tono que no admitía discusión, antes de que ella pudiese casi mover un dedo o abrir la boca-. Voy a asomarme a ver qué sucede. Tú sigue con esto.
La joven la observó irse, algo ceñuda pero sin replicar, mientras seguía con su labor obedientemente y empezaba a limpiar la carne de grasa y restos no agradables para los distinguidos invitados. Al menos, hasta que su madre volvió dos minutos después con el rostro pálido y algo desencajado. Meri soltó de inmediato los alimentos y corrió hacia ella, preocupada.
-Madre, ¿va todo bien? ¿Qué ocurre?
La mujer, que no se había adentrado más allá del umbral de la puerta de la cocina, pareció reaccionar entonces y, para sorpresa de Meri, la empujó ligeramente hacia el fondo de la cocina y le dijo, en un tono que Meri jamás la había escuchado utilizar pero que le puso los pelos de punta:
-Arréglate. El abad Meron quiere que subas.
La muchacha abrió mucho los ojos, sorprendida y notando un extraño escalofrío de alarma bajar por su espalda.
-¿Yo…? -preguntó, cauta, mientras otros cientos de preguntas se agolpaban en su mente galopante. Pero, al ver que su madre no respondía, añadió con sencillez-. ¿Ha pasado algo? ¿He hecho…?
-Eso ahora no importa -la cortó entonces su madre con cierta rudeza, para sorpresa de Meri-. Solo haz lo que te han dicho, ¿vale? Luego ya veremos lo que pasa…
Tal era la seriedad de su tono que Meri, a pesar de la falta de detalles, no se atrevió a replicar. Con el corazón acelerado, se apresuró a entrar en sus aposentos junto a la cocina, se cambió el delantal y la saya por un conjunto limpio y anodino en menos de un minuto, se lavó los restos de harina del rostro y corrió hacia la puerta de la cocina como alma que llevaba el diablo. Nadie desobedecía una orden directa del abad Meron en su templo. La cuestión era…
¿Por qué precisamente la había llamado a ella?
Al salir al frío invernal del patio, a Meri la recibió una pequeña ráfaga de aire que casi la hace trastabillar hacia atrás y caer de nuevo por los escalones hacia la cocina. En el exterior, una fina capa de escarcha cubría el borde del empedrado, junto a las columnas de acero revestido que rodeaban el patio de los criados. Unos metros más allá, se abría el zaguán que conducía al patio de recepciones. Conteniendo las ganas de tiritar a causa del frío, puesto que ni siquiera los conductos de metal candente que hacían de calefacción en el recinto lograban remediarlo del todo, Meri avanzó hacia allí con premura. El ambiente en el oscuro interior del zaguán era una bendición cálida comparada con el frío del exterior, pero aún tenía que llegar al otro patio y salir de nuevo. La joven criada maldijo para sus adentros mientras avanzaba hacia la luz. ¿Qué es lo que quería Meron de ella en un día cómo aquél? ¿Qué es lo que había hecho?
Las oscuras reflexiones la acompañaron hasta que llegó al umbral del patio de recepciones del templo de Darak: un amplio recinto pentagonal rodeado de elegantes columnas de bronce y acero cromado que no tenían nada que ver con las modestas estructuras que acababa de dejar atrás. A la izquierda del mismo, desde la perspectiva de Meri, se abría otro pasillo corto hasta las aulas de entrenamiento físico y las caballerizas, las cuales pegaban casi con los alojamientos de los criados que la joven había dejado a su espalda. Un poco más allá del citado corredor, una entrada modesta conducía a las aulas de meditación, mientras que a la derecha dos pasajes conducían, respectivamente, a las dependencias del abad Meron y a las de los aprendices.
Como su madre y ella habían intuido, la comitiva de invitados ya había llegado. Serían unos diez, todos vestidos de gris y ocre como correspondía a los Doroma de Metal. Casi todos eran hombres, salvo tres figuras más femeninas erguidas entre ellos que destacaban como focos en la noche. Dos de ellas llevaban la cabeza descubierta, pero no la tercera, la más menuda, que permanecía algo apartada del grupo y mantenía su identidad oculta por la capucha. El abad Meron ya conversaba con algunos de los recién llegados y los mozos de cuadra, muchos de ellos aprendices procedentes de estamentos sociales inferiores, se estaban ocupando de llevarse a los dóciles nigrum hacia las caballerizas. Meri reprimió un escalofrío como siempre que los veía de cerca.
Los ejemplares adultos medían más de metro y medio de alto hasta el dorso, con la piel coriácea y oscura, cuatro patas fuertes y cubiertas de pelo y una cabeza tan grande y dura como una roca. De los anchos belfos inferiores les sobresalían dos pequeños pero amenazantes cuernos laterales. Solo cuando vio que los animales estaban a una prudente distancia, Meri se atrevió a salir de las sombras y adentrarse en la tenue luz del patio, avanzando hacia la comitiva en actitud sumisa.
El abad Meron fue el primero en reparar en ella y mostró una de sus extrañas sonrisas de afabilidad que reservaba para las recepciones y para sus más allegados.
-¡Ah, Meri! Qué bien que ya estás aquí -pareció alegrarse Meron mientras ella se aproximaba hasta estar junto a la comitiva, con la cabeza parcialmente inclinada en actitud de respeto-. ¡Alkor! Ven aquí, muchacho. ¿Dónde está tu hermana?
Al escuchar aquel nombre, Meri dio un respingo y apenas se atrevió a mirar al aludido de reojo, ignorando el resto de la frase por completo. En efecto, Alkor estaba entre los integrantes del grupo, aunque Meri no había podido verlo hasta ahora. El joven, con su cabello negro siempre peinado hacia atrás, se encontraba ayudando a desmontar a la figura encapuchada que Meri había entrevisto de lejos justo cuando el abad reclamaba su atención. Al reparar en la hija de la cocinera, el aludido frunció el ceño; pero, para alivio de la misma, no hizo ningún comentario. No esta vez. La joven tuvo que contener el apretar los puños entre los pliegues de la falda cuando el joven maestro de Metal llegó a su altura.
Casi desde que se conocían, apenas siendo unos críos, Alkor nunca la había mirado dos veces con simpatía por el simple hecho de ser una sencilla camarera que no tenía habilidades de Metal. De hecho, a él y a muchos otros les sorprendía que no la hubiesen enviado a Kulia cuando nació, aunque lo asociaban a que su madre tampoco tenía el Don y Meron siempre había tenido debilidad por ser abogado de las causas perdidas. Sin embargo, Alkor era el único que se atrevía a cuestionárselo a la muchacha si se cruzaban por los pasillos del templo. Para Alkor, desde siempre Meri solo había sido un estorbo, aparte de una cría aparentemente molesta que correteaba en sus ratos libres por el templo e incordiaba sus estudios. Curiosamente, nunca ningún otro aprendiz había tenido problemas con ella en ese sentido, pero Alkor parecía haber desarrollado una especial aversión hacia Meri desde que la vio por primera vez. Salvo… Aquella vez.
Meri sacudió la cabeza, apretando los dientes. Dudaba que Alkor se acordara de aquello. «Si fuera así, las cosas quizá serían muy distintas», pensó con cierta amargura.
-Abad Meron… ¿Podemos hablar en privado un momento? -preguntó Alkor, claramente irritado.
De reojo, Meri vio con cierta satisfacción cómo el líder del templo negaba despacio con la cabeza.
-No, Alkor. La decisión está tomada -susurró, tenso-. Y ya está.
El joven maestro bufó por la nariz, pero no replicó. Lo último que se le ocurriría hacer era montar una escena delante de los nobles de la zona.
-Abad Meron, ¿hay algún lugar donde podamos dejar nuestras capas? -quiso saber entonces otro de los invitados, mientras otros aprendices ya acudían a atender sus necesidades y conducirlos hacia el resguardo de los soportales del patio. Lord Manor, si a Meri no le fallaba la memoria de otros años. La criada se sorprendió al constatar que parecía haber envejecido de golpe en los últimos catorce meses y se preguntó interiormente por qué, aunque de puertas para afuera mantuvo la compostura por completo-. He oído decir que el olor a makidor asado llegaba hasta la casa que está en la falda de la colina.
Junto a Meri, el abad rio con ganas. A la joven siempre le había parecido que era como si un trueno resonara en su abultada barriga.
-Mi querido Manor, con los años que lleváis viniendo a esta celebración, me sorprende que aún os guiéis por los rumores sobre algo que ya es tradición… -en ese instante, el humor de Meron desapareció mientras se giraba de nuevo hacia Alkor, que aguardaba tenso junto a él y con aparentes ganas de decir algo más-. No vamos a volver a discutir esto, Alkor -entonces, la voz de Meron y su rostro volvieron a cambiar como por ensalmo al ver a la figura que se aproximaba por la espalda del joven Doroma-. ¡Ah! Querida Miku, bienvenida al templo de Darak. Espero que tu estancia sea muy placentera aquí -de inmediato, Meron se situó lateral a Meri y esta, sin quererlo, quedó frente a frente a la figura encapuchada a la que había atisbado desde lejos. Y apenas atinó a hacer una educada reverencia cuando Miku se bajó la capucha y dos ojos azules como el cielo la encararon desde un rostro redondo, terso y rodeado de una cabellera oscura primorosamente recogida-. Te presento a Meri, la que será tu doncella durante tu estancia aquí -Meri escuchó a Alkor resoplar, pero como si estuviera muy lejos en vez de a su lado-. Cualquier cosa que necesites, por favor, pídesela.
Meri, recuperada de la sorpresa de ver a aquella preciosa adolescente, se inclinó de nuevo, respetuosa y pronunció:
-Estoy a su servicio, milady.
Miku entonces sonrió con una dentadura perfecta, los ojos brillantes, hizo una ligera inclinación de cabeza y respondió:
-Encantada, Meri. Estoy segura de que nos llevaremos muy bien.
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