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#FanficThursday: Step Up (Capítulo 24)

The Only One – Camille&Moose (Step Up Fanfic)

Capítulo 24 – Un pasito más (Los Ángeles)

Para Carmen

Los Angeles. Ciudad de fama, éxitos y fracasos. El lugar al que, hace años, emigraron mis abuelos maternos desde su lejana Europa del este. La gran esperanza para su mayor pasión: el baile.

Con esos antecedentes, aunque mi madre reconozco que apenas hizo caso al baile desde que pasó a la adolescencia, no es de extrañar que yo haya terminado como lo he hecho. Cierto que, recién acabada la carrera hace apenas dos meses, mi mayor prioridad es encontrar trabajo como ingeniero y dejar el baile; pero no puedo negar que lo llevo en los genes.

–»Cha-Cha Palace» –lee Cam en voz alta cuando llegamos a la puerta, antes de dirigirme una mirada cargada de ironía–. ¿En serio?

–Mis abuelos no vienen del Street precisamente, cariño –sonrío, a la vez que imito su tono–. Aunque he de admitir que lo que son los bailes de salón no se les dan nada mal.

Camille agacha la cabeza, sonriendo avergonzada, y yo me acerco para besarla en la sien sin poder evitarlo.

–Vamos, ya deben estar esperándonos –le indico antes de abrir la puerta de la escuela para que pase.

Porque, en efecto, el edificio donde nos adentramos es ni más ni menos que donde mis abuelos montaron, hace casi veinticinco años, su propia escuela de baile. Y, hasta la fecha, parece que les va realmente bien. Eso sí, sé que nunca será mi estilo.

–¡Mooski! –mi abuela es la primera en salir a recibirnos con una radiante sonrisa y, después de abrazarme y besarme, se vuelve hacia mi novia–. Ajá, y tú debes de serr Camille…

De inmediato y sin que casi mi novia pueda reaccionar, mi abuela se inclina a darle dos efusivos besos. Lo normal en su país y algo a lo que nunca ha podido ni sabido renunciar.

–E… Encantada de conocerla por fin –balbucea Camille en cuanto se recupera y logrando mostrar una sonrisa que oculta su, para mí, evidente nerviosismo ante la situación–. Moose me ha hablado mucho de ustedes y de este sitio.

Mi abuela, por su parte, pone ligeramente los ojos en blanco a la vez que sonríe igualmente.

–Puedes tutearrme tranquilamente –le indica, marcando las erres como de costumbre con su peculiar acento–. Porr favorr, pasad. Tu abuelo está recogiendo el material en el piso de arriba –me indica mientras subimos las escaleras, como pollitos detrás de la gallina madre–. Y Camille, entre nosotras… Crreo que yo he oído muchísimo más hablarr de ti. ¿Verrdad, Mooski? –me pregunta guiñando un ojo.

«Ay, no», resoplo para mis adentros. ¿Por qué tiene que hacer eso? De inmediato, noto cómo mis mejillas se calientan con un rojo acusador que hace que Camille se ría por lo bajo antes de dirigirme una discreta mirada de comprensión.

–Ah, ya estáis aquí –saluda entonces mi abuelo. El gran Boris–. ¿Listos parra ir a comer?

Popa –lo saludo, antes de abrazarlo con cariño–. Cuánto tiempo.

-Es sierto… Pero ya sabes –baja la voz en actitud confidente–. Tu padre no quiere oír hablar del baile ni en pintura.

Tuerzo el gesto como si acabase de tragar un limón especialmente ácido. Sí: al susodicho le había hecho poca gracia saber que, a pesar de todo, había estado esquivando su vigilancia todos los años de universidad y apañándomelas para estudiar dos carreras en vez de una… La segunda, bailando.

Mi madre, en realidad, sí lo sabía y confió en mi capacidad para dedicarme a las dos cosas que más me apasionaban en el mundo, al tiempo que me pagaba parte de las matrículas sin que mi padre supiera nada. Yo conseguía el resto a partir de premios de concursos, becas y similares… Lo que mi talento o el de Los Piratas me concedían.

Incluso hubo alguna vez que Tyler se ofreció a echarme una mano pero, por suerte, pude eludir esa responsabilidad siempre que surgía la ocasión. Me llevo fenomenal con él, pero no podía hacerle eso a Camille. Mi orgullo me lo impedía. Tenía que demostrarle a mi padre, si algún día se enteraba, de que podía con ello. Solo.

Ahora, en la sala de amplios ventanales donde mis abuelos dan clases, de repente siento como si volviera a la MSA, a las clases, a dejarme llevar por la música… Pero toca poner los pies en el suelo. Porque es probable, en honor a la verdad, que encuentre un sueldo aceptable como ingeniero que como bailarín.

–Por sierto, Mooski. ¿Cómo te fue la entrevista de esta mañana en Magogan? –pregunta entonces mi abuela.

Sonrío con ternura sin querer.

–Es McGowan, baba –la corrijo– Y creo que bien, pero supongo que tardaré en saber algo.

En efecto, es el motivo primordial por el que estoy en Los Ángeles. Convencí a Camille de que viniera conmigo a conocer a mis abuelos, pero sé que ella está pendiente de hacer algunas entrevistas también tanto en Nueva York como aquí, así que nos pareció una buena ocasión para estar solos y tranquilos aparte de visitar a la familia.

Mi abuelo se encoge de hombros y mi abuela, asiente, conforme.

–Bueno, entonces… A comer.

Por suerte para Camille, no hay más momentos ni preguntas incómodas durante la comida en un restaurante libanés cercano, ni siquiera cuando mis abuelos descubren que Camille solo como vegetales. Nada de carne ni derivados de animales. Pero mis abuelos lo asumen con aparente naturalidad y no hacen comentarios al respecto, a pesar de que mi popa, en particular, es un carnívoro convencido.

La tarde pasa tranquila y nos quedamos a cenar y dormir en casa de mis abuelos, con lo que descubro con alegría que mi novia congenia con ellos a la primera. A la mañana siguiente, Camille se va a una entrevista y yo voy con mis abuelos a la escuela. Es viernes por la mañana y no tienen clases programadas hasta la una; por lo que, después de ayudarlos a limpiar y recoger, mientras ellos terminan una serie de gestiones, yo no puedo resistirme a subir a la sala de baile de nuevo. E incluso sin música, siento cómo la pista me llama. Necesito bailar.

Por ello, enseguida mi cuerpo empieza a moverse casi por voluntad propia. Al menos, hasta que un carraspeo que conozco de sobra me hace girarme como un resorte hacia la puerta.

–No puedes renunciar a ello, ¿eh? –me pregunta Camille con una sonrisa.

Yo la imito.

–Creo que lo llevo en la genética grabado a fuego –bromeo, antes de acercarme y que ella haga lo propio–. ¿Qué te han dicho?

Ella se muerde el labio.

–Bueno, yo… – «eh, eso no vale, ese truco es mío», pienso de inmediato, aunque intuyo con alegría y algo más lo que supone que lo use–.Ya tengo trabajo en una editorial así que…

A pesar de que me ha chinchado un poco, me alegro enormemente por ella. Aunque es cierto que un nudo algo incómodo se apodera de mi estómago. Si ella se viene a Los Ángeles, yo podría venirme con mis abuelos pero, sin trabajo… Aun así, no quiero echar a perder su sonrisa y le digo tras besarla:

–Cam, es maravilloso…

Pero no puedo decir más porque, de inmediato, suena mi móvil. Número desconocido.

–¿Sí? –respondo, con el corazón desbocado.

–¿Señor Alexander? –al otro lado del auricular suena una voz de hombre mayor que no soy capaz de identificar a la primera–. Soy McGowan, nos vimos ayer para su entrevista –¿rs posible tanta coincidencia? Tiene que serlo. Ojalá que lo sea–. La verdad, joven, me ha convencido su candidatura y su aparente capacidad de sacar adelante cualquier proyecto que se proponga –espero que no se esté riendo de mí, pero con los nervios que tengo ahora mismo no sabría distinguirlo–. Así que me gustaría que empezase el lunes a trabajar en la empresa. Las mismas condiciones que le expuse ayer. ¿Qué le parece?

Estoy a punto de dar un salto de alegría, pero me contengo antes de aceptar educadamente. Es la respuesta que había rezado por obtener hace unos minutos, pero no puedo decirlo así o quedará fatal. Camille, por su parte, me mira con los ojos como platos, esperando alguna reacción más evidente por mi parte e intuir qué está pasando.

–De acuerdo, señor. Gracias –cuelgo y me vuelvo hacia Camille, que me interroga con mirada inquisitorial–. Me lo han dado –exclamo, sin creérmelo aún–. ¡Me lo han dado!

Estoy eufórico y Cam reacciona igual, abrazándome y comprendiendo a la primera lo que significa. De la alegría, le doy una vuelta en el aire mientras ella ríe encantada. Pero una idea acaba de cruzar por mi cabeza. Si los dos estamos en Los Angeles…

–Bueno, entonces… –murmuro junto a su cuello–. Es hora de que empecemos a mirar algún piso por aquí, ¿no?

Como un acto reflejo, mi novia deja de reír de golpe y me mira como si no se creyese lo que acabo de decir, a la vez que una sutil sospecha se apodera de su rostro. Pero espero que realmente haya entendido la indirecta.

–Moose… ¿Me…? Yo… –se tapa la boca con las manos cuando ve que yo muevo la cabeza arriba y abajo, confirmando lo que sospecha. Y tras unos segundos que se me hacen eternos, por fin responde–. Vale. Sí… ¡Sí! –me echa los brazos al cuello y yo la abrazo también, emocionado–. Te quiero, Moose.

Yo cierro los ojos y respondo junto a su pelo, antes de aspirar ese aroma que me encanta. Bueno, como todo en ella.

Y no hay otra persona con la que quiera compartir esta nueva senda que se abre ante mis pies…

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