El Plan de las chicas (Parte II) (Wano-Egghead III)

Al final, la fiesta en la piscina se alargó todo el día y hasta entrada la noche. Por suerte, después de eso todos los Sombrero de Paja parecían estar agotados y se retiraron pronto a descansar. Todos… salvo tres, y Zoro era uno de ellos.
No estaba seguro de cuánto llevaba allí parado, cruzado de brazos y apoyado en una esquina de camino a los dormitorios. Cualquiera que lo hubiera visto habría asumido que estaba haciendo guardia como de costumbre, pero su mente estaba a la mayor distancia imaginable de la atención requerida para esa tarea.
Con dedos temblorosos, sacó por enésima vez la arrugada nota del bolsillo de la camisa y volvió a leer lo que había escrito en ella:
“Tenemos que hablar. Dormitorio de las chicas, después de cenar. Entra directamente. N”
Zoro resopló, inseguro como pocas veces en su vida, sin querer hacerse ilusiones. En otras ocasiones, Nami y él se habían encontrado a solas, y las cosas casi siempre habían terminado con más piel expuesta de la decente, perlada de sudores mezclados entre excitantes jadeos de placer. Sin embargo, aquella forma de proceder tan secreta y exigente solo le hacía preguntarse qué podría ser diferente esa vez. Además, Nami había estado distante y extraña durante todo el día, lo que no contribuía a tranquilizar a un Zoro que un par de años atrás no se habría preocupado tanto por una actitud así. De hecho, estaba seguro de que si no fuera por sus extrañas circunstancias, habría sido capaz de hablar de ello con Nami sin ningún problema.
«¿Qué es lo que quieres, Nami?», se preguntó, sin obtener respuesta, mientras miraba una vez más a los dormitorios.
Quizá solo había una forma de averiguarlo. De hecho, Robin había ido hacía menos de diez minutos en dirección al castillo de proa y se había sentado junto al timón a leer, sin que nadie la molestara. El guerrero resopló y tomó una decisión de la que esperaba no arrepentirse mientras sus pies se movían, como por voluntad propia, hacia la puerta del dormitorio de las chicas.
Con el corazón acelerado y obedeciendo sin rechistar lo que ponía en la nota, tras mirar por enésima vez a su alrededor para evitar que algún camarada lo viera en aquella tesitura, Zoro empujó la puerta apenas y asomó la cabeza con tiento. La habitación estaba iluminada solo por una pequeña lámpara situada sobre el tocador y la persona que buscaba estaba sentada enfrente.
—¿Nami? —llamó en un susurro.
Ella se giró de golpe al escucharlo, mostrando una expresión de curiosa alegría al comprobar quién era.
—¡Zoro! —susurró, prudente considerando que sólo una pared los separaba de sus compañeros, al tiempo que se levantaba para acercarse a él—. Has venido.
Zoro asintió, tratando de no pensar en el hecho de que su compañera solo llevaba puesta una camiseta de tirantes de color claro y unos pantalones cortos de algodón a juego. No es que no estuviera acostumbrado a que la mayor parte de la ropa de Nami no dejara mucho a la imaginación, pero en sus circunstancias y dentro de su nerviosismo era mucho más difícil mantenerse estoico ante ese hecho.
—¿Era eso lo que querías, no? —preguntó, quizá con más brusquedad de la necesaria, tras cruzarse de brazos al cerrar la puerta.
Al escucharlo, Nami se detuvo en seco, imitando su gesto.
—Bueno, sí —confirmó, frunciendo apenas el ceño—, pero no entiendo por qué parece molestarte.
Zoro la observó con detenimiento, tratando de entender qué demonios estaba pasando en aquel dormitorio.
—Pues… tú dirás. No estoy acostumbrado a entrar en el cuarto de las chicas sin motivo —expuso, serio y sin alzar la voz tampoco—, así que supongo que es algo importante. ¿Qué necesitabas?
Para su ligera confusión y cierta estúpida esperanza, la navegante bufó como si fuera obvio.
—No me lo puedo creer. ¿Te has olvidado de lo que pasó hace apenas unos días en el gimnasio? —lo increpó, en el mismo tono.
Zoro suspiró, sintiendo cómo se aceleraba el pulso en un instante.
—No, claro que no; pero se supone que tenemos un trato —le recordó, con menos convicción de la que esperaba—, así que igual no debería haber pasado nada.
Nami se humedeció los labios, con una expresión más derrotada.
—Lo sé —reconoció, sin aliviar en absoluto el dilema interno de su compañero—, pero no puedo creer que después de todo no te apetezca verme ni siquiera un rato.
Zoro frunció el ceño, perdido.
—Te veo todos los días, Nami —expuso con franqueza.
Para su mayor extrañeza, ella puso los ojos en blanco y se echó una mano a la frente, como si le estuviese escapando algo obvio.
—Idiota, no entiendes nada de las mujeres —le espetó, apartando la vista.
Zoro no entendía nada, en efecto. Así que decidió que, de cualquier modo, aquel encuentro no tenía sentido.
—Estoy agotado, Nami. Me voy a sobar un rato a mi litera —dijo, girándose con intención y echando mano al pomo de la puerta—. Buenas noches.
—Espera, Zoro.
Antes de que pudiera reaccionar, el espadachín notó primero la mano de Nami sobre su muñeca, para después rodear su cintura con los brazos y pegar su cuerpo al de él con ternura y cierta demanda que casi le hizo sudar de anticipación. Aun así, lo primero que fue capaz de decir, nada más devolverle el gesto con una pequeña sonrisa cariñosa, fue:
—Anda que… Que no nos vea el Cejas, que revienta.
Nami movió un brazo para golpearle el pecho con el puño.
—Imbécil —lo insultó contra su piel.
—¿Qué? Es cierto —se defendió él.
Nami se apartó para mirarlo, aún ceñuda.
—Ahora mismo Sanji me da igual —decretó—. ¿No estabas tú preocupado por mí en Onigashima?
Zoro alzó las cejas, reprimiendo el impulso de rodar su ojo bueno ante el puchero de ella.
—Así que era eso, pero yo pensaba que eso era agua pasada…
—Lo será para ti —espetó ella—. Yo todavía tengo pesadillas con ese sitio.
Al ver que su entrecejo se marcaba aún más, Zoro resopló sin enfado.
—Si quieres saberlo, estaba preocupado lo suficiente como para saber que podías apañártelas con tus responsabilidades. ¿Te sirve?
Nami lo observó, apartando la vista un instante después.
—Qué frío eres.
Zoro sacudió los hombros, incómodo.
—Cada uno tenemos una labor en esta tripulación. Creo que ya te lo dije en su momento —replicó, antes de apartar los brazos y cruzarlos frente al pecho, rozando apenas la camiseta de ella dada la corta distancia entre ellos—. Además, ¿qué es lo que quieres? ¿Que te trate como a un jarrón? Tú no eres así, Nami, y yo tampoco —declaró sin tapujos—. Confío en tu habilidad.
Bajo la tenue luz de la lámpara, Zoro hubiese jurado que Nami se había ruborizado.
—De todas formas, Luffy y tú sois unos inconscientes —refunfuñó.
—Todos tenemos un objetivo: ayudarle a ser el rey de los piratas —le recordó él, firme—, por muchas locuras que haga.
—¡Tú sí que eres un cabeza loca! —le soltó Nami, como si de verdad la enfadase su forma de actuar.
—¿Vas a estar insultándome toda la noche o quieres algo más de mí? —quiso saber él, cada vez más molesto.
Nami torció el gesto ante su pregunta tan tajante, pero el brillo de sus ojos la delató cuando susurró:
—Me encantaría que te quedaras conmigo hoy.
Zoro negó de inmediato por puro impulso.
—Robin es tu compañera de habitación y la gente comenzaría a hablar —objetó, sin casi atreverse a mirarla a la cara—. No puedo.
Por su parte, Nami se acercó de nuevo para buscar su mirada y pasó sus manos por los músculos de su torso con cierto aire suplicante que Zoro conocía.
—Zoro… —susurró ella, con claro deseo—. Por favor… Solo… un rato… Yo… me asusté cuando Franky apareció contigo medio muerto y… estaba tan preocupada por ti mientras estuviste inconsciente que… Si hubieras…
El guerrero suspiró, rindiéndose como de costumbre a los ruegos de la pelirroja. Ambos eran plenamente conscientes de cómo podía acabar aquello, pero, por primera vez en muchos días, a Zoro no le importó lo más mínimo. En secreto, le gustaba la fuerza de voluntad de Nami, su valentía y su carácter. Por mucho que quisiera, no podía resistirse a la pasión que su navegante mostraba cada vez que se acostaban.
Con otras mujeres, para bien o para mal, hacía caso omiso sin problema; había sido el caso con Hiyori cuando le había confesado sutilmente lo que sentía antes de irse de Wano. Él no sentía nada más allá de la responsabilidad por Momo y su obligación formal de protegerla, y tampoco quería herir sus sentimientos. Sin embargo, con Nami no podía resistirse, hiciera lo que hiciese. Se conocían demasiado bien y había una conexión entre ellos que superaba la que tenía con cualquier otra persona… Al menos, en el mundo de los vivos.
Por supuesto, Zoro temía que los descubrieran por pura timidez, pero reconocía que cuando Nami se mostraba más vulnerable, como era el caso cuando estaban a solas, algo en él se abría de par en par y solo quería acogerla dentro para borrar todas sus preocupaciones y problemas.
Cuando sus labios se rozaron, fue algo lento y cuidadoso, como si temieran meter la pata; cobrando más urgencia a medida que avanzaban los segundos y mientras las manos de ambos empezaban a recorrer sus respectivos cuerpos. Los dedos de ella se enredaron en su pelo verde mientras los de él rodeaban su cintura y ascendían despacio sobre la tela hacia sus grandes pechos. En un momento dado, Nami apagó la luz por prudencia, pero eso solo pareció encender más la pasión que rugía en sus venas.
Entre profundos besos y discretos gemidos de placer, con manos temblorosas, los dos piratas se desnudaron mutuamente antes de caer enredados entre las sábanas de la estrecha cama de la joven. Sin embargo, para sorpresa de Zoro y justo antes de pasar a mayores, cuando él estaba sobre ella, Nami le apoyó las manos en el pecho y lo frenó sin violencia.
—Déjame marcar el ritmo a mí —pidió.
Zoro la miró con curiosidad.
—¿No sueles estar tú encima cuando lo hacemos? —quiso saber con mordacidad.
Nami hizo un puchero, sabiendo que era cierto.
—¿Tienes alguna queja?
El guerrero rio por lo bajo.
—La verdad es que no. ¿Qué tienes en mente esta vez?
En la penumbra, Nami mostró una sonrisa coqueta que aceleró el pulso del guerrero todavía más.
—Para una vez que tenemos una cama disponible desde hace dos años, créeme: no te vas a arrepentir.
El guerrero frunció el ceño al oír aquella afirmación tan categórica, pero no pudo resistirse ante sus ojos castaños y suplicantes y terminó dejando que ella se situara encima de él. Nami lo guió con suavidad hacia su interior, mientras echaba la cabeza hacia atrás con deleite y jadeaba al unísono con él. Cuando empezó a balancear las caderas y a montarlo sin prisa, el guerrero pensó que se iba a desmayar de gusto mientras aferraba sus curvas con ambas manos. Quisiera o no, Nami tenía razón: un colchón mullido no era lo mismo que una bañera, una choza en ruinas o el suelo del gimnasio. Zoro se dio cuenta entonces de cuánto lo había echado de menos desde Amber Bay.
Por otra parte, Zoro estaba nervioso por que alguien más que Robin pudiese descubrirlos, ya que ella era la única que sabía lo que sucedía entre ellos, y pensaba que no sería capaz ni siquiera de terminar. Sin embargo, la respuesta de su cuerpo fue tan feroz solo con rozar el interior de su amante que apenas tuvo fuerzas para jadear, cuando el momento enseguida se acercó:
—Nami, creo que… no voy a aguantar mucho más… Yo…
Su frase se interrumpió cuando un intenso temblor recorrió todo su cuerpo y de su boca escapó un gemido bajo y anhelante que ella escuchó de todas formas. Nami suspiró y abrió los ojos, pero hizo algo que él no esperaba: sin avisar, se levantó y separó sus cuerpos, haciendo que de la garganta de él saliera un gemido de frustración.
—¡Nami! ¿Qué demonios…?
No obstante, calló cuando el dedo índice de ella aterrizó sobre sus labios.
—Podemos alargarlo si me dejas terminar de una forma especial —explicó la joven, inclinándose hasta que sus narices se rozaron, en una actitud tan erótica y exigente que Zoro notó un escalofrío de placer azotándole el cuerpo sin remedio—. ¿Qué opinas?
El joven suspiró, más encantado que en toda su vida y agradeciendo en parte que aquello no se acabara tan pronto como amenazaba hasta hacía unos segundos. Sin embargo, cuál no fue su sorpresa cuando Nami, en vez de seguir con el acto en sí, se metió debajo de las sábanas y empezó a besarle desde la clavícula, bajando por sus pectorales y abdominales; provocándole una extraña y desconocida sensación de placer que hizo que su vista se nublara. Cuando Nami repasó los recovecos de su vientre con la lengua, Zoro puso los ojos en blanco y gimió una palabrota, pero nada se comparó al escalofrío que recorrió su cuerpo entero cuando su amante alcanzó la altura de la entrepierna.
Las veces que se habían acostado, Nami y él nunca habían ido más allá de lo estándar que conocía cualquier pareja. Pero aquella nueva interacción —al menos para el tímido guerrero— parecía demasiado buena para ser real. Apretando los dientes para no gemir en voz alta, Zoro cerró los ojos y se aferró al colchón con ambas manos mientras su cuerpo se arqueaba con pasión bajo los besos y las caricias íntimas de la joven, rogando porque nadie lo escuchase y al mismo tiempo porque aquel recién descubierto placer sobre su miembro no se acabara nunca. Por desgracia, el inevitable final llegó más pronto que tarde y el guerrero tuvo que contenerse para no emitir más que un intenso gruñido de disfrute en vez del grito de éxtasis que su cuerpo le pedía soltar.
«Qué sensación», pensó, con las piernas temblando sin control. «Joder, Nami…».
Mientras tanto, esta emergió de nuevo y lo miró, relamiéndose y generando un pensamiento muy poco decente en el agotado guerrero.
—Nami… —jadeó, sin aliento, mientras ella se tendía de nuevo a su lado—. ¿Qué demonios ha sido eso?
—¿Qué? ¿No te ha gustado?
Él soltó una risita ronca mientras ella se apoyaba sobre un codo a su lado.
—Decir eso sería mentir descaradamente, pero… ¿Cómo te ha dado por ahí?
—¿Qué pasa? ¿No te lo han hecho nunca? —preguntó ella, burlona.
Zoro frunció el ceño.
—¡No te rías de mí! Ya te dije en su día que mi experiencia no es muy extensa, ¿vale? —declaró, en tono picado.
Nami, por su parte, parecía estar pasándoselo en grande con aquella conversación, porque su sonrisa se volvió mucho más soberbia.
—No es algo de lo que la gente no haya oído hablar —indicó, para mayor escarnio del joven.
—En la teoría sabía lo que era, listilla —replicó él, desdeñoso—, pero…
Calló de golpe, sin saber cómo justificar más allá su falta de experiencia sexual y apartando la vista. Por suerte, Nami pareció decidir en ese instante que le había fastidiado suficiente, porque le revolvió el flequillo cariñosamente con los dedos y ronroneó:
—Vale, vale. Qué mono te pones cuando te enfadas.
Zoro puso su único ojo en blanco y Nami soltó una risita.
—De todas formas —añadió ella— te diré que no es algo que no supiera que se podía hacer, es que… llevaba cinco años sin practicarlo.
Zoro hizo una mueca asqueada, sin quererlo, como cada vez que pensaba en lo que Nami había tenido que hacer en su adolescencia a cambio de dinero.
—Pero… contigo… es distinto —reconoció ella entonces—. Y quería que mis recuerdos fueran distintos en este caso.
Tras ese último comentario, el espadachín la observó con un nuevo respeto y un punto extra de cariño.
—No tienes que obligarte a nada conmigo —le recordó.
«No somos más que camaradas, en el fondo», quiso añadir, pero se contuvo a tiempo.
Aunque fuese cierto, aquellos momentos de cercanía eran un punto de calma entre todas sus aventuras y peleas con el resto del mundo. Aunque él no lo dijese en voz alta y el joven espadachín supiera que nada en su relación era vinculante y que ambos podían hacer lo que quisieran por su lado, apreciaba de verdad la oportunidad de disfrutar con aquella ladrona desvergonzada, y algo avariciosa sin maldad, cuando se presentaba la ocasión.
—Lo sé —repuso ella entonces, girando la cabeza en su dirección—. Gracias por no juzgarme.
—No me corresponde hacerlo. Eso sí, la próxima vez —la regañó Zoro, sin demasiado enfado y con cierta diversión interior— avisa de tus intenciones. ¡Casi me da un infarto!
Nami rio con ganas.
—Y yo pensando que a ti era difícil ponerte nervioso —lo chinchó.
—Muy graciosa.
Nami se rio por lo bajo y se volvió a tumbar, mirando al techo. Zoro la imitó, dejando que ella acomodara la cabeza en el hueco entre su hombro y su clavícula, y se quedaron ambos en un cómodo silencio que duró varios minutos.
—¿Cuándo crees que será?
Zoro dio un respingo, percatándose justo a tiempo de que estaba a punto de dormirse, y ladeó la cabeza hacia Nami.
—¿Qué quieres decir? —murmuró, relajado.
Ella pareció dudar sobre cómo continuar.
—La batalla final —repuso al fin, sin alzar la voz y con cierto temor que Zoro detectó sin esfuerzo—. Por mucho que lleguemos sanos y salvos a Laugh Tale… Algo me dice que tendremos que luchar hasta la muerte si hace falta para que Luffy alcance su objetivo.
Él suspiró.
—Yo nunca he dudado de eso, pero sé que estamos preparados para enfrentar lo que sea —le aseguró, tranquilo.
—¿Crees que el tesoro de Roger será muy grande? —preguntó entonces Nami con un tono más malicioso.
Zoro contuvo una risita mordaz.
—No tengo ni idea, pero tú siempre estás pensando en lo mismo…
—¿Qué pasa? —inquirió ella, irguiéndose sobre un codo para encararlo—. Quiero tener dinero y, si un pirata difunto ha dejado un tesoro por ahí, no me voy a quedar de brazos cruzados.
Zoro la miró con cierta diversión, sin responder. Pensando, en el fondo y por un absurdo segundo, que ese era el gran escollo para contemplar un posible futuro con Nami. Aunque fuesen piratas y a él no le importase hacerse con el tesoro que hiciera falta, ella nunca aceptaría a alguien como él a largo plazo. No tenía suficiente dinero para hacerla feliz y darle todas las cosas materiales que deseaba, y ese pensamiento le dolió en el pecho por primera vez en esos tres años. Para bien o para mal, Nami debió notar su desazón, porque su rostro pasó enseguida a mostrar cierta inquietud.
—Eh, ¿va todo bien? —preguntó.
Pillado en falso, él resopló y apartó la vista, forzando una sonrisa.
—Nada, no es nada. Creo que es hora de que le dé el relevo a Robin y me vaya a dormir a mi cuarto, o a hacer guardia para que nadie sospeche —mintió, piadoso.
—Oh… De acuerdo —pareció aceptar ella, aunque la sonrisa no se reflejaba en sus ojos—. Pues… Nos vemos mañana, ¿entonces?
—Claro —aceptó él, saliendo de entre las sábanas para buscar su ropa de espaldas a Nami—. Mañana nos veremos.
Mientras se vestía y volvía a colocar las espadas junto a su costado, notaba los ojos castaños de su compañera clavados en su espalda, pero por primera vez en meses el guerrero no se atrevía a enfrentarlos.
«Mañana se me habrá olvidado todo esto y volveremos a la normalidad», trató de convencerse.
Sin embargo, ni al despedirse definitivamente con un casto «buenas noches» y salir al fresco aire de la noche, ni al indicarle a Robin que podía volver a su dormitorio y darle las gracias, ni siquiera al tumbarse por fin a dormitar en la zona central del barco para hacer guardia, el guerrero consiguió responder con convicción a la pregunta que empezaba a martillearle la cabeza cada vez más a menudo conforme se acercaban al final del camino: ¿acaso estaba haciendo lo correcto con Nami… o deberían dejarlo de una vez por todas antes de hacerse daño de verdad? Porque si algo lo aterrorizaba, y no lo confesaría ni muerto, es que estaba empezando a enamorarse de ella. Y eso, en su opinión, era el peor error que habría cometido en sus veintiún años de vida.

