Chapter 29 — Una voz angelical (VII) (Cars 2)

Bajo la tenue luz de la luna, Rayo McQueen se esforzaba por circular con el mayor cuidado posible, aunque su corazón le pidiera pisar a fondo el acelerador; todo por encontrar a su hermana pequeña cuanto antes. Por una parte, seguía molesto con su padre por cómo la había tratado. Y, por otra parte, había algo en su alma que no podía soportar ver aquella expresión de sufrimiento en el rostro de Lionel McQueen.
Tras sortear varias encrucijadas y guiándose solo por intuición, Rayo alcanzó por fin, con un profundo suspiro de alivio, el enclave particular que estaba buscando. Por un instante, el joven corredor se había creído incapaz de recordar cómo se llegaba ya que hacía más de diez años que no lo pisaba. Pero debió saber también que su memoria no lo traicionaría en algo así.
El lago que se extendía ante sus ruedas, brillando casi como un espejo de plata en la noche, era bastante más pequeño que aquel que flanqueaba el pueblo y estaba semi-escondido entre dos pequeñas colinas, tierra adentro. Un pequeño cobertizo abandonado era la única construcción que daba fe de que, en algún momento, un coche u otro había pasado por allí para quedarse. El resto era todo naturaleza casi virgen.
Nada más adentrarse en el claro junto al cobertizo, Rayo lo escuchó. Unas tenues notas, aunque no lo suficiente como para no reconocer la garganta que las emitía, se elevaban en el aire fresco de la noche unos metros más allá. En efecto, como el joven suponía, Maddie se encontraba acurrucada sobre los tablones aún resistentes del embarcadero, cantando una tonada que Rayo apenas reconoció. Por un segundo, el corredor estuvo tentado de quedarse allí, solo escuchando y, en parte, temiendo que su hermana lo echara de mala manera si se atrevía a acercarse más. Sin embargo, al final, su parte sensata ganó la batalla y, despacio, sus ruedas se adentraron en la arenilla que cubría la orilla del lago. Por supuesto, el crujido de los neumáticos hizo que Maddie callara y se girara de golpe, todo en uno, para encararlo con una mezcla de temor y extrañeza que casi partió el alma de Rayo en dos.
«¿Por qué no puede ser todo más fácil, caramba?»
—Hola, Mads.
Ella tragó saliva, pero no respondió enseguida.
—¿Qué haces aquí, Rayo? —vocalizó al final—. ¿Qué quieres?
El bólido rojo suspiró.
—Temía que jamás te encontraría, pero recordé que de niños nos gustaba venir aquí…
—No te he preguntado eso —reaccionó Maddie con cierta brusquedad, sorbiendo al mismo tiempo—. ¿Por qué estás aquí?
Rayo la miró a los ojos con intención.
—Mads, estamos todos preocupados por ti en el pueblo. Creíamos… Que te había pasado algo.
Para su sorpresa y ligera decepción, su hermana se limitó a bufar.
—Sí, ya. Seguro que papá es el primero…
—Pues, ¡sí! —replicó Rayo enseguida con vehemencia, recordando la expresión de Lionel mientras hablaban, unos minutos antes. Maddie se giró hacia él entrecerrando los parabrisas con sospecha, por lo que el corredor se apresuró a explicar—. Maddie, oye. Sé que papá no es el coche más comprensivo del planeta y que ambos parecemos haberle decepcionado por tener sueños que no encajaban en su visión del mundo, pero… de verdad que jamás, en toda mi vida, lo he visto con la cara que tenía hoy cuando vio que no volvías a casa.
Madeleine McQueen lo observó con cautela, sin respuesta a aquello. Por unos segundos, ambos hermanos se quedaron quietos, mirándose con fijeza y sin decir nada, como si se tratase de una silenciosa batalla de voluntades entre los dos. Al final, Maddie claudicó con un suspiro y retiró la mirada:
—No entiendo por qué no entiende lo que quiero… —musitó, abatida—. Quiero decir… ¿De verdad es tan malo que quiera cantar?
Rayo, visto que la tormenta había amainado, decidió aproximarse hasta quedar al lado de su hermana; la cual le sacaba casi medio techado de altura, pero no le importó.
—¿Sabes? Creo que a papá en realidad no le daba miedo que siguiéramos nuestros sueños; al menos, no solo eso —aclaró, al ver que su hermana fruncía levemente el ceño—. Algo me dice que lo que lo aterraba y le aterra todavía es… que cometamos grandes errores que nos hagan infelices —ante la mirada interrogante que le dirigió Maddie, agregó—. Aunque creo que eso es algo que pasa y pasará a todos los padres, sea donde sea. Lo único es que papá… Bueno: no tiene otra forma de decirlo, me parece.
Maddie sacudió el morro.
—Papá no quiere entendernos —repitió, terca.
Rayo, por su parte, soltó una ligera risita conciliadora.
—Bueno, puede que le cueste un poco. Pero, ¿qué te parece si intentamos hablarlo los tres sin discutir? Yo prometo estar de tu lado —aseguró, haciendo que los ojos de jade de Maddie brillaran con una nueva ilusión—. Me ha costado diez años, pero si he conseguido que al final entienda cómo me siento yo, ¿por qué no íbamos a conseguirlo contigo?
Maddie mostró media sonrisa a regañadientes, algo más animada, pero sin mostrar del todo sus verdaderos sentimientos. A quién se parecería…
—Y, ¿si sigue sin haber acuerdo?
Su hermano mostró entonces una mueca confiada.
—Entonces, de cualquier manera, ni él ni nadie va a impedir que cantes en mi boda, ¿no crees?
Ante aquello, la expresión de Maddie sí que se desencajó del todo a causa de la emoción.
—¿Qué? —casi aulló—. ¿Es una broma? ¿De verdad quieres que…? Bueno, ¿Yo…?
Rayo asintió sin dejar de sonreír.
—Si tú quieres, claro.
Maddie estuvo a punto de dar un salto sobre el embarcadero que hubiera partido los tablones en dos, pero se contuvo a tiempo en cuanto percibió cómo temblaba la plataforma de madera.
—¿Qué si quiero? ¿Estás de broma? —rio, encantada—. ¡Es la mejor noticia que podías darme! —con ternura, ambos hermanos se abrazaron—. Gracias, hermanito.
—No hay de qué —aseguró Rayo en cuanto se separaron—. Entonces, ¿lista para convencer a papá?
A lo que Maddie sonrió con total confianza y pronunció:
—Si estamos juntos, ya lo sabes, hermanito: nada ni nadie podrá pararnos nunca. ¿Vamos?