Capítulo 19. Caída libre

Los cuatro días que quedaban hasta la siguiente sesión se pasaron en un suspiro. Sally, decidida a vengar lo que creía, en firme, que había sido una tentativa de homicidio contra Naya, se había sumergido en las notas y la documentación de la que disponían los De La Vega con una energía que creía haber olvidado.
—Toc, toc —la rueda de Rayo golpeó suavemente la madera de la puerta—. Es la hora. ¿Estás lista?
Sally, procurando que no le temblaran las juntas, asintió con un suspiro.
—Eso creo… Aunque me siento un poco desentrenada.
—Bueno, considerando que me has tenido abandonado como a un bidón vacío de gasolina estos cuatro días —ironizó Rayo, consiguiendo que ella riera azorada—, yo no diría que estás desentrenada. Al menos, no ahora… —la miró intensamente; contemplando, por primera vez, un destello de deseo apenas disimulado, cada vez que los iris verdes de ella volteaban hacia los libros—. No puedes resistirte, ¿verdad?
Sally lo observó un momento, sorprendida por aquella pregunta, antes de tener que rendirse a la evidencia.
—Había olvidado lo mucho que me gustaba —reconoció, antes de morderse el labio con inquietud—. ¿La verdad? Pensé que jamás sería capaz de hacerlo.
—Bueno, conmigo lo hiciste —sonrió él, recordando aquella fatídica primera vez; antes de agregar, en tono guasón—. Claro que el hecho de que no accedieras a mi chantaje para llevarte a cenar, es otra cuestión…
Sally rio mientras meneaba el morro. Incorregible, como siempre.
—Supongo que ahora tampoco soy la misma de aquella época —reconoció—. Antes… de ti.
Él se emocionó y le rozó la chapa con el morro, amoroso.
—Yo tampoco —admitió—. Y todo te lo debo a ti.
Sally enarcó una ceja.
—¿Todo, señor McQueen?
Él fingió pensar con media sonrisa conspiradora.
—Bueno… Casi —reconoció, haciéndola reír con fuerza.
—Vamos, Pegatinas —lo empujó, aplicando al mote una tonalidad burlona que hacía años que no empleaba—. El show tiene que empezar…
Sin embargo, cuando ya estaban a punto de salir por la puerta de la mansión, despedidos por Andrés y Natalia con más expresiones de cariño de las que jamás imaginaron, una voz procedente de la gran televisión que ocupaba casi un tercio de la pared este de la sala de estar llamó su atención, haciendo que Sally se estremeciese y cambiase una mirada de entendimiento con Andrés de la Vega.
—… Hoy puede ser un día decisivo, Tony —decía una voz de presentadora que la pareja, mal que les pesara, reconoció: Pamela Wheeler—. Se dice que la antigua promesa de los tribunales, Sally Carrera, ha vuelto a Los Ángeles para hacerse cargo del caso Dinoco, tras el trágico accidente de la letrada Nayara de la Vega.
—Es cierto, Pam —replicó el otro como un papagayo—. Carrera, aunque abandonó el derecho, apuesto a que sigue siendo una gran abogada. Y es posible que este sea su gran despegue.
—Bueno, dicen que metió entre rejas a Larry el Despiezador; sin embargo, todos recordamos ese lamentable caso de la VL, ¿no es cierto?
Sally se tensó de inmediato al escuchar aquello y decidió que había oído suficiente. No soportaría que Rayo se enterase por la prensa antes que por ella.
—Cielo, vámonos —lo apremió, ante su evidente desconcierto. A él tampoco le había pasado desapercibida la mención de sus dos casos más mediáticos, pero era mejor que se lo explicase por el camino… O cuando tuviese que ser. Sinceramente, en ese instante y antes de enfrentarse a Alex, la joven no tenía depósito para pensar en lo que él le había hecho—. Llegamos tarde.
Tras dirigirle una mirada inquisitiva sin respuesta, McQueen claudicó, se despidió de sus anfitriones de las últimas semanas con afecto y siguió a su novia hacia el exterior de la propiedad.
—Bueno… —trató de romper el hielo, cuando llevaban un par de kilómetros sin decirse nada—. Nunca me habías contado… —ella lo miró de lado, intrigada—. Ya sabes… que tú también eras famosa.
Sally puso los ojos en blanco y resopló, con media sonrisa de rendición.
—Aún hay muchas cosas que no sabes de mi, Pegatinas —lo sorteó con elegancia.
Pero debió saber que él no se daría por vencido; y la primera pista que obtuvo fue su parabrisas enarcado y esos ojos azules que decían: «venga ya, a mi no me la cuelas».
—¿Larry el Despiezador? —indagó, mordaz—. ¿El asesino más peligroso de la última década? —ella asintió con cierta modestia y él se rio, incrédulo—. Wow… Es alucinante.
—Fue muy difícil, en realidad —lo contradijo ella—. Sobre todo por… las familias de las víctimas —tragó aceite y apartó la mirada hacia el asfalto—. Ya sabes.
—Oh. Bueno, claro —comprendió él, de pronto—. No, no puedo ni imaginarlo. Pero, oye —pasó de nuevo al sarcasmo—. Está bien saberlo. «Abogada valiente» aún no lo tenía anotado.
Sally frenó ligeramente y lo encaró, curiosa.
—¿Anotado dónde, si puede saberse? —preguntó con diversión.
A lo que él mostró media mueca misteriosa y replicó:
—¡Ah! Todos tenemos secretos, pequeña —le guiñó un ojo, ella se dio por vencida sin acritud y ambos retomaron su camino—. Lo que no entiendo es… ¿Cómo se han enterado?
—¿Qué quieres decir? ¿La prensa? —y, ante su asentimiento, Sally aclaró con algo de timidez—. En realidad, esto ha sido idea de Andrés —su novio se mostró sorprendido, claro; por lo que ella se apresuró a aclarar—. Cree que una declaración de intenciones es buena para que Alex sepa que no nos hemos rendido.
—¿Y tú? ¿Que opinas?
Sally meditó un instante, con el morro torcido. Como si no llevase haciéndose esa pregunta toda la noche; desde que el día anterior Andrés le propusiera aquel plan y ella, en un ataque de valentía salido de no sabía dónde, aceptase.
—Bueno… una pila de gelatina temblaría menos que yo —reconoció en un hilo de voz—, pero no estoy tan mal como creía.
Rayo sonrió, orgulloso de ella.
—Vamos, lo harás bien —la animó—. Pase lo que pase, sé que no te arrepentirás de haber tomado esta decisión.
Sally frotó el morro con su guardabarros, leve pero mimosa.
—Eso espero, Pegatinas —confió—. Eso espero…
Como suponía, sin embargo, la entrada del juzgado era un hervidero de coches: periodistas, curiosos, entrometidos… En fin, de todo un poco. Aprovechando la presencia de los Weathers y algún guardaespaldas que había acompañado a la comitiva de guardias y policías que escoltaba a Tex desde su casa, Rayo y Sally procuraron evitar a los periodistas en la medida de lo posible. Pero lo peor fue entrar en la sala y encarar los iris grises y triunfantes de Alex. Sally entrecerró los ojos, mientras procuraba que sus ruedas no la hiciesen tropezar a causa del temblor que las sacudía cada poco. Según los resultados de la última sesión, Tex debería ser declarado inocente en cuestión de horas. Para ese día, solo se había planificado el interrogatorio de Strip Weathers. Entonces, ¿a qué venía aquella actitud pedante del fiscal?
Cuando llegó junto a su defendido, Sally lo saludó con afecto, a lo que él correspondió. Sin embargo, hasta que no apareció Brenda Hudson, ninguno de los dos pudo evitar dirigir alguna que otra mirada envenenada a Mustang. Este, por su parte, permanecía impasible mirando al frente… Y no había rastro de David. De hecho, llevaba en paradero desconocido desde el accidente de Naya y, aunque la policía ya lo buscaba como posible testigo, no era como acusado, ya que no tenían pruebas contra él mal que les pesase y por mucho que Sally desease que no hubiese sido él. Había avisado a Natalia, ¿no?
Sally quería seguir meditando sobre aquel detalle, incluso sonsacárselo a Alex a golpes si le diesen la oportunidad, pero la llegada de la jueza y el comienzo del proceso hizo que su atención se focalizara solamente en el presente. Sus preguntas a Strip Weathers, el «Rey» de Dinoco, fueron apenas rutina; una confirmación de lo que ya se había hablado en otras sesiones.
Sin embargo, para su mayor desesperación, cuando le tocó el turno a Alex, este sacó un documento en proyección, firmado por Tex y ratificado por grafología… En el que aceptaba pagos y cedía a la adulteración de los depósitos de la compañía y sus colaboradores con dosis pequeñas, pero suficientes para dar efectos y análisis positivos, de jetpack. Para Brenda, aquello pareció ser suficiente, porque fijó la emisión del veredicto para tres días después. Sally, asustada, trató de hablar con ella antes de que saliera de la sala, pero Brenda optó por ser franca:
—Señorita Carrera, lo lamento. Pero, a mi juicio, las pruebas que ha presentado hasta ahora la fiscalía son más sólidas que las de la defensa. Si tiene algo más que decir, haga una apelación. Pero, si me admite un consejo —la togada se aproximó a ella—, no piense que esto es un final. Aún puede retomar su carrera después de esto.
Sally apretó los dientes, sabiendo dolorosamente a qué se refería.
—Gracias, señora Hudson. Pero puedo recomponer mi vida yo sola.
Sin esperar a la reacción de la jueza, Sally se dio la vuelta de mal humor y, sin apenas mirar a nadie, enfiló el pasillo hacia el exterior del juzgado con la vista clavada en el frente.
Cuando todos volvieron a la mansión De La Vega, Andrés y Natalia esperaban respuestas; pero Sally se fue directa a la biblioteca, alegando que no tenía hambre. Rayo estuvo tentado de ir tras ella, pero Lynda lo convenció para hacerlo después de almorzar.
—Hazme caso. Ambos seréis más razonables con el depósito lleno.
De ahí que, cuando la comida terminó, Rayo saliese empujando un pequeño carrito, con una lata de aceite y un bidón de gasolina, hacia la biblioteca. La puerta estaba cerrada a cal y canto, al contrario que otras veces. De hecho, al pararse junto a la madera Rayo escuchó un ruido de objetos cayendo rudamente al suelo y una maldición impropia de su novia. Armándose de valor y de paciencia, Rayo golpeó la puerta.
—Sally, soy yo —advirtió, por si las moscas.
—Pasa —dijo una voz amortiguada, desde el interior. A duras penas, él obedeció y empujó el carrito hacia el interior, maniobrando con las puertas como pudo. Sally estaba enfrascada en la lectura de varios volúmenes. Otros tantos, presumiblemente los causantes del ruido que había escuchado Rayo al llegar, estaban esparcidos por el suelo sin orden ni concierto. Sin embargo, la expresión seria y concentrada de Sally cambió, a otra de sorpresa y cierto agradecimiento avergonzado, cuando él acercó el carrito hacia su posición—. Rayo… No tenías que haberte molestado —susurró con dulzura—. De verdad.
—No voy a dejar que, aparte de todo, este caso te quite el hambre —ironizó él—. Necesitamos reponer fuerzas y tú, la que más.
Sally, tras un segundo de duda, aceptó la oferta y aspiró de la lata de aceite con deleite.
—Gracias —murmuró, cariñosa—. Siento haber reaccionado así, pero… —resopló, mirando hacia los libros—. Es que no puedo soportar pensar que la predicción de Naya se vaya a cumplir…
—Eh, vamos —la animó Rayo—. Seguro que aún podemos hacer algo. Tiene que… —dudó, mirando a su alrededor. Había tantísimos volúmenes que tardarían años en leerlos todos pero, ¿y si la clave estuviera ahí?—… estar en algún sitio.
—Ya lo he intentado encontrar, Pegatinas —lo rebatió Sally con desesperanza—, pero el tiempo se nos agota y…
—Eh. Oye —la frenó él—. No podemos rendirnos ahora. Tiene que haber algo que podamos hacer.
Sally inclinó el morro al tiempo que dejaba que Rayo le colocase el bidón de gasolina sobre la portezuela del depósito, reflexionando.
—Asumámoslo, cariño. Alex ha aplicado su jugada maestra, como siempre hace —se rindió—. Después de esto, no nos queda mucho más. Un milagro —rio con ironía— y ni tan siquiera…
—Sally, todo lo de Naya la sido la distracción perfecta —argumentó entonces Rayo, sombrío sin cejar en su convicción—. Le hemos dado tiempo para trabajar en el caso mientras nosotros estábamos ocupados en otra cosa.
Sally se quedó callada, esperando a que su depósito se llenara. Pero, cuando lo hizo, le dirigió una mirada tan inescrutable que Rayo sintió un escalofrío recorrer todo su chasis.
—¿Sabes por qué dejé el mundo del derecho, Rayo? —preguntó. Y, ante su negación cargada de anticipación, agregó—. Por vergüenza.