Capítulo 3 . ¿Por qué?
Por un momento, el ambiente pudo cortarse con un cuchillo, dada la tensión acumulada. Sally y Álex se mantenían la mirada: él, incrédulo. Ella, sufriendo lo indecible por dentro al recordar, como flashes, todo lo que él la había hecho padecer. Y Tex, Naya y Rayo observaban la escena con sentimientos muy diferentes fluyendo por sus respectivos circuitos. Al menos, hasta que la mejor amiga de Sally decidió tomar la iniciativa e, ignorando la mirada de desprecio que le dirigió Mustang en cuanto cruzó frente a él, se inclinó junto a Sally y dijo:
—Ven, Sal. Quiero enseñarte algo —y tras lanzar una mirada muy poco amistosa hacia el otro abogado, apostilló—. El ambiente aquí se está volviendo algo venenoso.
—Tienes razón, Naya —corroboró Tex, con acidez evidente—. Vámonos.
Y, visto y no visto, los tres desaparecieron por detrás de Álex y su acompañante, dejándolos solos con Rayo. Del cual, decir que estaba estupefacto era quedarse muy, pero que muy cortos. El corredor, de ser el centro de la fiesta, había pasado a sentirse un mero espectador de un juego de poder que, ni entendía, ni sabía si quería entender. Más que nada, porque Sally estaba en el mismo centro de aquel embrollo y Rayo ardía en deseos de saber por qué. Aunque no estaba seguro de si la respuesta le gustaría lo más mínimo. Por suerte o por desgracia, la voz arrastrada de Álex Mustang lo devolvió de golpe, en ese instante, a la realidad.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa…
Rayo sintió como si lo hubiesen pinchado en una zona desagradable de su anatomía. Aquello olía muy, pero que muy mal.
—¿A qué se refiere, señor Mustang?
A lo que el otro, con aparente naturalidad, respondió:
—¡Oh, nada! Solo el hecho de encontrarme a mi ídolo de las carreras y mi antigua becaria juntos en la misma fiesta —remarcó el adverbio de una forma que a Rayo se le pusieron las bujías de punta y Álex debió comprobar su desconcierto; porque agregó, en voz más baja—. Vaya… Veo que Sally no te ha contado nada sobre sus comienzos…
Rayo tragó aceite y procuró serenarse. Quizá aquel abogado pedante tenía las respuestas que necesitaba, pero seguía sin saber a ciencia cierta cuánto quería conocer del pasado de su actual novia.
—No —admitió con sequedad—. Sally no me ha hablado mucho sobre… su pasado aquí.
«Aunque me podría bastar con saber que no fue feliz… jamás».
Y el corredor sospechaba, dolorosamente, que aquel que tenía delante podía tener gran parte de culpa. Pero, ¿cómo? Esa era la horrible pregunta del millón de la que Rayo no quería ni imaginar la respuesta.
—Bueno… —fingió meditar Álex entonces y, al parecer, ignorante de su desazón—. Reconozco que fue una de mis mejores aprendizas… Lástima que decidiese dejarlo en la cima de su carrera. La eché mucho en falta cuando se fue… No sé si me entiendes.
Cuando Álex le guiñó un parabrisas en un gesto que pretendía ser cómplice, Rayo pensó que iba a vomitar. No podía ser cierto. Pero, con el interior revuelto, aún fue capaz de replicar:
—Eh… Ya… Yo, discúlpame, tengo que… —hizo un gesto con el morro hacia más allá del maletero del abogado, antes de forzar una sonrisa artificial—. Soy el héroe de la noche, ya sabes…
Ante lo que Álex, aunque enarcó un parabrisas morboso, asintió sin poner pega alguna.
—Por supuesto, campeón. Nos veremos pronto, imagino…
Rayo soltó una risita.
—Ya, claro. Por supuesto. ¡Hasta luego!
Y, dándole igual ser descortés, sorteó a la pareja de engreídos por el primer hueco que encontró y trató de perderse entre la muchedumbre. Tenía que encontrar a Sally sin falta. Por desgracia, muchos más invitados querían felicitarlo y quedarse a charlar con él, por lo que el joven y desesperado campeón tardó casi quince angustiosos minutos en encontrar su primer objetivo.
—¡Tex!
El millonario, que estaba departiendo con otro empresario, se volvió enseguida al oír su nombre.
—¡Chico! —lo saludó, antes de excusarse con su compañero y acercarse al muchacho—. ¿Qué? ¿Ya has conseguido librarte de ese petardo de Mustang?
—¿Sabes dónde está Sally? —quiso saber Rayo, sin responder y carcomido por los nervios.
—Pues… Creo que Naya y ella han subido a la azotea. ¿Va todo bien? —quiso saber, al comprobar su ansiedad.
—Supongo que sí —replicó Rayo con rapidez, ya girándose para irse—. Gracias, Tex.
—¡Siempre es un placer, chaval! —gritó el otro, reflexionando sobre qué podía haberlo puesto tan nervioso, cuando el bólido ya se alejaba entre los invitados.
***
—Sal, no puedes dejar que esto te afecte —la reprendió Naya con cariño, mientras ambas observaban Los Ángeles extenderse bajo sus ruedas—. Creía que eras feliz con Rayo…
—Y lo soy, Naya —replicó Sally, acalorada, antes de apartar la vista de nuevo y sintiendo unas ligerísimas lágrimas asomar a sus parabrisas—. Pero nunca le he contado lo que pasó y, al venir a Los Ángeles, esto era lo que más temía…
Naya suspiró.
—Tienes que hablar con él…
—Lo sé, pero…
—Sally…
Las dos chicas se giraron a la vez como si las hubiesen pinchado. Rayo las miraba alternativamente; con expresión compungida, el corazón encogido y sus ojos azules enturbiados. Sally sintió algo estrujarse en su interior, pero no fue capaz de articular palabra. Naya, por otro lado, enseguida supo que allí estaba de más.
—Os dejo solos —murmuró, al tiempo que le dirigía un ánimo mudo a Sally.
Cuando ella se fue, la pareja se quedó mirándose a los ojos, sin decir nada. Al menos hasta que Sally suspiró con dolor y apartó la mirada, de nuevo hacia la ciudad. Rayo no sabía cómo transmitir todo lo que pasaba por su salpicadero. Por suerte, estaban en una zona más o menos apartada del resto de los asistentes a la velada. Si discutían, pocos se enterarían. Y, por un instante egoísta, Rayo pensó que sería mejor así. No quería una escena en su tercera Copa Pistón.
—¿Por qué… —arrancó, inseguro—… nunca me lo contaste?
Sally, de espaldas a él, apretó los parabrisas y los labios con fuerza.
—No es una parte de mi vida que me guste recordar —contestó con aspereza.
De nuevo se hizo el silencio durante varios segundos. Hasta que Rayo preguntó con voz trémula:
—¿Estuviste con él?
Sally gimió para sus adentros. De todo lo que temía en el mundo, aquello ocupaba el número uno, sin duda.
—Como decía —susurró con la voz entrecortada y girándose apenas hacia él, que ya se había aproximado por su costado—, no es una parte de mi pasado que me guste recordar.
Entonces, en el cerebro de Rayo encajaron algunas piezas del rompecabezas.
—Sabías que estaría aquí, ¿verdad?
Sally bufó, disgustada.
—No, pero era una opción —reconoció, sin mirarlo.
Rayo notó que su interior empezaba a hervir sin que pudiese evitarlo.
—¿Y no se te ocurrió decírmelo? —la encaró sin tapujos.
Sally abrió el capó, sorprendida, antes de retroceder unos centímetros. Algo que nunca solía hacer.
—No quiero siquiera pensar en él —contraatacó, herida. Sabía, en el fondo, que Rayo tenía motivos para estar dolido. Pero hubiese preferido que lo dejase estar—. No se lo merece.
El rostro de Rayo pasó del enfado al dolor en un instante. A una búsqueda de comprensión que Sally no estaba segura de querer darle. Supondría abrir una ventana a su pasado demasiado dolorosa y no quería sufrir. Mentiría si no dijese que tenía un miedo atroz, pero procuró no derrumbarse mientras él preguntaba:
—¿Qué te hizo?
Sally tragó saliva, en un esfuerzo vano por contener una lágrima traicionera que acabó rodando por su guardabarros.
—Me humilló —rechinó, encogida sobre sí misma y mirando de manera intermitente hacia la puerta de la azotea, como si Mustang pudiese aparecer en cualquier momento para volver a atormentarla—. Hundió mi carrera y se aseguró, así, de que nadie jamás quisiera volver a contratarme. ¿Contento?
De inmediato se giró hacia el balcón, rogando porque el llanto cesara y su chasis no temblara. Esperaba otro exabrupto, una discusión que subiera de tono hasta un horrible final. Pero solo escuchó una voz rota que decía:
—Por eso te fuiste… Por eso lo dejaste todo aquí.
Sally suspiró.
—Eso solo fue la gota que colmó el depósito —admitió con sencillez.
—Sally… Lo siento —se disculpó entonces Rayo—. Si lo hubiera sabido…
Ella sorbió, manteniendo las lágrimas a raya y mirándolo de reojo.
—No importa. Ahora ya lo sabes.
Después de eso, ambos se quedaron en silencio. Al menos hasta que Sally volvió a abrir el capó para decir:
—Siento no habértelo contado, Pegatinas. No me sentía capaz.
Rayo asintió.
—Está bien.
No era del todo cierto: su interior seguía bullendo de dudas y estaba dolido, pero prefirió dejarlo estar. Sobre todo, viendo el deprimente estado de Sally. Ella giró entonces sobre sí misma, sin mirarlo apenas.
—¿Te importa si… vuelvo al hotel? —le pidió en voz baja—. No me encuentro muy bien.
Rayo, inundado de sentimientos contradictorios, solo pudo volver a asentir como un idiota y decir:
—Voy a buscar a Sarge para que te acompañe.
Ella sonrió, comprensiva, lo que partió del todo el corazón de Rayo. Estaba hecho un mar de dudas, pero no lo expresó en voz alta. Ya hablarían de vuelta en casa.
—Gracias.
Pocos minutos después, Sally y el sargento salían en silencio del complejo en dirección al hotel. Ella entendía que Rayo no la acompañase, era su noche y no podía irse así como así. Pero alguien como ella podía pasar más desapercibida… ¿Verdad?
Cuando el otro coche se despidió, Sally siguió reprimiendo las lágrimas hasta llegar a la habitación. Una vez allí, junto a la ventana, dio rienda suelta a su frustración y a su dolor. Las imágenes de su pasado no cesaban de perseguirla. Veía, como en escenas, todo lo que Álex le había hecho, lo que ella había creído que era la felicidad y después se desmoronó como un castillo de naipes. Todo por su culpa.
Estuvo mucho rato, no supo decir cuánto, pegada al cristal y mirando hacia la noche californiana. Al menos, hasta que escuchó abrirse la puerta del dormitorio y retrocedió instintivamente hacia la zona de descanso, fingiéndose dormida.
Rayo, por su parte, tras terminar la fiesta había vuelto con Ramón en un silencio incómodo, sumido en sus amargas reflexiones. Estaba molesto; dolido porque Sally no le hubiese contado nada nunca sobre ciertos aspectos de su pasado y, además, hubiese tenido que enterarse por terceros. En concreto, por el implicado mayor del reino.
Sin embargo, en cuanto entró en el dormitorio y vio a Sally acurrucada, dormida y apenas iluminada por un reflejo de luna, sintió cómo su enfado se diluía; solo para dar paso a una honda y terrible tristeza. Puesto que, en parte, comprendía su dolor. Y, como había dicho Naya, la Sally que él conocía no hacía nada sin motivo. Pero, por el otro lado, la Sally que él conocía tampoco se mezclaría con alguien como Mustang. ¿Tanto había cambiado, o solo era fachada?
Las dudas le carcomían el alma, pero era mayor la incertidumbre de no saber exactamente lo que había sufrido Sally, su amada Sally, en las ruedas de aquel pedante. Rayo confiaba en ella a ciegas desde hacía años y esperaba que eso siguiera siendo así. No la creía capaz de engañarlo, u ocultarle la verdad, sin una razón de peso.
Por ello, cuando se acercó para acostarse, no pudo evitar besarla con suavidad en el guardabarros, procurando no despertarla. Ella se removió un poco y giró el morro hacia él; movimiento que Rayo aprovechó para acurrucarse contra su carrocería antes de cerrar los parabrisas y caer en un sueño nada reparador.