El espíritu del solsticio brincaba y saltaba al alegre ritmo de una música invisible que solo él, con su oído privilegiado, podía escuchar. La nieve se arremolinaba bajo sus faldas y los copos que caían del cielo realizaban cabriolas alrededor de sus grandes alas. Sus cabellos de color rubio casi blanco, rodeados por el mismo aura sobrenatural que envolvía al resto de la criatura y que, sin que los mortales lo supiesen, irradiaba la felicidad propia de estas fechas, revoloteaba sobre su cuello y sus mejillas, de un blanco casi níveo. Sus ojos dorados permanecían cerrados mientras daba vueltas sobre las puntas de los pies, escuchando cómo el bullicio de la gente que esperaba ansiosa la medianoche elevaba notas de alegría y euforia a su alrededor.
Pero en un momento dado, al llegar a una esquina, topó con algo que lo hizo detenerse y abrió los ojos, confundido. Despacio, alargó una mano hacia delante, notando cómo sus dedos atravesaban limpiamente el aire. Extrañado, quiso dar un paso adelante, pero la misma fuerza de antes se lo impidió. Desconcertado, bajó entonces la vista y lo vio: una familia, acurrucada junto a un portal para darse calor unos a otros en aquella noche invernal. Se veía a la legua que no tenían nada. Nada… material. Pero el espíritu veía más allá, en los corazones. Y tomó una decisión.
Despacio, extendió sus alas de tal manera que sus plumas rozaran a todos los miembros de aquella familia y los cuales no se percataron de su presencia. Sin embargo, en cuanto la esencia del espíritu los alcanzó, se miraron unos a otros y se sonrieron. No importaba lo poco que tuvieran. Mientras la familia permaneciese unida, sabían que habría un rayo de esperanza en sus vidas. Porque al final, pobres o ricos, nuestros seres queridos son lo único que realmente nos queda en el mundo. Y es un gran tesoro.
Felices Fiestas.
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