Capítulo 11 — Despidiendo el año (Cars)

31 de diciembre de 2006…
—Señor, McQueen… ¿Está listo?
Rayo asintió, al tiempo que cerraba los ojos para impedir que un nuevo chorro de cera entrara en ellos. Rezongó para sus adentros. ¿De verdad era necesaria tanta… parafernalia para celebrar el final de año? No, claro que no. Aunque su yo del pasado pretendiese dar saltos de alegría ante todo aquello, el nuevo Rayo hubiese deseado pasar aquella fecha en Radiador Springs. Sally, pragmática como siempre, lo había animado con dulces palabras:
«Volverás al día siguiente, no te preocupes por mí, tenemos una larga semana después de eso para estar juntos…»
Y, aunque fuese cierto, Rayo no podía evitar volverse loco con solo estar a un kilómetro de distancia de aquella preciosa Porsche. Impaciente, se mordió el labio y dio varios saltitos sobre el sitio, procurando concentrarse en la tarea que tenía ante sí. Algo a lo que no terminaba de ayudar su actual acompañante. Tenía que admitirlo: un año antes se hubiese sentido la criatura más afortunada del Universo por salir en la tele junto a Pamela Wheeler: la presentadora más joven, prometedora y despampanante de la televisión. Pero ahora, era otra la chica a la que quería tener a su lado cuando la bola de Times Square bajase y diese paso a un nuevo año.
—Hola, Rayo —lo saludó ella con coquetería y cierta ilusión mal disimulada—. ¿Listo para el gran momento?
El corredor procuró centrarse sacudiendo el morro.
—Sí, claro. Vamos.
Quedaban apenas cinco minutos para el nuevo año, por lo que todos los convocados a aquella fiesta fueron invitados a salir a la gran plataforma ubicada en el centro de la conocida plaza de Nueva York. Había luces, música y montones de coches apiñados sobre el asfalto, entre los edificios.
—¡Qué emocionante! ¿Verdad? —se pavoneó Wheeler, tratando de atraer el interés de McQueen con escaso éxito. Cuando vio que él le hacía poco caso, incluso llegó a pegar su carrocería a la de él—. Tú, yo, las doce campanadas…
—Eh… Sí, claro —Rayo se apartó unos centímetros con toda la cortesía que fue capaz—. Esto es… estupendo…
Pamela sonrió, confiada en sus posibilidades. No había famoso lo suficientemente fiel a su pareja como para resistirse a su influencia y sus encantos, eso lo sabía. No en vano, era la Ferrari más elegante y conocida del mundo en aquel momento por detrás de Michael Schumacher. ¿Si había estado con él, acaso? Por favor, la duda ofendía. Pero ahora estaba pendiente de cada gesto de otro premio gordo igualmente rojo y brillante. Por un instante, pensó en la joven Porsche que había salido con él en alguna imagen y la desdeñó con la misma facilidad. ¿Seis meses? Eso no era nada…
—¡Damas y cochelleros! ¡Llega el gran momento! Tan solo queda un minuto…
Rayo, vigilando a Pamela por el rabillo del ojo, que seguía buscando su contacto de forma constante y sin poder esquivarla por más tiempo, se tensó cuando otros coches lo empujaron hacia ella desde el otro costado. El reloj avanzaba, los minutos pasaban…
—¡Tres…! ¡Dos…! ¡Uno…!
Llegó el momento. La bola de Times Square, cubierta de brillantes cristales, bajó del cielo e iluminó a todos los presentes, reflejando los mil colores de los anuncios televisivos que rodeaban la plaza. Más abajo, los coches se besaban para felicitarse el nuevo año… Y Rayo se dio cuenta justo a tiempo. Los labios de Pamela, en un despiste, habían estado a dos centímetros de rozar su capó; por lo que, al tiempo que la adrenalina disparaba todas sus alarmas, Rayo la esquivó echándose hacia delante y gritando hacia el público:
—¡Feliz año, Nueva York!
Como esperaba y suponía, todos los congregados vitorearon al coche del momento enseguida, haciendo retumbar toda la plaza con sus motores. Rayo suspiró, aliviado, sin atreverse a mirar a Pamela.
«Por qué poco.»
Sin embargo, debió saber que aquello no era el final. En efecto, cuando se despidió de todos para retirarse, sin querer quedarse a la fiesta por no seguir sintiendo la mirada furibunda de Wheeler en su cogote, esta lo siguió hasta el pasillo del estudio y lo encaró.
—¿A ti que narices te pasa, McQueen? —le espetó—. ¿Quién…? ¿Quién te has creído que eres para despecharme así, delante de toda la prensa?
Rayo puso los ojos en blanco; tratando de no sentirse culpable, pero notando una punzada en el corazón mientras se enfrentaba a la periodista.
—Pam…
—¡No me llames así! —berreó ella, haciendo un puchero—. ¿Por qué…? ¿Por qué…?
La culpabilidad dio paso a la lástima en apenas una décima de segundo.
—Pamela —se corrigió el corredor—. Escucha… Sé que hace un tiempo que nos conocemos, pero… —suspiró—. Lo siento, esto no va a acabar como tú crees.
Wheeler sorbió de forma estridente.
—¿Es por ella? —preguntó en un hilo de voz—. Esa… simple abogada…
—No tiene por qué contestar a esa pregunta, señor McQueen —escuchó él una voz, tras su maletero, que estremeció hasta el menor de sus circuitos—. Hola, señorita Wheeler —se presentó Sally—. Soy la abogada de Rayo. ¿Qué tal?
La presentadora se quedó tan aturdida, de golpe y porrazo, que apenas atinó a hilar dos palabras seguidas antes de que el corredor de Rust-Eze, una vez repuesto de aquella maravillosa sorpresa, se girara para sonreír a su novia como Pamela siempre había soñado que le sonrieran a ella. No obstante, la ternura dio paso de inmediato a un intenso enfado, potenciado por el despecho de sentirse rechazada por alguien como Rayo McQueen. ¿Quién se había creído?
—Feliz año, Pamela —dijo él entonces, con sinceridad, aunque con cierta molestia. No en vano, la presentadora había estado a punto de insultar a Sally antes de que esta llegara y tampoco podía pasarlo por alto—. Espero que encuentres lo que buscas.
A lo que la Ferrari le devolvió una mueca despectiva y escupió:
—Esto no quedará así, McQueen. Te lo puedo asegurar.
Dicho lo cual, se dio media vuelta haciendo sonar sus neumáticos sobre el pasillo, hizo rugir el motor y se alejó en dirección a su camerino, sin mirarlos dos veces. En cuanto desapareció, Rayo se giró, avergonzado, hacia Sally.
—Cariño, perdona… Yo no quería que esto pasara, yo…
Pero se calló en cuanto ella posó sus labios sobre los suyos, entregándole hasta el último miligramo de amor que sentía por él en un simple gesto. Rayo cerró los parabrisas y se lo devolvió con las revoluciones a tope; disfrutando y olvidando lo sucedido unos segundos antes, igual que las olas se llevan los restos sobre la arena de una playa.
—Sally, ¿qué…? —atinó a preguntar cuando se separaron, con la voz rota de emoción—. ¿Cómo has entrado? ¿Qué haces aquí?
Ella sonrió y lo invitó a salir de aquel lugar.
—Pensé que sería divertido darte una sorpresa y, sabiendo dónde celebra el Año Nuevo toda Nueva York… No ha sido difícil dar contigo —bromeó la joven mientras rodaban hacia el exterior; sin embargo, cuando llegaron a la altura de la calle, frenó y se giró hacia Rayo, mirándolo con ternura—. Oye… aparte de todo, quiero darte las gracias.
—Gracias, ¿por qué? —preguntó él, inseguro.
Sally se encogió sobre sí misma con cierta timidez.
—Bueno… Yo… He visto lo que ha pasado ahí arriba —Rayo se mordió el labio, temeroso de lo que tuviese que decir. Pero, para su tranquilidad, Sally sonrió casi inmediatamente de forma adorable y agregó—. Sé que no soy parte de este mundo: las cámaras, la purpurina, el glamour…
—Eh, eh —la interrumpió Rayo—. Sally, ¿qué quieres decir?
Ella tragó aceite.
—Simplemente… Supongo que quiero agradecerte que escogieras a una sencilla abogada de pueblo teniendo… Ya sabes… A cualquier otra chica a tu disposición.
Tras un segundo de estupor, Rayo no pudo evitar reírse con ganas y acercar su guardabarros al de Sally, amoroso.
—Sal… Tú no eres cualquier otra chica —murmuró—. Eres la que ha conseguido demostrarme que el mundo es mucho más que una pista y un puñado de cámaras buscando sacar tu cara en primera plana —ella se rio, avergonzada, pero él no había terminado—. Eres la primera mujer de la que me he enamorado… Y me gustaría que siguiera siendo así por mucho, mucho tiempo.
Los ojos de Sally se cubrieron de una fina capa de líquido limpiador que intentó eliminar, parpadeando con fuerza, aunque sin conseguirlo del todo.
—Yo también te quiero. Y quiero poder hacerte feliz.
Rayo sonrió.
—Lo haces, no te quepa duda —hizo una seña con la rueda—. Y bien, señorita Carrera, ¿vamos a disfrutar de la Gran Manzana en este comienzo de año 2007?
A lo que Sally aceptó la oferta y ronroneó, mordaz:
—Una carrera hasta el puente de Brooklyn. El que pierda, paga. ¿Hecho?
Rayo, por toda respuesta, hizo rugir su motor y salió disparado tras ella cuando la joven Porsche arrancó, perdiéndose ambos rápidamente por entre las calles neoyorquinas, tan solo para disfrutar.