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#FanficThursday: Cars – «McQueen y Sally: One-Shots» (Capítulo 1)

Capítulo 1 — Culpable (Cars)

Well you know thunder always comes after LIGHTNING — a113cowgirl: It always  just killed me that...
Sally Carrera, Cars

Sally observaba el enorme camión como si solo se tratase de un mal sueño. Los rojos y amarillos que parecían cruzar su costado sin orden ni concierto eran demasiado brillantes; cegando sus ojos cargados de dolor, comprensión e inocencia rota.

La joven y aturdida Porsche aún tardó un par de minutos en retornar a la Tierra, de tan ahogada como se encontraba entre el chasquido de los flashes y el parloteo incesante de los periodistas que la separaban de Rayo.

«Rayo McQueen».

Así que, en el fondo, todo era verdad. Todo aquello en lo que no había querido creer. Aquello que le traía tan malos recuerdos. Bufando, procuró aparcar sus pesadillas de pasado y los flashbacks, ya que amenazaban con acumularse tras sus parabrisas hasta hacerlo estallar. Tenía que ser práctica; no iba a esconderse detrás de los periodistas. Necesitaba verlo con sus propios ojos.

«¿El qué?»

No estaba segura. Con tiento y procurando pasar desapercibida, se deslizó rodando por detrás de la masa y entre sus confusos convecinos, que tampoco entendían lo que estaba sucediendo. Así, metro a metro y, además, aprovechando que el camión rojo acababa de parapetar a Rayo tras su carrocería, protegiéndolo de los buitres, Sally aprovechó a escabullirse por detrás del cajón del tráiler, llegando al otro lado en apenas un minuto.

Rayo hablaba con alguien al otro lado; presumiblemente, por teléfono, a juzgar por el timbre metálico de la otra voz. Aparte, se escuchaba una tonalidad desagradable por encima de ambos que debía de proceder de una televisión. Sally apenas acertaba a entender qué decían; estaba demasiado nerviosa y confundida. Pero, cuando él la vio aparecer y su gesto cambió en una milésima de segundo de la preocupación a la sorpresa, la muchacha optó por armarse de valor y acercarse.

A partir de ahí, Sally no estaba segura de qué sucedió. Él trató de excusarse; ella lo justificó sin saber por qué, entre lágrimas; y, finalmente, cuando vio que lo urgían, ella trató de irse con prisas, avergonzada y destrozada en lo más hondo de su ser.

Porque, admitámoslo: ¿cómo se le había pasado por la cabeza que una estrella de las carreras se quedaría con ella? ¿Allí, en medio de un pueblucho perdido en mitad del desierto, donde los días apenas pasaban uno detrás del otro sin mayor novedad? Conteniendo un sollozo, Sally apretó los parabrisas y maldijo interiormente aquella semana con todas sus fuerzas. Por un instante, pensó que había sido una insensata. Que jamás debió condenarlo y obligarlo a quedarse. Que nunca debió permitir…

«Eres una estúpida, Sally Carrera», se insultó en voz baja.

Pero, cuando se disponía a seguir flagelándose, otra imagen congeló su chasis en el sitio. Doc. Admitiendo, frente a los periodistas… Sally sacudió el chasis. No era posible. Y, sin embargo, sus ruedas avanzaron como impulsadas por algo invisible, su capó se abrió con incredulidad y preguntó:

—¿Los has llamado?

Doc, para su sorpresa, replicó con serenidad:

—Es lo mejor para todos, Sally.

Si Sally hubiese tenido hígado, aquello hubiese sido como una patada directa en el centro del mismo. Boqueó un instante, anonadada. No podía creerlo. Pero tampoco se iba a callar.

—¿Lo mejor para todos… —repitió con acidez— o para ti?

Y, sin dar opción a réplica por parte del otro coche, se dirigió a toda prisa hacia su motel, sorteando a los vecinos que aún permanecían clavados en el centro de la avenida con los ojos fijos en el convoy que se alejaba. Sally se detuvo sin quererlo al llegar a la entrada del complejo, a la vez que los labios comenzaban a temblar y un nudo se apoderaba de su garganta sin que pudiese evitarlo. Hacía mucho que se juraba que había dejado sus fantasmas y sus lágrimas en Los Ángeles; que nunca más volvería a llorar. Por ella y por aquellos que la querían en aquel pueblo.

Pero, entonces, ¿por qué sentía que una parte de sí misma se iba en aquel tráiler? ¿Cómo era posible que aquel corredor desagradable y presuntuoso que había destrozado medio pueblo… hubiese calado tan hondo en su alma y en su corazón? Con infinito dolor, Sally tuvo que rendirse a la evidencia que llevaba rumiando todo aquel tiempo. Rayo McQueen, la marca, el corredor, la fama… simple y llanamente… era una fachada. Algo que cubría un interior más luminoso que cualquier trofeo. Y Sally se preguntaba cómo era posible que nadie antes que ella lo hubiese visto. ¿O sí, pero Rayo huyó también?

Mientras su cabeza daba vueltas, igual que un tiovivo a toda velocidad, Sally se encaminó entre lágrimas hacia el lobby del motel; apagando los neones a su paso y sin querer mirar más allá, hacia el cono número uno. Aquel que siempre sería el símbolo de lo que pudo ser y no fue.

¿Había sido demasiado cobarde? ¿En exceso altruista? 

«¿Por qué?», se preguntaba una y otra vez. 

¿Por qué no había tenido el valor o el egoísmo para pedirle que se quedara con ella? Quizá, reconoció con pesar, porque ella era la primera que ponía por delante sus obligaciones a cualquier otra cosa. Y porque, en el fondo, sabía que, si Rayo no ganaba esa Copa por su culpa, no se lo perdonaría nunca.

La noche pasó lenta y angustiosa, sin que la muchacha pudiese conciliar el sueño más que a ratos e invadida por pesadillas, recuerdos lejanos y remordimientos. Pero, cuando por fin despertó, para su sorpresa, el sol estaba alto. Sally, aún algo atontada por el disgusto y la falta de sueño, se percató de golpe que estaba dormida tras el mostrador de la recepción. Con brusquedad, se incorporó y miró a su alrededor; alerta, por si alguien la había visto.

«¿Quién te va a ver, cabeza loca?», susurró una voz insidiosa en su cabeza. «Si por aquí nunca pasa nadie».

Sally sacudió el capó, tratando de despejarse y alejar aquellas reflexiones funestas. Si algo se había prometido a sí misma en aquella noche en vela, era que no dejaría que el pasado volviese a hacerla desdichada. Debía mirar hacia delante, como siempre. No obstante, al salir a la carretera principal y verla tan impoluta, no pudo evitar que el corazón le diese un vuelco. Iba a ser difícil olvidar aquella semana, pero podía hacerlo. Decidida, alzó el morro y se encaminó hacia la gasolinera de Flo… Sorprendiéndose, acto seguido, de encontrarla cerrada a cal y canto.

Aunque no estaba abandonada, apreció. Entre los surtidores, dos figuras –una enorme y roja y otra escuálida, negra y temblorosa– se afanaban sobre algo que Sally no acertaba a identificar. Cuando la escuchó llegar, Rojo se volvió y abrió mucho los ojos, a la vez que sonreía y señalaba el objeto de interés con la rueda, de manera insistente.

Sally, cauta, se aproximó, para casi retroceder acto seguido; como si, en vez de una televisión, aquello fuese una alambrada de espino. Sobre todo, al ver aparecer un alerón rojo que conocía demasiado bien y en el que prefería no volver a pensar en lo que le quedaba de vida. Decidida, fue a darse la vuelta y retroceder, ante la mirada extrañada de Rojo y Lizzy, cuando una frase procedente de la pantalla la clavó en el sitio y la hizo girar, sin dar crédito a lo que oía.

—¡Darrell, Hudson ha vuelto!

Cuatro palabras. Una frase que lo cambiaba todo. La imagen se aproximó y, para su mayor perplejidad, Sally observó que todos sus vecinos estaban allí. Sintiendo lágrimas de emoción aflorar a sus parabrisas, la joven se aproximó al televisor. Al final, Doc había decidido redimir su mal acto. Y, si Sally lo pensaba fríamente, aquella era la mejor decisión posible. Cada uno tenía sus responsabilidades, pero eso no tenía por qué significar nada. Y, aunque no sabía si su camino se cruzaría de nuevo con el de Rayo en un futuro próximo, si Hudson Hornet podía estar a su lado…

«Sí, ¿por qué no?»

De ahí que, sin poder evitarlo, sus ojos se quedaran prendados del joven corredor; y, fuese amor o no lo que sintiese por él, en ese instante en su mente solo se proyectara una frase:

«A por ellos, Pegatinas».

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