Capítulo 17. Todo saldrá bien

Al anochecer del día siguiente, tras la cena, en la mansión de los De La Vega se respiraba una extraña paz. Sally enseguida pidió permiso para irse a la biblioteca y revisar algunos de sus tratados favoritos sobre derecho penal, de los cuales por suerte Andrés y Natalia disponían de las ediciones más actualizadas; y Rayo prefirió quedarse unos instantes junto al jardín, respirando el suave aire oceánico que traía la noche. Aquella mañana se habían levantado todos tarde, dado el trasnoche del día anterior, pero no se arrepentían. Debían coger fuerzas para lo que, aventuraban, sería ya la recta final del caso. Las pruebas contra Tex no tenían toda la fuerza que deberían, o eso argumentaban los abogados presentes en la casa… Y Rayo, sin saber mucho del asunto, tenía una corazonada al respecto.
Al pensar en Sally, una idea pícara se instaló en su mente mientras sus ruedas enfilaban el pasillo hacia la biblioteca, como movidas por voluntad propia. La luz estaba encendida y, como imaginaba, su novia se encontraba inclinada sobre la gran mesa de roble, escrutando varios libros a la vez. El corredor sacudió la cabeza. No había conocido apenas a Sally en su faceta como abogada; pero, por lo que le había contado Naya, intuía que en el fondo no había perdido un ápice de interés o avidez por aprender. Perfeccionista. Preciosa. Inteligente. Irónica. Así era como Rayo había aprendido a amarla y jamás la querría de otra manera.
Torciendo el capó en un gesto malicioso, el coche de carreras se adentró sin hacer ruido en la biblioteca y se deslizó hasta casi rozar el maletero de Sally. Una vez allí, no pudo resistirse. Sus labios recorrieron lenta y suavemente el borde de su guardabarros trasero. La joven pegó un ligerísimo respingo antes de girarse hacia él. Rayo le devolvió una mirada cargada de deseo y ella optó por dejarse hacer, aunque con un ojo puesto en la puerta de la biblioteca.
—Rayo… —gimió cuando él terminó de recorrer su costado y mordisqueó el tirador de su puerta derecha—. Para —suplicó sin convicción—. Tontorrón, para —lo empujó con una risita avergonzada al tiempo que hacía un gesto elocuente hacia la puerta abierta—. Que nos van a ver…
—Oh, vamos —protestó él, sin perder la sonrisa maliciosa—. ¿Que quieres que le haga? Aquí se vive bien… De lujo, para más señas —alzó los dos parabrisas a la vez rápidamente para reforzar sus palabras—. Pero echo de menos estar a solas contigo… Y lo digo en el sentido más amplio de la palabra.
Sally se rio de nuevo, azorada a más no poder.
—Que tonto eres —le recriminó en un ronroneo—. Bueno, piénsalo así. Con un poco de suerte, dentro de poco —se aproximó a él con expresión socarrona y Rayo la imitó— estaremos en Radiador Springs… en nuestra casa… —susurró en tono meloso—, con todo el espacio y el tiempo disponibles para nuestro disfrute…
Rayo se mordió el labio, encantado con la idea.
—No puedo esperar —murmuró con la voz enroquecida por la anticipación—. ¿Pero de verdad no podemos aprovechar el dormitorio de invitados…?
Sally meditó un segundo; sí que era cierto que le daba cierto reparo estar en casa de los De La Vega y pensar en «meter rueda» aunque fuese en un espacio privado y cerrado a cal y canto… Pero, por otro lado… Sin que apenas pudiese frenar su impulso, de un segundo al otro se encontró con los labios de Rayo sobre los suyos. Ansiosos. Exigentes. Sally jadeó. Hacía demasiado tiempo y habían pasado por tantas cosas… Sí, ella también lo necesitaba.
Pero la idílica escena se vio interrumpida cuando la puerta se abrió de un violento empujón; provocando que los dos amantes se separaran, algo cortados. Aunque sus rostros cambiaron a sendas muecas de preocupación cuando contemplaron el capó desencajado de Natalia, su respiración agitada y sus parabrisas abiertos a más no poder.
—¡Señora De la Vega! —se asustó Rayo, corriendo de inmediato hacia la pobre mujer.
Sally lo secundó y se afanó en sostener a la madre de Naya, que temblaba como una hoja.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber.
No obstante, la única palabra que pronunció antes de desmayarse junto a Sally fue como si a ambos les diesen una dolorosa patada en el depósito:
—Naya…
(Una hora antes)
Hollywood Boulevard resplandecía con los coches que iban y venían bajo los neones y la brillante iluminación de la calle más popular de Los Ángeles. Naya suspiró. A pesar de haber querido irse a estudiar a Harvard, a la otra punta del país, volver al acabar la carrera le había recordado lo mucho que echaba de menos su ciudad natal. Al contrario que otros que conocía, ella no se sentía una extraña. Y no solo era porque su familia gozase de renombre desde su bisabuelo, Alejandro. No. Era simplemente una sensación de que ningún otro sitio en el mundo podría considerarlo su hogar.
—Hola, Naya.
La joven dio un respingo, saliendo de su abstracción con una sonrisa de disculpa.
—¡Ah! David, ya estás aquí.
Se encontraban cerca del teatro Kodak, rodeados de turistas que aprovechaban las primeras horas de la noche para hacer las fotos de rigor a los puntos calientes del cine americano.
—¿Vamos? —la invitó él, cortés.
Ella asintió.
—Por supuesto —aceptó, echando a rodar junto a él por la gran avenida—. Y bien… ¿Qué era eso de lo que querías hablarme?
David pareció encogerse sobre sí mismo, pero no frenó. Al contrario, siguió avanzando unos metros en silencio antes de decidirse a abrir el capó.
—Naya, yo… Bueno, creo que… tú… —resopló sin mirarla—. Ya sabes…
Ella enarcó un parabrisas, algo perdida. O eso pensaba.
—David, creo que no te sigo —confesó, avergonzada.
Él pareció asumirlo, porque sacudió el morro y mostró una mueca nostálgica.
—Supongo que… de… después de todo lo ocurrido con Sally pues… Nada volverá a ser lo mismo… —se giró un poco hacia ella con cierto aire de súplica—. Naya, estoy cansado de este caso.
Ella frenó ligeramente y lo encaró del todo. Se estaban desviando de la zona más concurrida de la ciudad; pero, en ese momento, era la menor de sus preocupaciones.
—¿Qué…? —preguntó en un susurro, como si alguien pudiese escucharlos—. ¿Qué quieres decir, David?
Para su sorpresa, él se limitó a bufar y apartar la vista, avanzando de nuevo hacia más allá de las coloridas luces hollywoodienses. Hacia la colina. Intrigada, Naya lo siguió. Si tenía que ser sincera, aquella declaración la había dejado tan atónita que ni siquiera se planteó lo que estaba haciendo. Simplemente, actuó por instinto. Buscando respuestas.
—Naya —repitió él con seriedad, girándose unos centímetros, pero sin frenar. No obstante, no prosiguió hasta que ella no se puso a su altura, ya ascendiendo el primer kilómetro por la carretera que serpenteaba colina arriba—. Los dos sabemos que esto no se sostiene por ningún lado. ¿Es que no hace años que nos conocemos? ¿No hemos pasado por más casos antes? —parecía algo alterado, pero Naya no sabía si la sorprendía más aquello, ver al tierno y tartamudo David con semejante trastorno, o lo que le estaba diciendo—. A veces creo que no quiero seguir en esto —suspiró él, aproximándose a un mirador cercano y contemplando cómo el lejano Pacífico delineaba los edificios más altos de Los Ángeles, extendidos bajo sus ruedas—. ¿Sabes? La profesión ya no es lo que yo creía… —se giró hacia ella con un extraño brillo en las pupilas—. ¿Cómo… mantienes tú la fe, Naya? ¿Cómo lo haces?
Sintiéndose abrumada por su tristeza, Naya se acercó sin pensárselo dos veces y lo encaró, dando la espalda a medias al océano. David le dejó espacio, pero su mirada acongojada no cambió, lo que estrujó el corazón de la joven abogada. Sí, era cierto que en los últimos años su relación se había enfriado; pero, en su día, trabajando en el mismo bufete, tanto Sally como David y ella habían sido el grupo más unido de amigos que podía existir en Los Ángeles. No había fiesta ni carretera que se les resistiese cuando caía el sol. Vivían a tope las veinticuatro horas del día, sin pensar apenas en lo que el futuro podía depararles… ¿Cuándo se había torcido todo tanto?
—David, ¿por qué entraste a trabajar para Álex? —preguntó la muchacha entonces. David botó en el sitio, pillado por sorpresa ante aquella pregunta. Pero, ante su silencio, Naya no pudo evitarlo más—. Ayúdanos, David. Déjalo —sabía que lo que pedía era casi un suicidio para Aston; puesto que, si Mustang se enteraba de sus motivos, jamás dejaría de perseguirlo hasta hundirlo en la más absoluta miseria—. Únete a nosotros y ayúdanos a probar que Tex es inocente… Sabes que es así —insistió en voz baja—. Por favor.
Entonces, él hizo algo que no esperaba. Despacio, como si cayese en la cuenta de que aquella era una buena salida para él, David esbozó una sonrisa que acabó ampliándose hasta ocupar todo su morro. Sin embargo, no dijo nada, sino que se aproximó para besar a Naya con suavidad. Esta, tras recobrarse de la impresión inicial y devolverle el gesto con timidez, abrió los parabrisas y el capó para hablar. Pero no tuvo tiempo… Porque David se le adelantó.
—Lo siento, Nayara —pronunció en voz ronca—. De verdad que sí.
Un segundo después, las ruedas de la joven perdieron el apoyo y su chasis se precipitó ladera abajo.