Capítulo 5. Una familia ejemplar

La finca de los Carrera, nada más asomar tras una de las múltiples lomas que conformaban la zona pudiente de Los Ángeles, solo confirmó las sospechas que Rayo siempre había albergado sobre Sally. Poco a poco, algunas piezas del rompecabezas que era la joven Porsche empezaban a encajar; claro que, por su marca, tenía que proceder de una familia bastante acomodada; pero nacer en pleno Chevrolet Hills era como decir que procedía del centro del mismísimo Milehattan.
«Harvard…»
Todo encajaba. Pero, si conocía a Sally, entendía por qué no presumía de ello.
—Ya hemos llegado —anunció su novia, mientras frenaba con suavidad frente a una elegante verja con la “C” de su apellido forjada sobre los barrotes. Dudó un instante antes de pulsar el timbre y se giró hacia Rayo—. ¿Estás seguro de esto, Pegatinas?
Él mostró media sonrisa irónica marca de la casa.
—Soy tu sombra —murmuró, invitándola con una rueda a llamar. Pero, al ver que Sally seguía dudando, agregó—. Vamos. Seguro que no es para tanto.
Sally suspiró hondamente y alargó por fin su neumático izquierdo para pulsar el timbre. Hubo unos segundos de espera mientras algo pitaba al otro lado del interfono, pero enseguida se escuchó una voz gutural respondiendo al otro lado. Un idioma que Rayo no entendió; pero en el que, para su absoluta sorpresa, Sally replicó con soltura. Sin embargo, lo más sorprendente fue el silencio sepulcral que se hizo al otro lado de la línea. Unos segundos antes de que, quienquiera que estuviese ahí, colgase con cierta brusquedad y la puerta comenzase a abrirse con pereza hacia dentro. Rayo no pudo contenerse y dirigió una mirada interrogante a Sally, pero esta se encogió de ruedas sin abrir el capó y lo rebasó para adentrarse en la propiedad.
El edificio central era de color blanco y del llamado «estilo colonial», con porches amplios y columnas rodeando toda la estructura. Alrededor, cuidados jardines que hubieran sido el paraíso para Rojo se alzaban hacia el cielo gris, en silencio, pero con un aire algo decaído que al corredor le puso los pelos de punta. Por suerte, había dejado de llover.
Cuando llegaron a la explanada frente a la entrada principal, se abrió el portón y dos figuras, una verde abisal y la otra gris áster salieron a la luz para recibirlos. Sally se estremeció, tragó aceite y dejó que se acercaran. La mujer fue la primera en llegar a su altura, con algo que parecía emoción reflejado en sus cuidados parabrisas.
—Sally! Ich kann es nicht glauben, du bist endlich da!1
A lo que la muchacha, sin perder el hilo, replicó:
—Hallo, Mom. Ich bin froh, Sie zu sehen.2
La mujer de chapa gris, un elegante Porsche Carrera Targa del 85, sonrió mientras el coche de tono verdoso azulado se aproximaba tras ella.
—Bienvenida, pequeña. Cuánto tiempo.
A lo que esta sí respondió, en perfecto inglés:
—Papá. No has cambiado nada.
Este sonrió a su vez antes de volverse hacia el acompañante de su hija. El cual, tras reponerse del shock de escucharla hablar un idioma que ni entendía ni sabía que ella conocía tan bien, observaba a la familia con un respeto y una timidez inusuales en él.
—Vaya. Conque tú eres el famoso Rayo McQueen —comentó el otro coche, un 911 Cabriolet del 80, antes de tenderle una rueda amistosa—. Es un placer.
Rayo le devolvió el gesto, cohibido.
—El placer es mío, señor Carrera.
Este aceptó el cumplido antes de invitarlos a entrar en la casa.
—Vaya… —se maravilló Rayo sin poder evitarlo. El recibidor tenía suelo de parqué y barandillas de mármol en la rampa que subía al piso superior, además de diferentes cuadros cubriendo las paredes que parecían procedentes de otro mundo y otra época. Ante la mirada interrogante de los dos anfitriones, o sus «suegros», como se viera, agregó—. Una casa preciosa.
La madre de Sally, que tenía el mismo morro afilado que ella, mostró lo que parecía una sonrisa de orgullo mal disimulado.
—Bueno, los Carrera nunca hemos sido una familia de grandísima fortuna —explicó entonces el padre de Sal3—. Pero, desde que llegamos del Viejo Mundo después de la Gran Guerra, nos hemos esforzado por hacernos un hueco entre nuestros semejantes.
Rayo le dirigió de nuevo una mirada inquisitiva a Sally, que se apresuró a explicar sin petulancia:
—Mi familia es alemana de toda la vida, pero mis abuelos ahorraron lo suficiente como para venir hasta aquí buscando un futuro mejor cuando Alemania perdió la I Guerra Mundial —cruzó una mirada significativa con su madre y susurró—. De ahí que en esta casa todos hayamos crecido hablando alemán… e inglés.
Rayo hizo un asentimiento, comprendiendo, al tiempo que una extraña sensación se apoderaba de sus entrañas. Seguía pensando que los miedos de Sally eran infundados. Todo aquel ambiente, aquella vida de ensueño… Si se comparaba a su infancia en Missouri, Sally le daba mil vueltas en elegancia y distinción. Ella era la princesa que siempre había imaginado; pero, por un momento, se preguntó:
«Y, esto, ¿dónde me deja a mí?».
Se sentía como un plebeyo invadiendo el espacio reservado a la nobleza, pero se abstuvo de comentar nada al respecto y se limitó a sonreír mientras le hacían pasar al comedor. Allí, una serie de elegantes bidones de aceite virgen extra importado de España, petróleo refinado y guarnición de fósiles vegetales los esperaban.
—Papá, esto no era necesario —protestó Sally sin acritud, aunque claramente sorprendida.
Ante lo cual, el Cabriolet sacudió el morro en un gesto negativo al tiempo que abarcaba la mesa con la rueda delantera derecha.
—Para el tiempo que llevamos sin saber nada de ti, es lo menos que podíamos preparar.
Sally estuvo a punto de preguntar cómo estaban tan seguros de que ella llegaría, o si solo era un intento de aparentar opulencia delante de Rayo, pero optó por morderse la lengua y colocarse en su sitio. Enseguida, una menuda doncella Chevy del 20004 de color blanco se acercó, para servir alguna copa de queroseno endulzado. Los comensales aceptaron con educación mientras afuera del porche empezaba a chispear de nuevo. La conversación surgió, banal, preguntando algo a Rayo por sus triunfos y mucho a Sally por su vida lejos de Los Ángeles.
Cierto es que sus padres apenas pudieron disimular su sorpresa cuando su hija por fin confirmó lo que temían, que Rayo y ella eran bastante más que amigos; pero procuraron sonreír con cortesía y tomar algún trago o bocado de vez en cuando, al tiempo que cruzaban miradas furtivas de alarma. Sally, percatándose del ambiente tenso, vigilaba a su novio por el rabillo del ojo para comprobar su reacción, pero este parecía más interesado en la conversación y en la comida que en los dobles sentidos de las frases que cruzaban por encima del mantel.
«Mejor así», pensó Sally, entristecida. «Si esto sigue por este camino, quién sabe… Igual los he juzgado…»
—Por cierto, Sally —dijo su madre entonces con fuerte acento alemán. De sus dos familias, la materna era con diferencia la que menos había renunciado al idioma generacional—. ¿Sabes que Álex fue quien nos dijo que estabas en Los Ángeles?
Sally casi se atragantó al oír aquello, pero se esforzó al máximo por mantener la compostura y se irguió, tensa como una vara y al tiempo que Rayo, antes de preguntar:
—¿Ah, sí?
No le gustaba el derrotero que tomaba la conversación; pero su madre no pareció notarlo. Sino que, tras beber despacio de su aceite de oliva, agregó:
—Sí. Es una lástima que no pudiese venir hoy.
Sally hizo una mueca disgustada sin poder evitarlo.
—Por supuesto —ironizó según su costumbre cuando un tema no era de su agrado—. Hubiese sido su ocasión para hablar de él mismo… Otra vez.
—¡Sally, por favor! —la interrumpió su padre con súbita brusquedad, haciendo que los dos jóvenes botaran en el sitio, sorprendidos. No obstante, enseguida suavizó el gesto y añadió, señalando levemente hacia Rayo—. Tu «amigo» va a pensar que no tienes modales.
Sally apretó los dientes y lo miró con desafío antes de voltear el morro hacia la mesa.
—De todas formas —prosiguió la madre, como si fuese ajena a la lucha interna que sufría su hija—, lo que más me sorprende es, precisamente, eso…
—¿El qué? —quiso saber Sally, a la defensiva.
La mujer Porsche enarcó un parabrisas, como si fuese evidente.
—Que nos haya informado él de que estabas aquí… Ya sabes, después de lo que le hiciste.
Para Sally, aquello fue como un choque directo contra un quitamiedos. Cortante, desgarrador, explosivo. De repente, sentía ganas de llorar. Antes de irse de Los Ángeles era cierto que no se había despedido de nadie, ni siquiera de sus padres, pero… ¿Cómo podían creerse la versión de Álex, que seguramente la dejaba por los suelos? ¿Cómo podían pensar ciertas cosas de su hija? Aún en shock y con la mesa cubierta de un incómodo silencio, Sally le sostuvo la mirada a su progenitora, incrédula. Esta, por otro lado, se mantenía serena, como si esperase lo que la Carrera más joven tuviese que decir al respecto.
—¿Lo que… le hice? —repitió en un ácido siseo—. Y, ¿qué es, exactamente… Mutter5?
Su interlocutora entrecerró los ojos y siseó algo en alemán que Sally intuyó como un «maldita desagradecida»; pero, para bien o para mal, fue su padre el que salió al paso.
—Sally, entiéndelo —le suplicó, haciendo que su hija se estremeciera. No sabía si quería oír lo que viniese a continuación. ¿Y Rayo? Se negaba a mirarlo a la cara y se sentía profundamente avergonzada por haberle dejado ir a aquella reunión. No se merecía aguantar aquello—. Álex te sigue queriendo. Cometiste solo un error… ¡Uno! ¡A cualquier abogado puede ocurrirle algo así! —Sally temblaba ante aquellas palabras. Quería irse, cerrar los ojos y los retrovisores, arrancar y perderse lejos de allí. Pero un antiguo temor la mantenía clavada en el sitio, mirando a los ojos al hombre que más debiera quererla y entenderla en el mundo; pero que, en pocas palabras, estaba dejándola a la altura del fango delante del coche al que amaba de verdad—. Sin embargo, optaste por acusarlo a él…
Su padre sacudió el capó y apartó la mirada, como si eso reforzara sus palabras. Para Sally, aquel movimiento fue como un horrible despertar. Por ello, quizá, fue que abrió la boca y pronunció unas palabras que nadie esperaba.
—Álex… Solo… Se quiere… A sí mismo.
Ante la mirada perpleja de sus padres, Sally se erguía, con los ojos en llamas, desafiante y rota por dentro. ¿Que no querían asumir que era feliz? Perfecto. ¿Que no entendían que pudiese amar a alguien ajeno a su círculo de perfección y apariencias? Fetén. Pero ella no pensaba desperdiciar otro segundo de su vida con alguien incapaz de entender sus verdaderas aspiraciones en la vida.
De ahí que, visto y no visto, girara sin pudor alguno sobre sí misma haciendo sonar su motor y se lanzara hacia el jardín inundado, buscando un rincón donde dar rienda suelta a su dolor. Cada día que pasaba en Los Ángeles, su vida se torcía más y más. Volver había sido un tremendo error.
Pero, ¿y Rayo? No. Se sentía incapaz de dejarlo solo de esa manera por culpa de sus miedos, siempre lo había hecho. Desde aquel día en Atlanta se juró que lucharía por su relación a capa y espada. Y, por lo visto, él pensaba lo mismo; porque, un instante después, el frío tacto de su carrocería sobre el costado húmedo de lluvia le hizo dar un respingo, asustada. Pero, cuando comprobó en sus ojos que él no le guardaba rencor, que solo estaba preocupado por ella, se acurrucó sin dudarlo y dio rienda suelta a su frustración. Se había refugiado bajo su árbol favorito de cuando era niña, pero no era suficiente para reprimir los efectos del aguacero. Aun así, ambos aguantaron estoicos hasta que Sally comenzó a tranquilizarse. Por unos segundos, la pareja se quedó en silencio. Al menos, hasta que ella murmuró con voz ronca:
—No aguanto más, Pegatinas. No puedo…
—Eh, eh —él la chistó con dulzura para que no tuviese que seguir hablando de cosas que dolían tanto—. Está bien, ¿de acuerdo? Volvemos al hotel, recogemos y nos vamos a casa.
«Y jamás volveremos a pisar esta ciudad», se juró mentalmente, mientras flanqueaba a Sally de vuelta hacia la mansión, hacia el camino principal.
Cuando estaban cerca del portón de entrada a la mansión, vieron a los dos progenitores Carrera observándolos con algo que parecía preocupación.
—Espérame junto a la verja —le indicó Sally a Rayo con firmeza, pero sin enfado—. Tengo algo que hacer antes de irme.
Rayo dudó un instante; pero, al comprobar que estaba más serena, accedió a regañadientes y, tras dirigir una despedida breve con la rueda a los padres de Sally y sin importarle demasiado lo que pensaran de él –ya le había quedado claro que su novia no exageraba un ápice en cuando a lo «peculiares» que eran sus suegros–, se encaminó hacia la verja para esperar.
Sally, por su parte, se aproximó a sus padres. Su madre se quedó más atrás cuando el Cabriolet se lo indicó. Al cabo de unos segundos, solo estaban padre e hija bajo una lluvia que comenzaba a amainar.
—Hija —arrancó él, conciliador—. Oye, sé que nunca te ha gustado que me meta en tu vida. Pero, te lo suplico. Por favor —tomó aire con fuerza al notar un nudo en la garganta. Era su última oportunidad—. Reconsidera volver.
Para su sorpresa, Sally replicó con media mueca mordaz.
—Con Álex, ¿verdad? —adivinó con amargura.
Su padre abrió las ruedas delanteras en un gesto de obviedad.
—¿Por qué no? —quiso saber.
Su hija bufó y puso los ojos en blanco. ¿De verdad tenía que explicárselo?
—Álex nunca, jamás —rechinó— me amó ni una milésima parte de lo que me ama Rayo.
El padre torció el morro con disgusto evidente.
—Ese «carita de ángel» solo te quiere por lo obvio —Sally abrió la boca, dolida e incrédula, pero él no había terminado—. Pero Álex siempre te valoró por tu inteligencia, por tu capacidad de aprender y porque eras una abogada brillante. A ese “McQueen” —hizo una mueca asqueada— solo le interesa tener a alguien a quien lucir a su lado.
Dentro de Sally, los sentimientos giraban a velocidad de vértigo. Sinceramente, no podía creerlo. ¿Cómo su padre podía tener tal concepto de ella? Era evidente que no se había equivocado con ellos… Ni en su decisión. Por ello, se limitó a girarse y murmurar un seco «adiós, papá», antes de encaminarse hacia el exterior de la finca.
Cuando la reja se abrió, Rayo la flanqueó en silencio y ambos se dirigieron hacia la parte baja de la colina, deseando llegar al hotel. Por su parte, los padres de Sally observaron irse a la pareja con preocupación.
—¿Crees que te hará caso? —preguntó la madre.
Y el padre, dudando, replicó:
—Diga lo que diga, ese corredor solo es una distracción pasajera —acercó una rueda a su mujer para confortarla—. Ya verás… Algún día, cuando se dé cuenta… Volverá. Estoy seguro.
***
Rayo observó a Sally por enésima vez, sin decir nada. La joven se había mantenido con la vista al frente durante todo el recorrido de vuelta al hotel, pero él la conocía. Su chasis estaba tenso, su mandíbula apretada y sus iris verdes demasiado fijos en un punto del horizonte.
—Sal —Rayo se detuvo en la plaza frente al hotel, haciendo que ella lo secundara—. Oye… Siento mucho lo que ha sucedido en casa de tus padres.
Sally sacudió el morro con cansancio
—No es culpa tuya —aseguró, mirándolo con cariño por primera vez desde aquella mañana—. Suponía que saldrían por ahí. Siempre han sido muy de mantener las apariencias. Pero bueno, ahora toca dejar eso atrás, ¿verdad?
Rayo asintió, animado al verla más esperanzada. Pero justo iba a agregar algo cuando escuchó un grito a su espalda:
—¡Sally! ¡Sally! —una jadeante Naya llegó en ese momento hasta ellos, procedente del hotel—. ¡Gracias al Todopoderoso que te encuentro!
—¡Naya! —se preocupó Sally—. ¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
Pero la joven Audi se limitó a sacudir el morro enérgicamente y jadear, acelerada:
—No, nada bien. Necesito tu ayuda.
***
1 Alemán: «¡No puedo creer que por fin hayas llegado!»
2 Alemán: «Hola, mamá. Me alegro de verte.»
3 los Porsche Carrera son de gama baja dentro de la marca Porsche. De ahí que aquí sean los menos pudientes de su categoría social.
4 Chevrolet.
5 «Madre», en alemán.