22 – Adelante por los sueños que aún nos quedan…
Madmartigan no recordaba haberse sentido tan feliz en toda su vida. Mientras enjaezaba su caballo silbaba una tonada ligera que no sabía que recordaba. Pero eso solo era un síntoma más.
No era la primera vez que se enamoraba, eso era cierto; pero comparado con cualquier otra ocasión, ahora se sentía ligero y animado. Los tiempos de vagabundear de taberna en taberna, buscando jarana y aventuras, se habían terminado. Había logrado asentarse en una ciudad a cuya liberación había ayudado y, dentro de poco tiempo, estaría unido a una mujer maravillosa. La cual, casualmente, entraba en ese preciso instante por la puerta de las cuadras.
Sin embargo, la sonrisa de Madmartigan se congeló en su rostro al ver la cara de pocos amigos que traía ella. Además, la situación fue aún menos idílica cuando la muchacha lo vio, se paró un instante, mirándolo de reojo, y acto seguido le dio la espalda para dirigirse al guadarnés.
–¿Sorsha? –la llamó; pero, al no obtener respuesta, optó por dejar a su propia montura y salir de la cuadra para buscarla. Sin embargo, no tuvo que avanzar mucho antes de que ella apareciese de nuevo, cargada con los arreos de su caballo. La joven se detuvo de golpe en la puerta del guadarnés cuando lo vio de nuevo, y lo miraba de una manera tan extraña que Madmartigan pensó que se le pararía el corazón–. Oye, ¿va todo bien?
Ella se mordió el labio, indecisa, sin despegar la vista de él. Dentro de ella se libraba una guerra de sentimientos: por una parte, anhelaba arrojar la silla y las riendas a un lado y hundir el rostro en su jubón de cuero, olvidando todas las acusaciones que pesaban sobre su cabeza. Pero por otra, deseaba agarrarlo por la camisa y zarandearlo hasta que le contase toda la verdad. Mientras reflexionaba sobre ello, prefirió moverse hacia la cuadra de su montura –Bana, la misma que había domado durante los últimos años y que había llegado a Tir Asleen con ella el día anterior. ¿Tan poco tiempo había pasado?–, como si él no hubiese dicho nada. Pero no contaba con la persistencia del guerrero cuando algo se le metía en la cabeza.
–Sorsha –Madmartigan la retuvo por el brazo y susurró su nombre con tal dulzura que a la joven le dieron ganas de llorar. «No. Hace tiempo te juraste que no llorarías por nada que no mereciese la pena», se recordó con amargura. Sin embargo, algo en su voz la forzó a alzar la vista, hasta que sus iris se cruzaron–. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué te he hecho?
La muchacha inspiró hondo. Había ido hasta allí precisamente para preguntarle, pero luego se había acobardado ante la perspectiva de haberse equivocado entregándole su corazón a aquel hombre. Sin embargo, era consciente de que no podría salir de allí sin dar una explicación.
–Mi padre se ha negado a que nos casemos –confesó con la voz rota, procurando ignorar el rictus de dolor que cruzó por las facciones de Madmartigan–. Según él, por algo que sucedió en tu pasado –la muchacha se humedeció los labios–. ¿Por qué no me lo dijiste? –susurró finalmente en un triste hilo de voz mientras se zafaba suavemente, sin soltar en ningún momento la carga que llevaba en los brazos.
Madmartigan entrecerró los ojos, confuso, aunque sospechaba dolorosamente a qué se refería. Pero, ¿cómo era posible que Thantalos supiera aquellas cosas si, mientras sucedía, estaba encerrado en un bloque de hielo? La respuesta llegó rápidamente a su cabeza. «Debería hablar con mis soldados sobre ciertos asuntos», se prometió a sí mismo con cierto enfado antes de volver a centrarse en lo que Sorsha le había preguntado.
–No quería hacerte sufrir –respondió entonces, sin querer saber a ciencia cierta cuál de todos sus secretos pasados había salido a la luz.
Nunca había sido un santo, pero solo de pensar que uno solo de sus antiguos pecados pudiese hacer daño a Sorsha le desgarraba el alma. Esta, por su parte, sacudió la cabeza, en un ademán confuso que además ocultaba el dolor en su rostro bajo el leve flequillo pelirrojo.
–¿Cuánto hace que te condenaron? –alzó la vista–. Y, ¿por qué?
Madmartigan apartó la vista y se alejó un par de pasos, apoyando la espalda finalmente contra una viga. Así que sus sospechas eran ciertas pero, ¿cómo decírselo sin que terminase pensando lo peor de él… otra vez? Ella lo observaba fijamente, con un claro brillo de temor reluciendo en sus ojos oscuros, a la espera de una respuesta.
–Algo más de un mes –confesó él, sintiendo cómo el alma se le partía al comprobar que el rostro de Sorsha se convertía de inmediato en una máscara de horror. No obstante, Madmartigan sintió en ese momento que algo lo impulsaba a seguir confesándose, y así lo hizo–. Después de lo que sucedió con Carissima, Airk me ofreció una posibilidad de redención para recuperar mi honor de caballero luchando contra tu madre en defensa de Galladoorn –inspiró con fuerza–. Reconozco que acepté… para después acobardarme y huir. Por ello me condenaron… a morir de sed en una jaula de cuervos –sin alzar la vista, el guerrero se dejó caer en una paca de heno, con el rostro entre las manos. Aquel recuerdo todavía le traía pesadillas noche sí y noche también–. He sido un idiota –admitió entonces, súbitamente abatido y sin mirar a Sorsha por miedo a ver el rechazo que le provocaba, pintado en su hermoso rostro–. Tu padre tiene razón al no querer que te cases con alguien como yo –sacudió la cabeza con tristeza–. No valgo lo que merece una princesa de Tir Asleen.
Sorsha, tras escuchar toda su declaración, se había quedado de piedra, casi más que cuando supo la verdad sobre su aventura con Carissima. La cabeza seguía dándole vueltas pero ahora, al menos, tenía una visión casi completa de la escena. Cuando había escuchado a su padre pensaba que Madmartigan sería, efectivamente, el ladrón que Airk quería insinuar. O a lo mejor un asesino. Pero… ¿un desertor? ¿Después de verle combatir por Tir Asleen, una ciudad a la que no lo ataba nada ni nadie?
No, eso no era del todo cierto.
Estaba Elora Danan. La diminuta princesa que una profecía había colocado en lo alto de la sucesión al trono de la ciudad en la que ella, Sorsha, había nacido; la misma villa que su malvada madre había condenado al olvido por miedo a ser destruida por aquel inocente bebé marcado por el destino. Ella había logrado que Madmartigan cambiase, que tuviese un motivo por el que vivir y luchar. Así que, probablemente, ahí y en ese preciso instante, la princesa le debía mucho a aquella criatura.
Sin embargo, decir que estaba aterrada era quedarse muy corto. Por ello, la muchacha tragó saliva antes de, lentamente, aproximarse un par de pasos hacia el guerrero. Este sentía sus ojos clavados en la nuca pero se negó a levantar la cabeza de tan avergonzado como se sentía. Sin embargo, le sorprendió escuchar la voz de Sorsha, autoritaria aunque algo temblorosa, pronunciando una sola palabra:
–Levántate.
El guerrero obedeció a medias, alzando ligeramente el mentón mientras la observaba de reojo. Sin embargo, sus expresiones corporal y facial no dejaban lugar a dudas. Era una orden.
Despacio, Madmartigan se incorporó. Y entonces Sorsha hizo algo que no esperaba.
Lo abofeteó.
«Estupendo, como si no me sintiese suficientemente humillado», rezongó para sus adentros.
–Debiste decírmelo –lo reprendió ella de inmediato.
Él procuró disimular su vergüenza al tiempo que demostraba su acuerdo con ella mediante un leve movimiento de la cabeza.
–No volverá a haber secretos entre nosotros –aseguró en voz baja–. Te lo juro…
–No he terminado –lo silenció ella con rapidez.
Él calló, obedientemente… para encontrarse un instante después con los labios de la joven sobre los suyos. Sorprendido, no supo cómo reaccionar al principio. Pero cuando la lengua de Sorsha empezó a recorrer el interior de sus labios, el impulso que se apoderó de él fue superior a todo lo demás. Sus manos rodearon su cintura, estilizada por un discreto corpiño negro, al tiempo que los dedos de la princesa se enredaban juguetones en su cabello oscuro.
–Mi padre puede decir lo que quiera –sentenció la muchacha junto a su barbilla cuando se separaron para tomar aire–, pero mi decisión está tomada –acto seguido, se apartó de él sin violencia y se encaminó hacia su caballo con actitud repentinamente resuelta–. ¿Qué? ¿Salimos a cabalgar?
Madmartigan, aún perplejo por la situación que acababa de vivir, entrecerró los ojos, sospechando.
–¿No estás… enfadada? –quiso saber, intrigado.
No esperaba menos, dadas las circunstancias. Pero Sorsha se limitó a curvar los labios en una mueca mordaz.
–Puede que un poco –reconoció mientras sacaba a su caballo del establo, antes de mirarlo intensamente–. Pero nada que un rato de confesión a solas no pueda solucionar. Tenemos mucho de lo que hablar.
Madmartigan mostró entonces una amplia sonrisa a la vez que se dirigía igualmente hacia su montura para tomarla por las riendas e imitar a Sorsha.
–Me alivia oírte decir eso –reconoció mientras ambos montaban. Sin embargo, antes de que salieran de las cuadras alargó la mano para tomar la de la mujer que lo volvía loco–. No soy el que era, Sorsha. Y quiero ser un hombre nuevo para ti. ¿Me dejarás?
Ella apretó sus dedos con un cariño que invadió de calor todo el cuerpo del guerrero.
–Sí, porque creo en ti –le garantizó antes de hacer un gesto hacia la puerta de Tir Asleen–. Y ahora… Te echo una carrera.
Madmartigan mostró media sonrisa pícara.
–No vas a ganar –le advirtió.
Sorsha mostró una falsa mueca de contrariedad.
–Eso habrá que verlo –lo desafió de vuelta–. Hasta el pueblo donde nos conocimos. No está lejos. ¿Qué dices?
La sonrisa del guerrero se convirtió en un gesto burlón y confiado.
–Hecho.
Sellada la apuesta con esas palabras, al tiempo ambos picaron espuelas a sus monturas y salieron disparados, entre risas, hacia el encinar más próximo a la ciudad, encaminándose exactamente hacia el lugar donde sus vidas se cruzaron por vez primera. Sin reinas brujas que amenazaran el reino y aunque su soberano no quisiera permitir su matrimonio, sentían que tenían todo el tiempo del mundo por delante para ellos dos. Pasara lo que pasase.