Palabras no dichas, pero bien interpretadas (Wano – Egghead IV)

Después de aquella aventura en la habitación de Nami, pasaron un par de días en los que la rutina a bordo del Thousand Sunny no cambió demasiado. Como única novedad, Zoro podía destacar con cierta molestia la bronca que se había llevado por tratar de poner un poco de sentido común entre sus compañeros. ¿Acaso no veían que se la estaban jugando todos los días, como para correr a buscar a una antigua compañera que de seguro sabía arreglárselas?
Si bien no habían tenido tiempo de relacionarse demasiado, entre unas cosas y otras, Zoro podía decir sin asomo de duda que Vivi era una de las mujeres a las que más apreciaba en el mundo: valiente, resolutiva y decidida a proteger a los que más le importaban. Si hubiese prestado más atención al género femenino, probablemente habría pensado en alguien así como compañera de vida, incluso considerando lo insulsa que podía ser la vida palaciega. Pero, como le había dicho a Nami en su día sobre Hiyori —de la que, por el contrario, no tenía ninguna opinión formada, más allá del parentesco con Momo y sus tribulaciones en los últimos años—, no era lo que buscaba en ese momento. El sabor de la libertad a bordo del Sunny era demasiado tentador.
Sin embargo, en los últimos tiempos, había una mujer que conseguía invadir sus pensamientos cada dos por tres sin que pudiera evitarlo. Una que, para más señas, convivía con él y a la que veía todos los días mientras contenía el impulso de rozar su piel o acariciar su pelo cada vez que se cruzaban.
De todos modos, aquella noche Zoro se encontró por casualidad en una situación que no esperaba y que no hizo más que avivar su debate interno. Nada más terminar de entrenar en el gimnasio, por costumbre se dirigió al aseo de popa para lavarse con rapidez y refrescarse después del ejercicio. Sin embargo, cuando iba a salir, se percató de dos cosas: la primera, que la trampilla que daba a la biblioteca estaba abierta. Y la segunda, que a través de la misma salía una luz anaranjada que indicaba que había varias lámparas encendidas. Curioso, pero sin saber por qué, el guerrero se colocó la túnica verde sobre los hombros, sin anudarse todavía la banda carmesí en la cadera, antes de deslizarse por la escalerilla hasta el piso inferior y mirar alrededor.
La biblioteca estaba relativamente desierta, con su tradicional aire anticuado y poblada de esos silenciosos volúmenes a los que Zoro hacía el caso justo. Cierto que tenía algún manual de esgrima y arte de la guerra escondido por ahí a los que tenía aprecio, pero el número suficiente para que Nami no lo llamase «iletrado», igual que a Luffy cuando se presentaba la ocasión.
En ese momento, la única ocupante de la enorme sala de lectura era, precisamente, su compañera pelirroja, inclinada sobre su escritorio de dibujo al fondo del todo. Zoro se habría retirado, dejándola trabajar en silencio, si no fuera porque enseguida se percató de que había algo extraño en su postura y decidió acercarse a comprobar que todo iba bien. Cuál no fue su sorpresa cuando se encontró con el verdadero motivo de que Nami aún no le hubiese gritado por aparecer sin avisar a aquellas horas.
Como Zoro había intuido, la joven estaba sentada en la silla. Sin embargo, su cabeza descansaba sobre sus brazos cruzados encima del mapa en el que estaba trabajando, con la melena creando un halo de fuego alrededor de su rostro y sobre sus hombros. Sin embargo, aquello no fue lo que aceleró el pulso de Zoro hasta extremos imposibles.
Mientras dudaba sobre si despertarla o no y veía cómo se movían sus párpados en sueños, Zoro se percató de que el trasero de Nami no siempre estaba apoyado en el sillón. Al contrario, sus caderas parecían arquearse hacia arriba con levedad a intervalos regulares. Al mismo tiempo, con cada movimiento, Nami emitía un discreto gemido con los labios entreabiertos. De todos modos, lo que terminó de poner nervioso al guerrero fue el momento en que una sola palabra surgió de la boca de Nami, en un tono tan erótico que él hubiera preferido no haberla oído:
—Zoro…
El espadachín tragó saliva, se tensó y miró a su alrededor como si de repente alguien pudiera entrar y encontrarlos en aquella situación o malinterpretar lo que estaba sucediendo. Nervioso, se quedó dudando durante unos segundos sobre qué hacer. Por suerte, Nami pareció relajarse en ese instante, pero eso no tranquilizó a Zoro ni por asomo.
«Si la despierto y está soñando conmigo, es posible que se asuste al verme de verdad», pensó, y razonó lo contrario acto seguido, pero lo descartó con un estremecimiento. «No, no debemos hacer eso. Si lo plantea, la rechazaré», dictaminó en su mente, aunque su corazón chillaba porque hiciese lo contrario. «Pero, si no la despierto…».
En parte, también le parecía poco caballeroso haber visto a una compañera durmiendo de aquella manera tan descoyuntada y no avisarla para que fuese a reposar en un sitio más cómodo. Aun así, Zoro perdió un par de segundos preciosos en decidir qué hacer. De hecho, lo que finalmente movió su mano hacia el hombro de Nami fueron esos gemidos nada inocentes que sonaron a continuación.
«Que sea lo que tenga que ser», decidió justo antes de sacudir con delicadeza y dedos temblorosos a la joven.
—Nami…
—¡Eh!
Como debió imaginar, la navegante saltó como un resorte en la silla nada más tocarla y escuchar su voz, evitando por muy poco que la silla se tambaleara y se cayera al suelo.
Por instinto, Zoro no apartó demasiado la mano de su piel, dejándola justo en su espalda para evitar que cayera, llegado el caso. Cuando se estabilizó, Nami parpadeó con aire somnoliento y alzó la vista para observarlo con extrañeza y un punto de rubor en las mejillas.
—Zo… ¿Zoro? —preguntó, abriendo más sus ojos castaños al identificarlo del todo.
Él se retiró sin violencia y asintió.
—Sí, soy yo.
El rostro de Nami pareció desencajarse en un instante, mirando a su alrededor.
—Yo… ¿Qué…? —balbuceó, con aire desorientado—. ¿Qué haces tú aquí?
El espadachín no se movió.
—Nada —repuso con sinceridad—. He visto la luz encendida al volver de entrenar y que te habías quedado dormida. Eso es todo.
Bajo la tenue luz de la lámpara, Nami lo observó con aparente escepticismo durante unos instantes antes de apartar la vista con las mejillas arreboladas.
—Ah, eh… Yo… Gracias —tartamudeó, carraspeando acto seguido y sin mirarlo en ningún momento—. He debido quedarme dormida dibujando. ¿Qué hora es?
—Pasada la medianoche —repuso él—. No me parecía correcto dejarte hecha un cuatro encima del escritorio.
Había intentado bromear, algo que últimamente le salía de forma más natural con ella y con nadie más, y la media sonrisa avergonzada de Nami le demostró que en el fondo le había hecho gracia.
—Bueno, gracias por venir a mi rescate —ironizó, aceptando la mano que él le tendía para ayudarla a levantarse—. Al menos mañana no tendré dolor de espalda.
Zoro esbozó una sonrisa comprensiva.
—Sí, es mejor así.
Ella le devolvió el gesto y pareció querer decir algo más, pero finalmente agachó la barbilla y clavó de nuevo la vista en el suelo. Después, apagó la lámpara de la mesa y salió del estudio flanqueada por él, apagando el resto de luces de camino al exterior.
En silencio, Zoro la siguió, mordiéndose la lengua con ganas para no preguntar lo que no debía. Sobre todo, porque tampoco estaba seguro de haber interpretado correctamente la situación al pensar en cómo Nami había gemido su nombre antes de despertarse. Al salir al fresco aire de alta mar, ambos respiraron casi a la vez y se miraron con extrañeza antes de echarse a reír por lo bajo.
—Es una noche muy tranquila —comentó Nami.
—Sí… quizá demasiado —apuntó él, mientras se colocaba la faja carmesí y se acomodaba las espadas.
—Tú, siempre pensando en negativo —lo acusó ella.
—Soy más prudente que muchos de vosotros —se defendió Zoro—. ¿Qué me estás diciendo?
Para su ligera irritación, Nami alzó la nariz con altivez y no lo miró al replicar:
—Si te refieres a lo de Vivi, mantengo lo que te he llamado antes.
Zoro resopló, sin ganas de discutir.
—Como tú quieras, pero sabes que tengo razón —declaró, firme.
Para su sorpresa, o no tanto, Nami lo observó durante apenas unos segundos antes de que todo su espíritu combativo pareciera derrumbarse, dando paso a cierto aire reflexivo.
—Sí, supongo que sí —admitió entonces, sin encararlo de nuevo—. Aunque…
La joven enmudeció, pero Zoro quería saber qué rondaba por su cabeza.
—¿Qué?
En su tono había más amabilidad que acritud y Nami pareció percibirlo, porque su rostro no mostraba enfado alguno. Al contrario, incluso a la luz de la luna se notaba que estaba avergonzada por algo.
—Nada, es una tontería —declaró.
Él se encogió de hombros.
—Como quieras. Me voy a dormir.
Sin embargo, no había dado ni tres pasos antes de oír su voz de nuevo.
—Zoro…
Él se giró. Nami no se había movido del sitio, pero lo observaba con cierta súplica velada en sus grandes ojos castaños.
—Dime.
Su compañera se retorció las manos con un extraño nerviosismo que puso en alerta al espadachín, pero no estaba preparado para lo que escuchó.
—¿Qué harías si me hubiese pasado a mí?
El guerrero tragó saliva. Como de costumbre, la conversación con Nami empezaba a virar hacia un terreno pantanoso. Sin embargo, esta vez tenía la respuesta más o menos clara:
—Tú no eres ella, Nami.
Para su sorpresa, la joven torció el gesto.
—¿Crees que no soy tan fuerte como ella o que no sabría cuidar de mí misma? —preguntó, de nuevo a la defensiva—. ¿Es eso?
—No, al contrario. Creo que lo eres y sabes hacerlo desde hace tiempo —aclaró él, sin alterarse y siendo más sincero que en muchos meses—, pero… es distinto.
Zoro había tenido que hacer un esfuerzo enorme para no decirle la verdad, lo que le quemaba en el fondo de su alma y en lo que prefería no pensar, pero igualmente sabía que había muchas cosas implícitas en aquellas dos últimas palabras. Por supuesto, podría añadir que no se lanzaría a lo loco a rescatarla, que primero valoraría la situación, incluso aunque estuviera preocupado por ella, y que confiaba en su capacidad de supervivencia a pesar de todo… Sin embargo, ni el tratar de convencerse con esas palabras interiores, ni el hecho de que Nami ahora sí pareciese quedarse más turbada, aliviaron en absoluto el galope de su corazón cuando ella sonrió.
—Buenas noches, Zoro —le deseó, girándose apenas para enfilar el camino hacia su dormitorio, pero sin romper del todo el contacto visual.
Él exhaló y se permitió devolverle el gesto con discreción.
—Que descanses, Nami —respondió en el mismo tono.
Sin más palabras, dejó entonces que ella se marchase, mientras sus pupilas permanecían enlazadas hasta el instante en que ella cruzó el dintel y cerró tras de sí. Solo entonces, Zoro dejó caer los hombros, apoyó los antebrazos en la baranda más cercana y resopló con fuerza. Sentía el pulso acelerado, la piel cubierta de sudor y las piernas temblorosas.
«Esto no puede ser bueno», dictaminó en su mente, tratando de serenarse mientras inclinaba la barbilla con los ojos cerrados y se centraba solo en escuchar el ruido del mar. «Deberíamos ponerle solución de una vez».
Sin embargo, por mucho que intentó mantener esa determinación mientras hacía guardia, dormitaba a ratos y la noche daba paso al amanecer, tenía que admitir que estuvo a punto de flaquear en cuanto vio el primer destello del pelo de Nami en cubierta. El guerrero quería gritar, aullar de pura frustración y tratar de quitarse de encima ese sentimiento tan extraño que tenía en el pecho. Porque… ¿era así como se sentía alguien que estaba enamorado?

