El Plan de las chicas (Parte I) (Wano-Egghead II)

Había días como aquel en que Nami se quedaría observando el mar por toda la eternidad, acodada sobre la baranda del castillo de proa. Tras la accidentada partida de Wano y, sobre todo, tras haber visto la nueva recompensa por su cabeza, a la joven pelirroja le estaba costando estar tranquila e incluso conciliar el sueño. En ocasiones, prefería evadirse de la realidad observando las olas y pensando en su próximo destino, sin querer elucubrar sobre a quién tendrían tras su estela.
Al pensar en ello, sus ojos se desviaron hacia una figura conocida que dos años atrás hubiera respondido a esa descripción, antes de conocerse. Su pelo verde se movía con la brisa y el sol arrancaba destellos a sus pendientes mientras dormitaba, en apariencia ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, tumbado sobre el césped central del barco.
Aquel día, como todos los demás, Zoro se había unido a la fiesta de la piscina que habían organizado con el buen tiempo. Así, en lugar de su habitual túnica verde y banda roja a la cintura, el huraño espadachín vestía un bañador estampado de pantalón corto, con una camisa verde y amplia de manga corta que ahora llevaba abierta, mostrando su cuerpo torneado al astro rey. También era cierto que así sus cicatrices eran del todo visibles, tanto la infligida por Hawkeye en Baratie como las de los tobillos, resultado de su alocado plan para huir de Mr. 3 en Little Garden. Sin embargo, eso no impidió que Nami se mordiera el labio discretamente, repasando su silueta con ojos de deseo.
Si bien era cierto que no hacía más de dos días que habían caído por última vez en la tentación, en el gimnasio del barco, y que ambos seguían tratando de comportarse como si nada hubiera sucedido; mientras su mente pensaba cada vez con menos convencimiento que no estaban haciendo lo correcto, algo en su interior le pedía más. Desde hacía tiempo, volvían a su cabeza imágenes todavía nítidas de su noche juntos en Amber Bay. Quisieran o no, y aunque aquello pareciese haber sentado precedente para caer uno en los brazos del otro de forma ocasional, Nami tenía que reconocer que en los últimos tiempos no habían tenido oportunidad de acostarse en una cama como estaba mandado… y lo extrañaba con locura, aunque no lo admitiera en voz alta.
—Un doblón por tus pensamientos.
Asustada, Nami brincó en el sitio al oír aquella voz, relajándose solo cuando comprobó que la que estaba a su lado era Robin.
—¡Robin! Me has asustado —le regañó, recomponiéndose con parsimonia, como si así pudiese fingir mejor su despreocupación.
—No era mi intención —aseguró la arqueóloga, amable— y tampoco quería interrumpir lo que estabas haciendo.
Intuyendo sin querer que Robin la había estado observando, Nami trató de restarle importancia de todas formas.
—No estaba haciendo nada, solo… pensando en mis cosas —repuso, retomando su postura sobre la baranda.
—Ajá. Y que tus ojos tuvieran un destino concreto no tiene nada que ver, ¿verdad? —apuntó entonces la mujer morena, haciendo que su compañera se tensase como una vara y la mirase con alarma.
Aun así, al escuchar la risita cómplice de Robin, Nami resopló, rendida.
—Tranquila. No voy a destapar tu secreto.
Nami miró alrededor con prudencia y bajó la voz.
—No era mi intención, pero…
Avergonzada, se interrumpió y apartó la vista, sin querer volver a mirar a Zoro por si alguien más se daba cuenta de que lo estaba observando.
—No puedes evitarlo, ¿verdad? —adivinó Robin, para su mayor turbación.
Aun así, Nami se limitó a girar la barbilla sin violencia y replicar, tensa:
—No estoy enamorada de él.
Robin, por su parte, se encogió de hombros con naturalidad.
—Ya te dije en su día que no era necesario —le recordó amablemente—. Si disfrutáis juntos, es suficiente.
Nami enrojeció intensamente ante aquella verdad sin tapujos y la sonrisa de Robin se ensanchó.
—¿Cuántas van ya? —quiso saber.
Nami tragó saliva e inclinó la barbilla con pudor.
—Más de las que deberíamos —susurró.
Para su sorpresa, Robin la miró de reojo, sin juicio alguno en sus ojos azules.
—¿Eso crees o es solo de lo que intentas convencerte? —le preguntó entonces.
Nami resopló. La conversación se estaba convirtiendo en un terreno pantanoso y la joven temía que alguien más pudiese estar escuchando. De repente, era como si hasta el timón pudiese tener oídos.
—Vamos al bar del acuario —siseó entonces, tomándola por un brazo y llevándola lejos de la baranda—. No quiero hablar de esto aquí.
—De acuerdo.
Las dos chicas bajaron entonces hacia la cubierta más baja del barco, junto a las bodegas, saludando con cordialidad a los compañeros con los que se cruzaban. De hecho, Nami juraría que al dirigirse hacia el pasillo lateral por el que se accedía a la citada zona, cierto ojo gris oscuro la seguía clavado en la espalda. Por suerte, la sensación desapareció en cuanto giraron el primer recodo y Nami resopló con alivio, sin mirar atrás.
Una vez instaladas y a salvo de oídos indiscretos, la joven se relajó un tanto, aunque seguía muy avergonzada de que Robin la hubiese descubierto con tanta facilidad.
—Bueno, tú dirás —la invitó la mujer morena, solícita.
Nami jugueteó con un mechón de pelo, insegura.
—Es complicado —admitió.
Robin ladeó la cabeza. Después, se dirigió a una nevera cercana y sacó dos refrescos bajos en azúcar para servirlos en dos copas. Cuando se lo entregó a Nami, esta sonrió agradecida.
—A ver, no soy una gran experta en estas cuestiones —admitió entonces Robin, apoyando un codo sobre la mesita central y colocando la mejilla en la mano, en una de sus poses características—, pero no creo que sea para tanto —insistió.
Ante la ceja levantada y curiosa de Nami, agregó sin variar el tono reflexivo:
—Me refiero… Estas cosas pueden pasar, y si han seguido ocurriendo es porque los dos queréis… —aventuró, haciendo que Nami casi se encogiese en el sitio por lo expuesta que se sentía en ese momento—. ¿Me equivoco?
Tras varios segundos de intensa duda, Nami finalmente negó despacio con la cabeza.
—Es muy extraño —admitió con un hilo de voz—. Me siento muy extraña, Robin.
—¿En qué sentido? —inquirió esta, sin presionarla.
Nami reflexionó, buscando las palabras que describieran cómo se sentía en realidad.
—Que, aunque lo hagamos varias veces en un corto periodo de tiempo, como ha sido el caso durante estas semanas de atrás, o aunque pase mucho tiempo, ya sabes… —dijo con voz temblorosa de vergüenza—. Es como si siempre necesitase más de él.
—Os atraéis —resumió entonces Robin, asintiendo y sin dejar de sonreír—. Es normal, Nami. No tienes que sentirte avergonzada —le aconsejó, mirándola con una comprensión que la aludida no creía merecer.
—¿Y si va a más? —susurró Nami, no sin cierto pánico en la voz—. ¿Y si…?
Robin meneó la cabeza con serenidad.
—Eso es algo que tendréis que plantearos y hablar si llega el momento —declaró con voz experta—. Pero, si por ahora no es un impedimento…
Nami se mordió el labio, escondiendo el rostro entre los mechones pelirrojos con profunda timidez.
—No sé qué hacer —admitió.
—Habla con él —recomendó Robin, solícita.
Nami movió la cabeza sin convicción, sintiendo que esa no era la parte importante de la cuestión. Si Zoro y ella hablaban de sus sentimientos en profundidad, era posible que jamás volvieran a estar juntos de ninguna manera. En el fondo, sus prioridades vitales eran distintas y nadie sabía lo que iba a pasar al final del viaje. Incluso si sus respectivos sueños se cumplían, la pregunta permanecía: ¿y después, qué?
De todas formas, aunque sonase a la solución más razonable, por algún motivo Nami sentía que aclarar las cosas y convertir su relación en algo más profundo no era lo que quería en ese momento. Además, esa no era su preocupación o su anhelo más inmediato.
—Es que… tampoco es eso… —reconoció.
—Entonces… ¿qué es?
Nami resopló para sus adentros, notando cómo todo su ser palpitaba solo de evocar lo que quería decir, incluso antes de verbalizarlo:
—Quiero volver a sentir lo que sentí en Amber Bay —declaró.
Robin pareció mirarla con extrañeza.
—¿Te refieres al alcohol? —aventuró.
Nami negó con la cabeza, y sus mejillas alcanzaron el mismo tono que su pelo, con el que intentaba ocultarlas sin éxito.
—Perdona, esto es muy bochornoso —se disculpó.
Para su alivio, como debió imaginar, Robin no hizo ningún aspaviento y su voz era igual de dulce cuando la invitó a continuar.
—No lo es. Cuéntame.
Nami jadeó por lo bajo, tragando con fuerza.
—Quiero volver a hacerlo en una cama… —confesó, tapándose los ojos con las manos acto seguido—. Lo siento, lo sé. Es estúpido.
Para su ligera sorpresa, pasado el primer instante de súbita tensión y perplejidad, Robin se rió con ganas.
—Nami, por favor, no te disculpes por algo tan natural… —le pidió, haciendo que la aludida la encarase apenas por entre los dedos— y que, además, tiene tan fácil solución.
La navegante se irguió.
—¿Qué quieres decir? —indagó, insegura.
Robin pareció meditar su respuesta, apartando la mirada hacia el vacío.
—Se me ocurre un plan que puede funcionar, si Zoro está dispuesto a seguirnos la corriente —anunció entonces.
El corazón de Nami aleteó con furia nada más escucharlo. Entonces, sin pararse a pensar en las posibles consecuencias y confiando a ciegas en su mejor amiga, se inclinó hacia delante y susurró:
—Soy toda oídos.
***
La fiesta en cubierta estaba en pleno apogeo cuando las dos chicas por fin volvieron a emerger a la superficie. Nami se excusó para dirigirse a la biblioteca un momento. Robin se despidió con naturalidad antes de encaminarse hacia la zona más alborotada, manteniendo siempre su expresión estoica y su pose elegante, aprendida e interiorizada durante años de infiltración y trabajo en mafias como la de Cocodrilo.
Como le había dicho a Nami, no era una experta en ciertas cuestiones ni siquiera teniendo diez años más que ella, pero su relación con su antiguo jefe en ocasiones había ido más allá de lo estrictamente profesional… Y eso le daba ciertas herramientas y conocimientos de vida con los que navegar según qué situaciones. En su mente, aunque no lo demostrase, muchos de sus compañeros aún eran como niños aprendiendo a conocer el mundo que les rodeaba. Quizá, las únicas excepciones a esa regla eran justo Zoro y Nami, por todo aquello con lo que los dados de la Fortuna les habían marcado desde edades tempranas, obligándolos a buscarse la vida en el mundo. Eso, sin duda, era algo que Nico Robin podía entender a la perfección.
Quizá por eso y por ser ellas dos las únicas mujeres de la tripulación, Robin siempre había sentido una necesidad inconsciente de proteger y entrenar a Nami en todo lo que la vida pirata pudiese ofrecer para miembros de su sexo, como quien educa a esa hermana menor que nunca tuvo. Cuando Nami tuvo aquel problema en Amber Bay, por alguna razón a Robin no le costó sumar dos y dos en cuanto vio cómo Zoro y ella se comportaban tras la fiesta del primer día. Sin embargo, también sabía que en ese instante Nami necesitaba comprensión y cabeza fría para tomar una decisión.
Fuera como fuese, Robin no juzgó jamás que hubiese querido retomar aquella relación esporádica después de reencontrarse. Al contrario, le parecía lo más natural del mundo que dos personas se relacionasen con la ternura y cercanía con la que lo hacían el espadachín y la navegante, aunque fuese a escondidas. Así, tampoco tenía reparo alguno en llevar a cabo el plan que le había propuesto a Nami, que consistía en primer lugar en entregarle la nota que llevaba en el bolsillo de su falda de playa a su destinatario.
Zoro ya no estaba donde lo habían dejado la última vez, cosa que favorecía el éxito del plan de Robin. Dado que el espacio junto a la piscina hinchable estaba ahora ocupado por las mesas y el asador, el huraño joven de pelo verde se había trasladado a una de las tumbonas apartadas de la jarana y permanecía echado con los ojos cerrados, tapados por su muñeca izquierda, y un botellín de cerveza en la mano derecha. Robin se dirigió hacia la tumbona que estaba situada justo al lado de la suya y que ocultaba a la mujer del resto de los compañeros.
—Si vas a ponerte a recitar Historia, búscate otro sitio.
Zoro no se movió un milímetro al vocalizar aquel gruñido bajo, pero Robin no pudo evitar sonreír al escucharlo.
—No pensaba leer en voz alta, pero ahora me das motivos para pensármelo —repuso, mordaz, haciendo que él abriese su ojo bueno para encararla con seriedad y ese ceño siempre fruncido.
—¿Qué quieres? —preguntó Zoro, sin perderla de vista mientras se acomodaba a su lado.
—¿Quién dice que quiero algo? —replicó ella con naturalidad—. ¿Es que acaso esta tumbona está ocupada y no lo sabía?
Zoro entrecerró el ojo.
—No hablamos mucho, pero te conozco, Robin —advirtió, sin alzar la voz.
Ella levantó una ceja, divertida en el fondo por aquella lucha silenciosa de voluntades entre los dos.
—¿Tú crees? —lo retó.
Él suspiró y pasó la mano izquierda detrás de la nuca.
—Nunca haces nada sin un motivo, y no veo por qué podrías estar interesada en sentarte aquí después de que Nami y tú desaparecierais de la cubierta durante casi una hora —argumentó, dando a entender que no había estado tan dormido como las dos mujeres creían—. Así que, dispara: ¿qué quieres?
Robin contuvo a duras penas una sonrisa orgullosa por su capacidad de deducción. La gente consideraba que Zoro no era especialmente inteligente, y era cierto que no era el más ilustrado de la tripulación, pero era de los más intuitivos sin lugar a dudas.
—No es a mí a quien deberías preguntárselo.
Zoro enarcó una ceja y alzó apenas la cabeza, aceptando sin rechistar la nota que Robin le entregó con discreción un instante después.
—¿Qué es esto? —preguntó él, antes de abrirla siquiera.
—Es un encargo de alguien que quiere verte a solas, pero no quiere que la vean contigo en esa circunstancia —respondió, sucinta.
Al ver cierta sorpresa mezclada con alarma aparecer en el rostro de él, nada más leer el escueto mensaje, ella aclaró sólo moviendo los labios:
«Quiere hablar».
Zoro la observó con cautela, tras lo cual volvió a leer la nota en silencio. Robin esperaba una respuesta, un comentario o incluso otra pulla. Sin embargo, tampoco se sorprendió cuando él metió la nota doblada con aparente indiferencia en el bolsillo de la camisa, aunque estaba claro por el ligero temblor de su pierna izquierda que no estaba nada tranquilo. En silencio, Robin sacó entonces su libro del pequeño bolso de piscina que llevaba consigo y se puso a leer hasta que los llamaron para comer, sin intercambiar más palabras con su compañero.
Cuando por fin se dirigieron a la barbacoa, Robin vio que Zoro y Nami parecían evitarse a propósito, sin apenas mirarse. No obstante, tampoco pudo evitar sonreír al pensar en lo que ambos podrían compartir aquella noche a solas si todo salía bien.
«Qué adorables son», pensó justo antes de aceptar que Sanji le sirviese un pequeño plato de carne.
Porque ella podía no buscar nada más allá de su relación fraternal con ningún compañero, pero después de todo lo que había sufrido por falta de cariño… ¿Cómo podía rechazar ayudar a otros a encontrar algo de felicidad?

