Akhen y Ruth · rpg · spin-off

#SpinOffSunday: Akhen y Ruth – Una historia agridulce (Capítulo 25)

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Capítulo 25 – Un juramento valioso

Renée O’Connor

Confiaba en que la Hija de Júpiter no pusiera problemas a su proposición: podría haber hecho una mucho más descabellada, pero se había contenido. De haber puesto alguna excusa se habría sentido un poco defraudado. Suspiró para sus adentros, feliz cuando ella le dijo que sí, aunque un poco preocupado por las lágrimas que aparecieron en sus blancas mejillas. No tuvo mucho tiempo para analizarlo; porque, antes de que pudiera señalar lo feliz que le hacía que la joven hubiera aceptado aquel plan, se encontró tirado en medio de la arena cuan largo era. Fue a decir algo, quizás que no era necesario dejarse caer allí, pero la explosión de carcajadas de Ruth le hizo pensárselo mejor.

Era el sonido más bonito que había oído en su vida y pronto se encontró a sí mismo imitándola, ¡qué bien sentaba aquello! Tenerla así, encima, aunque estuviera llenándose los vaqueros de diseño se arena, aunque la chaqueta hecha a medida estuviera hecho un guiñapo. No necesitaba vestir como un idiota si ella rodeaba su cuello o se apoyaba en su hombro, aquel era su paraíso personal. Se sentía en la gloria y no podía negarlo, no hubiera sido capaz, aunque lo hubiera deseado con todas sus fuerzas. Qué tonto había sido al mostrarse tan duro, cuánto tiempo se habrían ahorrado de haber sido un poco más flexible. La apretó con fuerzas y lo hizo justo cuando ella volvía a repetir que lo amaba seguido de largo y dulce beso.

Literalmente se derritió, pero al menos tuvo la decencia no hacérselo saber a ella. Menos si tenía que prestar atención a que ella acababa de colocar la mano del Hijo de Mercurio sobre su pecho. Por todos los… Los ojos de Akhen no paraban de viajar de aquel lugar tan poco inapropiado a su rostro, aunque todo cambió cuando ella le hizo aquella promesa tan conmovedora. Se incorporó de un tirón y Ruth tuvo que abrir las piernas y colocarlas a ambos lados de las suyas para no caerse de espalda contra la arena. La agarró por la cintura, acercándosela todo lo que era posible, dadas las circunstancias, y clavó su mirada en ella. Una mirada en la que el amor y la pasión mantenían su propia batalla.

—Te amo, Ruth Derfain, y te juro por todo lo que es sagrado que jamás, nunca en toda mi vida, dejaré que te marches de mi lado.

No es que hubiera recibido una señal; pero, desde que ambos se hicieron aquella promesa, que en la Tierra podía tomarse como algo mucho menos importante, los besos se volvieron bastante menos inocentes. No es que no hubiera habido intercambios de salivas en los anteriores; el asunto estribaba en que ahora las manos de los jóvenes buscaban asideros por el cuerpo del otro.

Akhen dejó escapar un jadeo contra los labios de la chica y antes de poder mostrarle lo que pensaba hacer se levantó de la arena con ella en los brazos y se dirigió hasta la motocicleta. Si pensaban seguir con aquello la arena le parecía un lugar muy poco apropiado, de ahí que empezara a enseñarle imágenes de su piso: una vivienda con tres habitaciones que tenía sobre el Ávalon.

En ella primaba el blanco y el azul: al entrar un pequeño recibidor, a continuación, la cocina, que era un todo con un comedor y una pequeña sala de estar, y siguiendo por el pasillo las habitaciones, el baño y el salón. No quiso en ningún momento que ella viera el interior de ninguna de las alcobas, pero dio por hecho que era lo suficientemente perspicaz para ver qué quería él. La joven asintió de una cabezada y ambos salieron despedidos hacia la noche. Akhen ni siquiera sería capaz de recordar si hablaron durante el camino o no, probablemente si lo hicieran, porque el deseo había llegado ya a unos niveles tan altos que apenas podía controlarse. Se sentía como una fiera salvaje, y así se lo hizo ver a Ruth cuando empezaron a besarse en el ascensor. Cerró la puerta del piso de una patada y el infierno personal que había vivido durante tres años desapareció.

* * *

El corazón de Ruth ya palpitaba a velocidad de galope, pero el ritmo desenfrenado que adquirió cuando terminó sentada a horcajadas sobre él, sintiendo sus deseos en diversos aspectos, no solo en las palabras con las que él le juró igualmente amor eterno, casi consiguió que se deshiciera entre sus brazos. Sus besos, al igual que los de ella, ya habían abandonado la decencia completamente, e incluso la joven se planteó si lo que llevaba tanto tiempo deseando hacer con él se iba a materializar allí, en aquel instante.

Lo cierto es que sintió cierto alivio cuando él la levantó de la arena y se encaminó hacia la motocicleta, aunque no pudo reprimir que un cosquilleo la recorriese entera cuando lo hizo con ella en brazos. Pero cuando acto seguido su mente empezó a proyectar imágenes de diversas estancias que parecían pertenecer a una vivienda, Ruth tuvo que hacer un esfuerzo por reprimir una risita algo más que triunfal. Por lo visto, ambos deseaban que la noche fuese muy, pero que muy movidita. ¿Y qué mejor forma de celebrar su decisión de hacía unos minutos?

Sin embargo, si Ruth pensaba que la temperatura no podía subir más, cuando entraron en el ascensor y Akhen se arrojó sobre ella, comprobó con agrado y sorpresa que no era así. Los labios de él recorrían su boca, su cuello, sus hombros y hasta una de sus manos tanteó ligeramente bajo su falda, más allá de lo que la decencia podría consentir en un lugar público. Pero estaban solos, era noche cerrada y sabían, sin necesidad de palabras, que nadie los interrumpiría.

Cuando llegaron al apartamento, gracias a las imágenes que él le había enviado, la joven se hizo una idea enseguida de dónde estaba cada cosa. Lentamente, sin dejar de besarse y tras hacer temblar el recibidor con un portazo que parecía anticipar lo que iba a suceder, ambos se encaminaron hacia uno de los tres dormitorios. Él se quitó la chaqueta por el camino y la arrojó al suelo; pero, un instante después, la puerta se cerró y Ruth se vio empujada sin violencia contra la misma, a la vez que las manos de Akhen bajaban con experiencia la cremallera de su vestido, haciéndolo caer a sus pies. Sin embargo, en el momento en que iba a continuar, ella lo retuvo con un gesto que sabía que funcionaba: se separó ligeramente de sus labios y puso un dedo sobre ellos. Cierto que durante aquellos tres años no se había acostado con nadie, pero en un mundo desinhibido como era la Tierra, había ciertas cosas que las mujeres podían aprender sin necesidad de tener un hombre cerca. Y menos teniendo amigas como Carey.

—No tan deprisa, querido —susurró, mordiéndose el labio inferior en un gesto nada casual—. Esta vez me toca a mí.

Antes de que él pudiese reaccionar, Ruth lo empujó sobre la cama de matrimonio y dejé que contemplase un instante a la mujer que tenía delante. Ya no era la Ruth que había sido. No era la misma brujita asustada a la que transformó en algo más en aquella posada y pensaba demostrárselo. Empezando por el conjunto de ropa interior que había elegido para aquella noche.

«Lo cierto es que… el vestido no era mi único estreno de hoy», pensó con cierta picardía, deseando que lo escuchara. «Espero que te guste».

Después, la mujer se descalzó y se subió a la cama junto a él. Mientras lo despojaba de la ropa que vestía, la camisa, los tejanos, los zapatos y, finalmente, los bóxeres, Ruth recorrió con las manos y los labios cada recoveco; comprobando que los recordaba como si no hiciese tres años de su último encuentro. Cuando la joven se quitó por fin las únicas prendas que quedaban sobre su cuerpo, recordó por un instante aquel lejano día, cuando era tan solo una muñeca de trapo entre sus brazos. Aquella noche el juego estaría más equilibrado…

En efecto, hacer el amor con él fue tan dulce como Ruth lo recordaba, añadiendo el fuego que parecía querer consumirlos a ambos, enredados entre aquellas sábanas. Sus cuerpos parecían reconocerse y respondían al contacto con el otro como si se tratara de una reacción en cadena. Ambos se susurraron palabras de amor al oído o suplicaron al otro sus deseos más íntimos durante horas hasta que, cuando el agotamiento los venció finalmente, al filo del amanecer, se durmieron abrazados como la primera vez. Pero en esta ocasión, mientras él se abandonaba primero en los brazos de Morfeo con la cabeza recostada sobre el pecho de Ruth y antes de seguir su ejemplo, esta susurró sobre su pelo rubio:

—Te quiero con locura.

* * *

Cuando Akhen abrió los ojos, sintió un leve y agradable dolor en todo el cuerpo, como si aquella noche hubiera decidido correr una maratón, aunque aquel no era el caso. Había pasado la noche haciendo el amor con la mujer a la que amaba y había sido maravilloso. Totalmente diferente a la primera vez que habían tenido oportunidad de amarse, pero igualmente increíble. La pericia de Ruth le hizo incluso preguntarse si se habría acostado con otros hombres durante los tres años de separación. No era tan ingenuo como para pensar que no lo había hecho, sobre todo teniendo en cuenta que él no había sido un santo. A pesar de eso, y para su sorpresa, no pudo evitar que el monstruo de los ojos verdes apareciese por allí. Los celos. Nunca los había sentido, de manera que fueron algo nuevo para él, aunque era lo suficientemente reflexivo para racionalizarlos y considerar que él mismo había estado con otras chicas y lo que ambos hubieran hecho mientras estuvieron separados era un asunto personal. Ella lo amaba a él, no necesitaba nada más.

Una vez solventado ese problema se dijo que disfrutaría de aquella noche cada segundo que pudiera y os aseguro que lo hizo. A pesar del tiempo transcurrido, sus cuerpos encajaban el uno en el otro como dos piezas de un mismo organismo creadas para estar juntas. En determinado momento ni siquiera era capaz de diferenciar dónde acababa su piel y empezaba la de su amante. Se oyó suspirar y pronunciar el nombre de ella entre dientes hasta quedarse ronco. Ruth, Ruth, Ruth. Que ella hiciera otro tanto y se aferrase a él como para grabárselo en las entrañas le hizo sentirse poderoso, como si nada fuera capaz de acabar con él. Como si de pronto todas las partes rotas se soldaran por arte de magia. Sus manos acariciaron cada recoveco y cada soberbia redondez del cuerpo de la Hija de Júpiter. Sus labios y su lengua se unieron en una conjunción astral que hizo que la noche no hiciera más que comenzar una y otra vez. Deseó con todas sus fuerzas que no acabase, que las caderas de la joven lo rodearan para siempre, afianzándose en su cintura con fuerza. Sin embargo, pese a ser brujos eran tan humanos como cualquiera y ambos fueron prisioneros del sueño, enredándose en los brazos del otro.

El Hijo de Mercurio no estaba seguro si la muchacha le había dicho algo mientras estaba en duermevela; en cualquier caso, se dio por satisfecho. No necesitaba nada más, se sentía como en una nube. Ella dormía cuando él se levantó, se puso un pantalón de pijama negro y sacó el paquete de tabaco de los bolsillos de sus tejanos. Le costó un poco encontrarlos en medio todo aquel desastre, pero cuando finalmente lo hizo se dirigió a una de las habitaciones, la del fondo y salió al balcón, el único de la casa.

No había problemas de iluminación porque la vivienda contaba con grandes ventanales, pero le gustaba aquel lugar, se veía el mar y disfrutaba fumando allí. Se encendió un cigarrillo y se lo llevó a los labios, aspirando la primera bocanada de una mañana donde el sol brillaba intensamente. Hizo visera con la mano y pensó que aquel mundo sombrío en el que había vivido durante tres años perdía su consistencia a pasos agigantados. Parecía como si las tinieblas fueran de petróleo y al ser fulminadas con agua clara mostraran lo que había debajo. Sonrió.

Y entonces oyó sus pasos y se volvió. Era la belleza personificada, sabía que nunca, jamás, se sentiría igual de atraído por nadie más, lo había intentado y no había dado resultados.

«Dioses, te amo», dijo en su mente sin poder evitarlo para apurar el cigarro, estrellarlo en un cenicero que había en la barandilla y atraerla hacia sí para rodearla con los brazos.

La prenda que llevaba hizo que sintiese deseos de volver a desnudarla. Aunque se contuvo y se conformó con besar su cabello, dorado como el astro rey.

—¿Quieres desayunar?

* * *

Cuando Ruth por fin salió de la bruma del sueño aquella mañana, por un instante, pensó que todo había sido efectivamente eso: un maravilloso sueño en el que todo volvía a salir bien. Sin embargo, cuando abrió un ojo se dio cuenta de varias cosas que no encajaban con su visión del asunto: lo primero, estaba durmiendo completamente desnuda, cosa que nunca solía hacer. Segundo, la cama en la que se hallaba era grande, de matrimonio. Y tercero: la decoración de las paredes no se correspondía para nada con la del hotel donde estaba alojada. ¿Entonces…? De golpe, abrió los ojos y se incorporó sobre los codos. ¿Era posible que…? Reprimiendo una risa eufórica a la vez que se tapaba la boca con las manos, volvió a tenderse entre las blancas sábanas. Así que no había sido un sueño. Todo lo sucedido… era real. Con otra perspectiva, la joven contempló la habitación en la que se encontraba con algo más de detalle a la vez que una amplia y estúpida sonrisa se adueñaba de su rostro. No iba a volver a Sídney. Aquel era, desde ese instante y en adelante, su hogar.

Sintiendo la alegría en cada poro de su piel, Ruth se estiró como un gato a la vez que un placentero calambre recorría sus piernas. La noche anterior había sido un cúmulo de locuras, una detrás de otra y, por lo visto, su cuerpo ahora lo acusaba sin reproche alguno. Pero, si había sido así… Alzó la cabeza, frunciendo el ceño con extrañeza.

«¿Dónde estará…?»

«Bueno, no creo que haya ido muy lejos», susurró la parte lógica de su cabeza. Por supuesto, era su piso. Por ello, se levantó despacio de la cama, tras asegurarse de que las piernas le respondían correctamente, y miró a su alrededor buscando su ropa. Las braguitas las encontró bastante rápido, considerando el desastre que habían organizado la noche anterior; pero, cuando vio el vestido, la joven no pudo evitar que sus labios se torcieran en una mueca.

«No, no puedes ponerte eso ahora, y menos considerando lo que hablasteis ayer».

Pero, ¿entonces?

Como un fogonazo, un destello blanco que recibía los rayos de sol de la mañana le llamó la atención desde un rincón y sonrió.

«Habrás visto muchas películas, Ruth, pero creo que es muy adecuado».

Después de ponerse aquella prenda que le llegaba hasta la mitad de los muslos y cuyas mangas remangó un poquito –tampoco quería estropeársela–, prendió aproximadamente la mitad de los botones y salió al pasillo. Recordaba vagamente la descripción de Akhen de la noche anterior pero no estaba segura de dónde podía meterse él en su casa una mañana cualquiera. Sin embargo, el rumor del mar a lo lejos le dio la pista que necesitaba como si hubiesen situado una flecha roja en la pared de enfrente.

Lentamente, Ruth encaminó sus pasos descalzos hacia allí antes de quedarse boquiabierta observándolo desde el umbral. Su torso desnudo había adquirido un tono ligeramente bronceado que no había podido apreciar unas horas antes, aunque su pentáculo seguía destacando sobre su pectoral izquierdo como la señal imborrable que era sobre su naturaleza. Sin querer, la joven se pasó la mano sobre el suyo, semioculto aún por el topacio que él le había regalado hacía tres años. De repente, aquellos recuerdos parecían diluidos en su mente. Solo existían él, el mar y ella.

Cuando recibió aquel pensamiento tan íntimo igual que si fuese una suave brisa que acariciase los rincones más recónditos de su ser, Ruth sonrió con cariño.

—Buenos días —susurró mientras él se acercaba para rodearla con sus brazos. Después, lo besó suavemente sobre el borde de la mandíbula antes de susurrar contra su pecho, con los ojos cerrados—. Yo también a ti, mi amor.

Era maravilloso tenerlo ahí, a su lado, pudiendo respirar el aroma de su piel tan característico. Ya lo había olido hacía tres años, pero jamás había podido olvidarlo. El perfume del amor más puro e íntimo que dos personas pueden compartir. Sin embargo, cuando mencionó el desayuno, sus tripas protestaron ruidosamente. Como aquella vez. Ruth reprimió una risita divertida antes de aceptar su proposición y besarlo en los labios. Acababa de fumar, pero no le importó. Aun cuando a otros les podía molestar el olor o el aliento de un fumador, para Ruth nunca había sido un problema. Y si se consideraba que el propietario de los labios era Akhen, “desagrado” no sería precisamente la palabra que Ruth utilizaría en ese caso.

Sin embargo, cuando entraron de nuevo en el salón y él se dirigió a la cocina, Ruth cayó de repente en un detalle importante. Conteniéndose para no soltar un taco por lo bajo, le dijo a Akhen que llegaba enseguida antes de encaminarse hacia la zona del recibidor. Su bolso estaba caído en el suelo, donde ella lo había arrojado, y respiró hondo antes de abrirlo. Su móvil estaba a punto de morir; pero, como sospechaba, Marianne había llamado una docena de veces. Sin embargo, no la llamó enseguida. Se limitó a enviarle un mensaje breve:

“Buenos días. Estoy bien. Ahora hablamos”.

Pero cuando llegó a la cocina, atraída por el aroma del café recién hecho, debió haber sabido que su mejor amiga no se daría por vencida. Pero no estaba sola para aquel trance. Un príncipe de ojos azules la miró interrogante cuando vio el aparato del demonio en su mano, pero Ruth le dirigió una sonrisa y lo besó con suavidad antes de susurrar jocosamente en su oído:

—Hoy empieza el primer día del resto de nuestra vida… Pero espero que entiendas que de momento necesito mi maleta para poder hacerlo —volvió a besarlo y murmuró—. Vuelvo en un minuto, amor.

Pero, minutos después, cuando por fin concretó los detalles con Marianne y se pudo sentar sobre el regazo de Akhen a desayunar, Ruth Derfain pensó que nunca, jamás en su vida, iba a ser tan feliz como en aquel momento.


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